Cuando Japón firmó la rendición oficial el 2 de septiembre de 1945, el general Douglas MacArthur llevaba ya dos días allí. Truman le había nombrado comandante en jefe de las fuerzas aliadas para la supervisión de la ocupación de la isla y, desde Washington y Potsdam, esperaban que convocara inmediatamente al emperador. Pero el general decidió esperar. “Obligarle a venir -explicó años más tarde- habría ofendido los sentimientos de los japoneses y habría convertido en mártir a su emperador”. El 27 de septiembre, Hirohito se subió a su Daimler y recorrió la distancia que le separaba del edificio de la compañía de seguros Dai-Ichi, donde el norteamericano había puesto su sede por estar a medio camino entre el palacio imperial y la embajada.
El general había ordenado que se le recibiese con toda la pompa, respeto y cordialidad al que el 124º emperador del Japón estaba naturalmente acostumbrado.
“MacArthur saludó al emperador a la entrada de la recepción, estrechando su mano y diciendo ”Es usted muy, muy bienvenido, señor“. Y el emperador se inclinaba y se inclinaba cada vez más hasta que MacArthur se encontró a sí mismo estrechando su mano por encima de su cabeza. Sólo el emperador, MacArthur y el intérprete Okamura entraron en la recepción. Entonces la puerta se abrió y el teniente Gaetano Faillace tomó la famosa foto del emperador y MacArthur desde fuera de la habitación.”
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El teniente sacó tres fotos; en una MacArthur sale con los ojos cerrados, en otra el emperador sale con la boca abierta. La tercera salió bien y fué publicada en la prensa dos días más tarde, con gran escándalo local. La imagen del emperador era sagrada, hasta el punto de que sus propios súbditos escucharon su voz por primera vez cuando dio su discurso de rendición por la radio, y el general ni siquiera se había puesto corbata para la ocasión. Ninguna de esas humillaciones preocupaba ya a Hirohito, que estaba resignado a sacrificarse para salvar lo que quedaba de su país. “Vengo hasta usted, general MacArthur -le dijo- para entregarme al poder que usted representa como responsable único de todas y cada una de las decisiones políticas y militares tomadas y ejecutadas por mi gente durante el transcurso de la guerra”.
MacArthur dice en sus memorias que quedó impresionado por su coraje. “Ese valor al asumir una responsabilidad que llevaba implícita la muerte, una responsabilidad que estaba en contradicción con hechos que yo conocía bien, me conmovió hasta la médula de los huesos”. Genuinos o no, sus sentimientos no reflejaban los de su país, que le consideraba el monstruo sanguinario que había retratado Frank Capra en sus famosos largometrajes propagandísticos Why we fight. El 70% de los norteamericanos pensaba que el emperador Hirohito debía ser castigado (un eufemismo) por crímenes de guerra; los periódicos rusos, australianos y británicos exigían su cabeza. Pero MacArthur tenía otros planes.
El general Bonner Fellers, su especialista en Japón, le había convencido de que acabar con una figura de culto en un país de fanáticos desquiciado por la guerra y masacrado por dos bombas atómicas tendría consecuencias, y que era mejor utilizar el carisma natural del hijo del Sol para gestionar la ocupación sin más contratiempos. En su mensaje a Eisenhower, MacArthur aseguró que el papel de Hirohito en la guerra había sido estrictamente ceremonial, un pacifista cautivo en su palacio, víctima de una conspiración. Así empezó el segundo viaje del emperador: de criminal de guerra a pequeña flor de loto.
De la Edad Media al mundo contemporáneo
MacArthur convenció a Washington de que matar al emperador de Japón impondría grandes responsabilidades sobre el Gobierno norteamericano, incluyendo una fuerte inversión de recursos. “Necesitaría un millón de soldados en refuerzos para llevar a cabo una acción semejante. Habría que instaurar un Gobierno militar, y surgirían guerrillas en todas partes”.
En su lugar, propuso reconstruir el país a imagen y semejanza de EEUU, cambiando la sociedad medieval por un Estado democrático con una Constitución moderna regulada por un Gobierno elegido democráticamente. El primer ministro, Hideki Tojo, y otros seis miembros fueron juzgados y ejecutados. Hirohito se salvó.
No fue un perdón. Las fuerzas militares japonesas fueron desmanteladas y sus líderes desterrados de la vida pública para siempre. Los monopolios que habían alimentado el esfuerzo bélico fueron despojados de todos sus bienes. La religión nacional de Japón, el shintoísmo, dejó de ser la religión de Estado y algunas de sus consignas más ultracionalistas fueron prohibidas. Pero las dos medidas más significativas fueron puramente simbólicas y poéticamente gemelas.
La primera tuvo lugar el día de año nuevo de 1946, cuando el emperador fue obligado a renunciar públicamente a la divinidad. “Los lazos que nos unen han estado siempre sustentados por la confianza y el afecto mutuo -dijo en su comunicado-. No dependen de las leyendas y los mitos. Ya no están basados en la falsa idea de que el Emperador es divino y que los japoneses son superiores a otras razas y destinados a dominar el mundo”.
La segunda fue el artículo 9 de la nueva Constitución, donde “el pueblo japonés renuncia para siempre a la guerra como nación soberana y al uso de amenazas como medio para resolver disputas internacionales” y el emperador sólo es “un símbolo del Estado y de la unidad del pueblo”. El 22 de febrero, Hirohito la declaró oficial.
Corrección: en una edición anterior el artículo decía que la religión shintoísta fue prohibida en 1945. Sólo dejó de tener el estatus de religión oficial. Sí fueron prohibidas sus enseñanzas más ultranacionalistas y la consideración divina del emperador.