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Nos fascina el drama del narcotráfico

La ficción dedicada a los capos de la droga nos gusta por la pura fotogenia del crimen. Denis Villeneuve lo sabe, por eso en Sicario cede algo de ese terreno que ocupan sus profundas inquietudes -el alma humana, los monstruos interiores y la perversión de la justicia- para dotar a su película de una perturbadora espectacularidad y generar tensión a través de tres secuencias de acción que agotarán a cualquiera que se asome a este thriller casi perfecto.

El estudio de los horrores de la civilización está presente en la historia de esta joven agente del FBI interpretada por Emily Blunt que es reclutada por una fuerza de élite para luchar contra el narcotráfico. El responsable de su equipo es Josh Brolin, un personaje detestable que comparte algo de su carisma con un asesor interpretado por un Benicio del Toro que se mueve en un registro sorprendentemente ambiguo.  Ambos empujarán a la inocente Blunt por la madriguera del conejo.

Pero aparte de la espectacularidad de la acción y del romanticismo del crimen hay algo más que nos cautiva de esta guerra entre gobiernos y traficantes. Algunas cosas que Villeneuve ha obviado para darle una vuelta (otra más) a este género.

El glamour en la vida del narco

La fascinante vida de los narcos o de los grupos especiales que van detrás de ellos se rige por unas normas tan distintas a las nuestras que es imposible no ceder a un inexorable ataque de voyerismo. En nuestra vida de ciudadanos ejemplares basta con pagar la renta y no saltarse los semáforos, para los malos de las películas sobre tráfico de drogas no existe el concepto de lo civilizado. Si nosotros nos saltamos un STOP, tenemos que pagar una multa, si los narcotraficantes ignoran alguno de los códigos que rigen su mundo, la cosa cambia.

“Sacaron a Rafi de su cuarto de invitado, fundieron delante de él la charola de plata que les había obsequiado como regalo de bodas, le metieron un embudo en la boca y vertieron la plata fundida”. Este es un fragmento de El poder del perro, de Don Winslow, la última gran novela sobre el narcotráfico que según su autor está terroríficamente bien documentada. Esta desatada violencia nos cautiva pero también nos produce alivio porque evita que deseemos tener la lujosa vida del narco. Demasiado riesgo.

El misticismo de figuras como Pablo Escobar

La figura del narcotraficante colombiano está de moda, el año pasado Benicio del Toro lo interpretó en la apabullante y también llena de tópicos Escobar: Paraíso perdido y ahora hay pocos seriéfilos que no se hayan enganchado al drama Narcos, sobre la lucha durante los 80 contra Escobar y el cartel de Medellín.

“Pablo Escobar, que va camino de ser un Napoléon del siglo XX si la historia del mundo se midiera al peso de las películas dedicadas a su personaje”, escribió David Trueba en su columna hace meses.

El público se deja alucinar por Escobar por los mismos motivos que lo hacíamos con Vito Corleone. Nos identificamos con la parte buena del personaje. Este narco salvaje y cruel es también un padre amoroso cuyos lazos de amistad son inquebrantables. Además Escobar consiguió ser un auténtico héroe popular mientras vivía, lo que facilita las cosas para que el lenguaje cinematográfico lleve aún más lejos este encantamiento. Cuando personajes como el de Escobar se enfrentan a situaciones tan extremas, nosotros nos agarramos a esa parte buena, lo que nos permite una autoexculpación de nuestras propias miserias.

Nosotros también estamos en el ajo

Y en este punto es donde Villeneuve estruja su thriller, que va más allá de Traffic en su reflexión sobre la forma en la que el mundo de las drogas impregna a toda nuestra sociedad. Roberto Saviano lleva años hablando de la extensión de las drogas, de lo difícil que es encontrar un grupo de amigos donde nadie consuma cocaína. La guerra contra el narcotráfico es absolutamente demencial desde el momento en el que pensar en acabar con el consumo de droga resulta ridículo. Así que se trata de alimentar con cuidado los sistemas que dependen de la droga.

El director canadiense retoma su inquietud fundamental, la que también tenía ese poderoso drama titulado Prisioneros: el miedo del individuo a verse convertido en un monstruo cuando se enfrenta a la corrupción y podredumbre de la propia civilización. Nuestros ojos son los del personaje de Emily Blunt y junto a ella escarbamos en una guerra cruenta donde no hay tanta diferencia entre los que defienden la ley y los que la violan.

La cuestión es qué partido debemos tomar nosotros en una batalla que no sirve para nada. Y para cuestionarse algo tan fundamental Villeneuve además nos abruma con poderosas escenas de acción, una atmósfera que agota, y una protagonista femenina que camina entre la Jessica Chastain de Zero Dark Thirty y el Ethan Hawke de Training Day.