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'Green Room', el supremacismo como pesadilla

Una peli de punks contra nazis, ¿son necesarios más alicientes? Aquí va otro: la firma el tío de Blue Ruin, aquel neonoir de núcleo trágico y violencia minuciosa que hará tres años se llevó a cabo gracias a un exacto diseño de producción donde fueron clave todos los ahorros del director y un empujón en Kickstarter. Era la segunda película de Jeremy Saulnier después de la desopilante Murder Party, y gracias al runrún de los aficionados, que en aquella ocasión contarían con la bendición de la crítica, se convirtió en el título que le significaría como autor.

Ahora, con un presupuesto más holgado, nos propone acompañar a una banda de punk radical en desastrada gira por el Oregon rural, donde la demencia norteamericana se embosca como en su día, allá por los años setenta, lo había hecho en el seno de una familia tejana o en las colinas con ojos de Nevada.

Atrapados en el backstage

backstageNazi punks fuck off! Nazi punks fuck off! La canción de Dead Kennedys señala el primer momento de alta tensión que ofrece Green Room, cuando la banda protagonista la versiona ante una horda de pelados supremacistas. Saulnier, activo en la escena hardcore de los 90, ha querido llevar a la pantalla el ambiente de aquella época de su juventud y un sinfín de detalles en pantalla dejan claro que sabe de lo que está hablando. Cuando después del bolo los Ain’t Rights sean testigos accidentales de un suceso macabro en los camerinos del garito, empezará el pogo de la supervivencia y asistiremos a una auténtica muestra de cine vasodilatador.

Aunque admite el deseo de mantenerse siempre abierto a cierto desgobierno a la hora de crear, Saulnier es uno de esos cineastas de eficacia probada en la dirección pero que donde de verdad goza es en el desafío del guión, armando el puzle de la causalidad y la verosimilitud a partir de un supuesto extremo. Los Ain’t Rights (que se llaman así porque la película no es que traiga recado pero sí cierta preocupación) van a pasar una noche en lo profundo de Portland enfrentados al mal en bruto que garantizan botas y tirantes, y su tarea será enfrentar los acontecimientos según vayan sucediéndose, a la que salta, con lo puesto y sin margen de error.

Los iniciados que ya han tenido oportunidad de ver Green Room no pueden evitar deslizar el nombre de John Carpenter cuando la comentan, y la mención es lógica tratándose de un western encubierto en película de asedio, de atmósfera densa y sensibilidad ochentera. Como sea, es una buena noticia que por fin se esté destilando lo mejor de aquella década más allá de los cansinos homenajes y guiños de autoconciencia cinéfila.

Saulnier, que nació en el 77 y se licenció en dirección de fotografía cuando el digital aterrizaba en la industria para invalidar de repente buena parte de su aprendizaje, rinde tributo a las maneras del cine con el que creció, que sería  el que fuera pero tenía entre sus cualidades que se hacía no solo con los dedos y el corazón sino a dos manos y con todas las vísceras. Esto no es retro, es old school.

La bestia humana

La violencia en el cine tiene muchas problemáticas pero la primera son sus detractores. Para nuestra suerte, Saulnier desoye esa condena párvula que cacarea la influencia nefasta e hipotética que para la psique colectiva puede estar teniendo la violencia en el arte. El director se aprieta los machos, toma la cámara y se apresta a devolvernos la belleza atroz de los maquillajes artesanales. La opción es consonante con el espíritu punk rock de la película, que mirándose en la tradición estética de un Tom Savini nos retribuye el impacto que la violencia ha ido perdiendo en la esterilización de los efectos especiales numéricos. En Green Room, sobra decirlo, ocurren cosas que duelen.

Para camelarse a objetores de conciencia, cuenta con la presencia en pantalla de Sir Patrick Stewart, que a los diez días de leer el guión se incorporaba al rodaje como villano. Un triunfo de última hora que distingue el producto y lo eleva muy por encima del a priori, además de estimular el esfuerzo de un reparto donde destacan los personajes oblicuos de Macon Blair e Imogen Poots, todos contribuyendo a un ambiente de tensión en la sala que, si bien Saulnier dosifica el humor con pie de rey para permitirnos tomar aire, solo podrá cortarse a machete.

Green Room es un thriller frontal sobre la putrefacción ideológica pero no deja de ser una película de terror elemental y canónica de las de cabaña en el bosque. Y es en esa encarnación, espolvoreada con cierto espíritu “jo, qué noche”, donde se pone disfrutona y se alza como una película que se tiene respeto, que se sabe y se quiere fórmula, que deja para otra ocasión los pormenores psicológicos y se cabalga en la sabiduría de los arquetipos para ponerlos al trote. Jeremy Saulnier pilota con una energía aplastante, sin escalas, va más allá de la riña en el gallinero y entrega un sensacional chuletón de cine lúdico sobre lecho sociopolítico. Un goce de principio a fin.