Nostalgia por el pasado inglés de John Boorman

Reina y patria concluye el díptico nostálgico que el director John Boorman (Shepperton, Reino Unido) inició en 1987 con Esperanza y gloria. Si en aquella película, el contexto eran sus recuerdos de infancia en Londres durante la Segunda Guerra Mundial, en este último trabajo el cineasta explora sus años de temprana madurez. Su alter ego Billy Rohan es un muchacho que cumplirá 20 años ante la mirada del espectador.

El escenario es la Inglaterra de 1953. “En los años 50 -sostuvo Boorman durante la promoción del filme- germinaron muchos cambios sociales. Perdimos un imperio pero ganamos el Servicio Nacional de Salud (la sanidad pública) y una escuela secundaria moderna. Por primera vez, cada chico obtuvo nociones de música y arte. Y los chicos que iban a esas escuelas terminaron siendo los Beatles y los Rolling Stones”.

La Inglaterra que retrata Boorman anhela transformarse. Winston Churchill ha regresado al 10 de Downing Street tras el mandato del prestigioso laborista Clement Atlee, arquitecto del Estado de bienestar británico. La visión arcaica del país que tenía Churchill, Nobel de Literatura en 1953 por una irrisoria historia de los pueblos anglosajones, chocaba constantemente con las necesidades y presiones de cambio que vivía la sociedad.

Los británicos querían mejorar sus condiciones de vida y no saber nada más de aventuras bélicas, pero sus autoridades se empeñaban en arrastrarles a la guerra de Corea, del lado del aliado estadounidense. El comunismo era el mal, y el deber de Inglaterra era acabar con él y defender sus esencias nacionales. Corea, dividida tras la Segunda Guerra Mundial a partir del paralelo 38, se convirtió en el primer campo de batalla de los dos bloques.

Billy Rohan será alistado para servir a su país. Recibirá una carta en su bucólica casa del lago, a la que sólo se llega en barca; los invitados tienen que hacer sonar una campanilla para avisar a la familia de que vengan a recogerles. El paisaje parece surgido de la paleta de John Constable y no es un remanso muy distinto de la residencia actual del director inglés. Boorman vive en un recóndito lugar de Irlanda, rodeado de árboles. Prefiere su compañía a la de las personas.

Moderno cine de conflicto

John Boorman se trasladó allí, para quedarse, en los años 60. Había dejado atrás un pasado como ayudante en una tintorería y una carrera como documentalista para la BBC. Al joven, como a Billy Rohan, le gustaba el cine: su Shepperton natal albergaba estudios cinematográficos en la ribera del Támesis. Su infancia estuvo por tanto presidida por dos futuras constantes de su filmografía: poderosas imágenes y un río caudaloso.

Su deslumbrante habilidad con la cámara llamaría la atención de Hollywood. En 1967 recibe la oportunidad de rodar A quemarropa, un clásico del cine, un thriller rompedor para su época y que todavía hoy mantiene su frescura. Boorman demostró, por primera vez, tener un gran sentido del ritmo. Esta característica estilística será su sello más reconocible en futuras producciones, inglesas y estadounidenses: Deliverance (1972), su obra maestra, es una película de acción en la que un grupo de amigos recorre un río revuelto mientras son hostigados por los salvajes lugareños.

En Deliverance, como en Infierno en el Pacífico (1968), La selva esmeralda (1985) o El sastre de Panamá (2001), Boorman perfila el tema fundamental de toda su obra: el violento contraste cultural y social entre mundos que no se entienden. Reina y patria dibuja un cisma entre una Inglaterra gloriosa y rentista y otra más coherente con su posición en el nuevo mapa geopolítico.

Así pues, el realizador establece una nítida diferenciación entre reclutas y oficiales, entre plebeyos y aristócratas. Los soldados de mayor rango suspiran por tiempos que ya no volverán, y aún cuelgan retratos de la reina Victoria. La patria, lo único de lo que saben hablar, es una noción sacrosanta, un modo de vida. La visión que ofrece Boorman de estos sujetos no posee la amabilidad de Agatha Christie sino la virulencia del Francesco Rosi de Hombres contra la guerra (1970): los oficiales de Reina y patria son psicópatas caricaturescos.

Billy Rohan (Callum Turner) y su amigo Percy Hapgood (Caleb Landry Jones) no harán la guerra porque serán movilizados como instructores de taquigrafía para soldados inútiles. La premisa dará pie a situaciones picarescas y también amargas, en las que, a pesar de las vicisitudes, ni los protagonistas ni el director perderán el buen ánimo y la sonrisa. La factura que le imprime a su nueva criatura es de un clasicismo plástico y teatral, preciosista, con el que sólo rivalizan Peter Greenaway y los hermanos Taviani.

Borrar recuerdos en películas

Por increíble que parezca, todo cuanto enseña Boorman es verídico. El bautismo como fumador, con cigarrillos involuntariamente mentolados, el robo del reloj del comandante del regimiento, símbolo de otra época, o sus escarceos con una frágil y reservada estudiante de Filosofía a la que Billy bautiza oportunamente como Ophelia, por sus tendencias depresivas y suicidas, son hechos que sucedieron de verdad en los felices años 20 de Boorman.

“La relación entre memoria e imaginación es muy misteriosa”, afirmó Boorman. “Si me cuentan una historia sobre algo que haya sucedido de camino al aeropuerto, se estará aplicando imaginación a la memoria. Lo mismo pasa con este film. Lo único que lamenté de Esperanza y gloria es que estaba basado en mis recuerdos de infancia, y ahora los he perdido todos y sólo recuerdo la película. Ahora ha vuelto a pasarme: la ficción ha usurpado mis memorias de nuevo. La escena de mi primer cigarrillo, por ejemplo, estaba muy vívida en mi mente. Ya no”, dijo el director británico.

Reina y patria es una película sobre la pérdida de la inocencia grabada sin ninguna inocencia. El eje vehicular es la coronación de la reina Isabel II, la primera en ser retransmitida por televisión (la monarca se convirtió el pasado martes en la más longeva en el trono británico, superando así a su tatarabuela Victoria). Boorman filma el acontecimiento como un punto de encuentro familiar, como un espacio para la esperanza en el nuevo mundo que se ha abierto tras 1945. Con una ironía muy fina, el director hace suya aquella certera sentencia de Giuseppe Tomasi di Lampedusa en El gatopardo: “Cambiar todo para que nadie cambie”.