Guerra de nervios: 'my week in LA'

31 de marzo de 2022 00:01 h

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Ayer fue un día agotador, especialmente por la tarde noche. Una de las razones secretas por la que estoy en Los Angeles, (además de acudir de la mano de Penélope al Dolby Theatre y vivir in situ si a su nominación le quedaba todavía un camino por recorrer o si el premio era la nominación) es encontrarme con algunos actores pensando en el casting de la película de Cate Blanchett basada en cinco relatos de Lucia Berlin (extraídos de su biblia Manual para mujeres de la limpieza). Es un secreto a voces, pero del que yo no puedo hablar, órdenes de El Deseo. No se debe hablar de las cosas hasta que no estén atadas y bien atadas por contratos.

Nada más llegar a la ciudad y ver a nuestro distribuidor, Sony Pictures Classics, nos llegan los primeros rumores de que las tornas han cambiado respecto a los meses pasados, en esa misteriosa carrera de obstáculos que es el oscar race. Los cambios, que después se me repiten como ritornelo en los múltiples encuentros que tengo a lo largo de la semana, es que no será El poder del perro la ganadora, ni siquiera Belfast, sino Coda. Y que Penélope es la segura ganadora en su categoría, que por alguna razón ha escalado los puestos que virtualmente le faltaban para encumbrarse. Los rumores vienen de bocas de periodistas especializados y miembros de la academia. Yo me alegro por la parte que me toca, pero aquí las alegrías siempre van acompañadas de una cara B de decepción y miedo, porque se trata solo de rumores. Las categorías están muy abiertas, excepto la de mejor actor (Will Smith), mejor actriz secundaria (Ariana DeBose), mejor director (Jane Campion) y que en el apartado técnico Dune arrasará.

Yo trato de no pensar en ello, sería algo histórico, ya lo es la candidatura de Penélope por una película española, y me centro en el casting de Lucia Berlin. Después de mi sesión de encuentros que alcanzan las cuatro o cinco de la tarde, tenemos que acudir al Museo de la Academia, el de las ciencias y artes cinematográficas, que han tenido el detalle de llenar una sala, a la que le llaman Galería, con doce pantallas que a su vez reproducen doce clips con imágenes de todas mis películas, divididas por temas (Familia, Sexo y Deseo, Musicales, Café Müller, Noir, Madres, Comedia, El amante menguante, etc.).

Yo me he encargado de montar esos clips y elegir mis propios temas, ha sido la primera vez que desde la sala de montaje hago que mis películas dialoguen entre sí, basándome en los temas que las recorren desde que empecé en este oficio. Ha sido un ejercicio de autodescubrimiento que sobre todo me ha reconciliado con mi propia obra, algo que nunca me había planteado porque no veo mis películas. Me he sentido muy orgulloso especialmente de toda la gente con la que he trabajado, actores y técnicos. Caminando entre las doce pantallas, llenas de primeros planos de Victoria Abril, Marisa Paredes, Carmen Maura, Penélope Cruz, Antonio Banderas, Caetano Veloso, Pina Bausch, y un largo etcétera me siento como un fantasma al que le han permitido visitar un lugar donde lo que está vivo es lo que las pantallas reflejan, de algún modo una metáfora de lo que ocurre en esta ciudad. Todo gira alrededor de las imágenes que se proyectan en las pantallas domésticas y en las de las salas de cine. En el peor de los sentidos las vidas de las personas importan poco comparadas con las de los personajes que componen la historia de las películas y series, a no ser que las personas sean la inspiración de algunas de esas películas, como ocurre con los biopics.

Son las 8:30 de la noche y después de una sesión de masaje me preparo para acudir a la fiesta que organizan la revista W Magazine y Saint Laurent. Problemas con la elección de modelo. En estas ocasiones no hay nada peor que ser bajito (yo, que a los 13 años pensaba que iba para alto, al menos en comparación con los chavales del colegio) y con un abdomen que dice todo el tiempo “aquí estoy yo”. Me fui a probar a la tienda ropa de la firma hace dos días, dejé que me pusieran cosas encima y a veces, por no comportarme como una estrella, les digo a los dependientes que sí a casi todo. Pero la soledad de mi habitación no admite mentiras, mucho menos frente al espejo. En el espejo la cruda realidad se manifiesta tal cual, cruda y real, la chaqueta que me han mandado, bajo el escrutinio de asistentes y dependientes, es preciosa, como con espejillos, sin llegar al swarovskismo. En la habitación se manifiesta como lo que es, perfecta si yo no tuviera el abdomen con una denominación de origen tan manchega. Total que no me la pongo. Opto por todo lo demás, camisa negra de seda con el logo que no se ve, sombrero rosa palo y zapatillas del mismo color. Me siento inseguro. Mis dos ayudantes deciden paliar mi inseguridad e imponerse. Lo último que pretendo es que parezca que pretendo llamar la atención en Hollywood, dos días antes de la ceremonia de los Oscars, pero soy débil y aunque no me paguen me siento comprometido con llevar algún elemento de la firma.

Afortunadamente Cate Blanchett, como Embajadora de Buena Voluntad de UN (ACNUR) me manda un mensaje en el que también alude a la realidad, y esa sí que es cruda, la de los refugiados. De todo tipo, etnia y color de piel, todo aquel que huye de la injusticia, la guerra, el hambre, la esclavitud, (no solo Ucrania sino en Birmania, Afganistán, Yemen, Sudán del Sur, y muchos otros países) están representados en un lazo azul que Cate me ruega que adorne mi traje. Me pongo el lazo con entusiasmo. Dentro del frenesí que nos rodea en este momento, al menos encuentro un elemento que me conmueve y me conecta con el mundo y la barbarie que nos domina.

Llegamos a la fiesta y me encuentro con un montón de nominados, algunos de ellos fans. No acabo de acostumbrarme a que me digan “he crecido con tus películas”, no solo porque me hace sentirme mayor, eso es irrelevante, sino por puro pudor. Uno de ellos es Joachim Trier, el director de la deliciosa La peor persona del mundo, me comenta cómo le gustaron Entre tinieblas (1983) y Matador (1985), lo que le convierte en un fan histórico. Después me encuentro con Paul Thomas Anderson, nos conocemos hace tiempo, en 2002 le entregué en el Festival de Cannes el premio de mejor director por un título impronunciable para mí Punch Drunk Love y que vivimos intensamente aquella noche por las discotecas de la Riviera Francesa. Conozco a los dos protagonistas de su Licorice Pizza, Alana Haim y Cooper Hoffman, ambos derrochan el mismo encanto que en la película y tengo que decírselo a los dos. Hace años que no aparecían en el cine dos presencias como las de ellos, tan frescas, tan seductoras, tan personales. Me enamoré de ellos, tanto como la cámara que los filmó en la película.

Me cruzo con Zendaya y me comporto como un vulgar fan, le pido una foto. Le comento que estoy deseando verla en películas con personajes reales donde pueda desarrollar lo que ya ha demostrado. No creo que entienda una sola palabra de las que le digo

El lugar de la fiesta, en Los Feliz, ofrece unas vistas impresionantes de Los Angeles. Hay ocasiones en que es maravilloso comprobar que algunos de los lugares de esta ciudad, mitificados por las películas, poseen en realidad el mismo poder de fascinación en la realidad. Downtown se ve como una especie de espejismo, un skyline fantasma que recuerda a Blade Runner 2049.

Me cruzo con Zendaya y me comporto como un vulgar fan, le pido una foto y me sorprendo por lo alta y guapísima que es. Acostumbrado a verla con el cutis descuidado de Euphoria, me sorprende el esplendor de la actriz al natural. Le comento, y es cierto, que estoy deseando verla en películas con personajes reales donde pueda desarrollar lo que ya ha demostrado, que es una gran actriz. Una actriz adulta. Como demostración está su interpretación en la muy irregular Malcom and Marie. No creo que entienda una sola palabra de las que le digo.

Son las 12:30 de la mañana del domingo, todavía quedan más de dos horas para salir hacia el Dolby Theatre. Inevitablemente pienso en esta misma situación, hace veinte años, cuando vine nominado por Hable con ella. Dos nominaciones al Oscar, dos guerras, bien diferentes en este caso. Entonces era la de Irak, los americanos ya habían invadido Bagdad, con el noventa por ciento de los españoles en contra y los del PP a favor (han pasado veinte años y todavía siguen desaparecidas las armas de destrucción masivas). Recuerdo ver la noche desierta de Bagdad y los ladridos de un perro, en mi ordenador. Es la primera imagen que guardo de todo aquel atropello.

En el camino al Dolby Theatre la ciudad parecía toda ella el escenario de una película bélica, controles en cada esquina, más policías que viandantes, helicópteros en el cielo como Apocalypse Now. Solo faltaba Wagner. Daba miedo. Ahora hay otra guerra, una guerra de verdad, con tanques, misiles, miles de muertos y heridos, toques de queda, una pesadilla que nos recuerda lo peor del siglo pasado y que parecía que nunca iba a repetirse; pero en las calles de Los Angeles, especialmente donde vivo, en Sunset Boulevard, se elevan descomunales los billboards con las películas de Netflix dominando todo el boulevard. La única película anunciada que no es de Netflix es la nuestra. A pesar de la burbuja en la que vivimos, en los pocos momentos de silencio, las imágenes de la guerra de Ucrania y el apocalipsis de los países colindantes surgen en el aire como hologramas tan visibles como las palmeras, que permanecen fijos e insistentes en estas horas en que todas las estrellas del universo cinematográfico y televisivo están en manos de maquilladores, peluqueros y estilistas. Su guerra es una guerra de nervios. No exagero. Me oprime el corazón pensar en ello, en la guerra real. Llevo el lazo azul de Cate para recordar que no somos insensibles a tanto dolor, muerte, violaciones, pobreza y la simiente indefinida de todo el odio y sed de venganza que genera una guerra.

En el camino al Dolby Theatre voy mirando por las ventanas del coche, incómodo dentro de mi esmoquin, y compruebo las diferencias en esas mismas calles hace veinte años, ahora están casi desiertas con la excepción de unas cinco o seis personas con pancartas a favor del aborto, que nos ofrecen lazos verdes. Dudo un momento, pero, aunque comparto la causa, prefiero no colgarme más lazos.

Nada más llegar, al inicio de ese gran bazar que son los prolegómenos de la alfombra roja, la publicista de la película, Melody Korenbrot, me pregunta si quiero integrarme en la corriente de la alfombra roja ribeteada por los profesionales de los medios que te miran con ojos escrutadores para pasar de ti o rogarte que les dediques unas palabras, además del posado de fotos, etc. o si quiero seguir por un camino paralelo también alfombrado en rojo, que nos lleva hasta el gran vestíbulo del teatro. Yo me inclino por el perfil bajo, ya que los nominados son Penélope y Alberto Iglesias, yo voy como acompañante.

Al llegar al descomunal vestíbulo del teatro, cojo una botella de agua y me intento hacer un selfie con Jack Lemmon detrás, en una gran foto del momento en que recibió su Oscar y más que el premio lo que reluce es su característica y maravillosa sonrisa. Se me acercan Denis Villeneuve y Kenneth Branagh, me los encuentro en todos los sitios, les deseo lo mejor a los dos, aunque es un deseo incompatible porque compiten entre ellos, Branagh me pregunta si es cierto que voy a hacer una película en inglés. Le confirmo que el proyecto existe pero que hay días que no supero el miedo que me produce. Me recuerda que él también es actor.

Dentro de una hora empezará la ceremonia, la gente en el gran vestíbulo bebe mucho champán y cotorrea. Yo entro en el teatro porque es el momento en que se van a dar los ocho Oscars excluidos de la ceremonia principal. En esta ceremonia menor solo asisten los nominados, sus familias y para que no se vean los huecos que luego ocuparán las celebrities han colocado a figurantes (todos somos figurantes, pero también en eso hay clases, ellos son figurantes de los figurantes célebres) guapos y guapas, rigurosamente elegidos.

Todos los que son importantes en la industria han protestado a la Academia por este atropello, pero es una imposición de la cadena ABC obsesionada con subir los datos de audiencia de la ceremonia que habían bajado considerablemente el año anterior.

Detrás de mí tengo a Francis Ford Coppola, con su esposa. Les saludo. Francis ha adelgazado considerablemente, le digo que hasta en eso sigue siendo un maestro para mí

Es duro, pero es así. La gala de los Oscars, como la de cualquier ceremonia de entrega de premios, es en realidad un programa de televisión cuyo tema es la entrega de los galardones más importantes en el mundo del espectáculo, y tienen que satisfacer a sus espectadores, que se aburren mortalmente cuando no ven una cara famosa (si es posible al borde de un ataque de nervios) y en cambio se encuentran con gente desconocida y emocionada que en ese momento recuerda a todos sus familiares con un dramatismo como si acabaran de ser víctimas de un tsunami.

Por dignidad ocupo mi sitio, del que no me levantaré hasta cuatro horas y media después. (¿No habían prometido que esta vez la gala sería más corta?). Además, Alberto Iglesias está nominado por la música de Madres paralelas, y uno de los cortometrajistas es español. Detrás de mí tengo a Francis Ford Coppola, con su esposa. Les saludo. Francis ha adelgazado considerablemente, le digo que hasta en eso sigue siendo un maestro para mí.

Este hombre, con fama de feroz, siempre ha sido muy cordial conmigo desde que le conocí durante el rodaje de Drácula.

En el patio de butacas hace un frío helador, en Estados Unidos la temperatura ideal son los 15º. A mí que tengo hiperreactividad bronquial me saca de quicio. Mi primer gesto cuando entro en la habitación de mi hotel es quitar el aire acondicionado, aunque sea agosto, y prohibir que nadie lo vuelva a encender. La única estrella que asiste a estos premios es Nicole Kidman, con su marido. Entre premio y premio voy a saludarla, en ese momento su marido se está quitando la chaqueta para ponérsela a ella, antes de que se crionice como Walt Disney.

Gana el cortometrajista español Alberto Mielgo por El limpiaparabrisas y Hans Zimmer le roba la estatuilla a Alberto Iglesias.

Por fin, llega Penélope acompañada de Javier, y empieza la Gala de verdad. Lo anterior ha sido un sucedáneo. Después del primer premio Javier tiene que quitarse la chaqueta para cubrir con ella los hombros de su esposa, crionizada y expectante.

Pasan los premios, ustedes ya los habrán visto (así que no digo nada), y empiezo a sufrir un gran dolor de cabeza. A pesar de no quitarme las gafas negras, hay un foco en la parte superior del escenario que me da directamente en los ojos que activa mis migrañas. Voy al green room con Penélope y Javier Bardem. Él saluda a todo el mundo con una alegría envidiable, Penélope lleva un vestido negro con una cola de varios metros, para no pisársela prefiero mantenerla en el aire, detrás de ella, como si fuera un paje. Nos cruzamos con la Kidman, que se nos queda mirando con ojos sorprendidos por la imagen que damos, le digo: “Mira lo que los directores hacemos con las actrices”. Y se queda pensando en ello. Dentro del green room puedo beber un vaso de agua y tomarme mi analgésico para que el resto de la noche no sea un infierno. Saludo a Robert De Niro, por el que no pasa el tiempo. Ambos recordamos que, en 1992, en el Festival de Cannes nos pusieron la banda de la Legión de Honor, máxima distinción francesa. Javier ha visto más allá a Al Pacino y exclama: “He visto a Dios”. Cuando me acerco al grupo aquello es una masa de talento, Javier no deja de abrazarle y Pacino sonríe deleitado. Le digo: “Tú Al Pacino, yo Al Modovar”. Y Javier se parte de risa. Creo que es el peor chiste que he hecho en mi vida.

Volvemos a la gala. Mi momento favorito es cuando aparecen en el fondo del escenario, caminando hasta colocarse en el centro, Francis Ford Coppola, escoltado por Pacino y De Niro. Stand up ovation para celebrar los cincuenta años de uno de los grandes monumentos que el cine ha dado. Clásico, transparente, pausado como el ritmo de los tres hombres que reciben la ovación unánime, que no ha perdido ni un fotograma de perfección. El Padrino. No se puede decir más.

Es la noche de los dos tríos. Consigo emocionarme incluso con la aparición de Samuel L. Jackson, Uma Thurman y John Travolta, para recordarnos que hace treinta años Pulp Fiction ganó el Oscar al mejor guion. Entre los tres leerán los nominados a mejor guion original de este año. De nuevo el cine celebrándose a sí mismo, lo mejor de sí mismo, recordándonos que Pulp Fiction fue la película más importante de los 90 y un veneno para la legión de imitadores que lo mismo que aparecieron desaparecieron.

Después: las fiestas. Sin darme cuenta continúo haciendo el casting para mi película con Cate Blanchett con algunas de las actrices con las que me encuentro. En la fiesta de Vanity Fair y la de Guy Oseary están todas las que quería ver. Las escaneo con mis ojos y hablo con todas ellas, evitando explicar las razones de mi mirada escrutadora.

Critico la gala con algunos amigos de confianza, nos quejamos, pero reconozco que por muy larga que sea la ceremonia, por muchas decisiones excluyentes que se tomen entre sus organizadores, siempre que me inviten yo estaré aquí. Es una debilidad.

Deliberadamente he obviado el episodio violento del que solo se habla al día siguiente. Yo estaba a escasos cuatro metros de donde ocurrió. En los planos generales picados yo soy la cabecita blanca que se ve en la foto.

Me niego a que ese episodio marque la gala y sea el protagonista de una ceremonia donde ocurrieron muchas más cosas y de mucho mayor interés. Ganó Drive My Car, para mí, sin discusión la mejor película del año. Y también el documental Summer of Soul, mi favorito. Como digo yo estaba muy cerca de los protagonistas y me produce una sensación de absoluto rechazo lo que vi y lo que oí. No solo durante el episodio, sino también después, en el discurso de agradecimiento, un discurso que más bien parecía el de un predicador. No se defiende ni protege a la familia a base de hostias, y no, el demonio no se aprovecha de los momentos culminantes para hacer de las suyas. El demonio, de hecho, no existe. Es un discurso fundamentalista que no debimos escuchar ni ver. Algunos agradecen que fue el único momento real de la ceremonia, se refieren a ese monstruo sin cara que son las redes sociales. Para ellos, ávidos de carroña, fue sin duda el gran momento de la noche.

Escribo esto un momento antes de que venga el coche para recogernos y devolvernos a Madrid. Hasta siempre. ¡Ah, y volved a las salas de cine!