Zombis en las estanterías de las tiendas de cómics y de videojuegos, en el programa de los cines multisalas, en la parrilla de la televisión... La moda de la narrativa con muertos vivientes impulsada a principios de siglo por filmes como Amanecer de los muertos o La tierra de los muertos vivientes se ha convertido en algo estructural. Y cuando parecía que los cadáveres andantes comenzaban a perder presencia en el mainstream, la adaptación televisiva del cómic The walking dead llegó al rescate para insuflar una segunda, tercera o cuarta vida a sus cuerpos en descomposición.
Por continuidad y capacidad de penetración en todas las narrativas de la cultura pop, podría decirse que el muerto viviente es el monstruo más característico de las dos últimas décadas. De un siglo que para algunos empezó con la demolición terrorista del World Trade Center neoyorquino. Y de un momento de la cultura popular plagado de pesadillas apocalípticas y postapocalípticas, de nihilistas finales del mundo que nos hacen pensar que nuestra realidad quizá no está tan mal.
El zombi conectaba con figuras del folklore como el vampiro, con quien compartía un cierto estado de no-muerto. Provenía de un lugar concreto, del Haití colonial y ocupado, de sus creencias autóctonas y la realidad de un esclavismo que todavía perdura. Los muertos vivientes haitianos más idiosincráticos llevaban grilletes visibles o invisibles porque servían a un bokor: un hechicero que había capturado sus almas y les hacía volver de la tumba para explotarles.
La magia y los hechiceros han sido cada vez más frecuentemente sustituidos por las explicaciones pseudocientíficas y las propagaciones víricas. De hecho, la huella haitiana raramente aparece en la multitud de productos de cultura y entretenimiento sobre zombis que se han generado en estas dos décadas de auge. El mito local se ha globalizado y ha perdido por el camino los vínculos con su origen.
El zombi cruza el Mar Caribe
¿Quién importó los muertos vivientes a eso que hemos denominado primer mundo? El periodista y escritor grecoirlandés Lafcadio Hearn o el sacerdote y escritor de cuentos para revistas pulp Henry S. Whitehead (Jumbee y otros relatos de terror y vudú) escribieron textos relacionados más o menos estrechamente con estos. La isla mágica, de William Seabrook, publicada originalmente en 1929, acabó de asentar el terreno para llevar el zombi a las pesadillas del público occidental.
Dos avispados cineastas, el productor y el director Victor Halperin y su hermano Edward, tomaron nota del éxito del libro de Seabrook y de Zombi, una obra de teatro del guionista y dramaturgo Kenneth Webb. La legión de los hombres sin alma, una producción independiente protagonizada por Bela Lugosi (Drácula), inauguró las historias de zombis en la gran pantalla. El resultado fue un modesto exponente de ese gótico colonial presente en obras quizá más redondas como El malvado Zaroff.
El filme de los Halperin conservaba la localización caribeña del zombi y su talante de mano de obra esclava. La posterior Yo anduve con un zombi mezclaba aspectos del muerto viviente haitiano y su naturaleza mágica con una historia heredera del gótico femenino de las hermanas Brontë, y más concretamente de su novela Jane Eyre. La realidad colonial, pero no el esclavismo, quedaba en el trasfondo del paisaje dibujado por Jacques Tourneur y el productor Val Lewton (responsables también de La mujer pantera), quienes dotaron de una estética atmosférica, onírica y vagamente poética a este memorable cuento de terror.
Poco a poco, el muerto viviente se estableció en la cultura pop anglosajona. Podía aparecer en películas (El rey de los zombis), en un serial fílmico protagonizado por Batman o en las viñetas de humor negro y terror cruel de Cuentos de la cripta y cabeceras similares. Se mostraba, además, como una criatura progresivamente versátil, capaz de olvidar su mágico origen cuando convenía. Porque podía habitar historias de hechicería caribeña (o camboyana, en la bastante desastrosa La rebelión de los muertos, firmada por Victor Halperin) y también aparecer en relatos más cercanos a la ciencia ficción de experimentos delirantes o efectos fantasiosos de la contaminación o la tecnología.
Cada cierto tiempo, alguna propuesta recupera la ubicación caribeña o la relación con la magia negra, pero estos elementos son notoriamente minoritarios en el flujo total de ficciones sobre muertos vivientes. Un ejemplo curioso fue La plaga de los zombis (1966), que trasladaba el mito haitiano al Reino Unido decimonónico conservando la mayoría de sus características: esta vez era un terrateniente local, conocedor de los secretos de la zombificación durante sus viajes, quien se procuraba de esclavos de ultratumba para convertir en rentable una mina abandonada.
También se puede destacar La venganza de los zombis (1974), cuya protagonista emplea a unos fantasmagóricos muertos vivientes como instrumento de un ajuste de cuentas perpetrado en Nueva Orleans y sus pantanosos alrededores. Se creaba así una cierta dialéctica entre el viejo esclavismo y unos Estados Unidos que, de facto, seguían segregados racialmente.
Los 50 años de hegemonía del zombi occidental
Algunos de los aspectos del zombi occidental estaban prefigurados en la literatura fantástica, en el relato “La plaga de los muertos vivientes”, del peculiar narrador y divulgador Alpheus Hyatt Verrill, o en la novela de apocalipsis vampírica Soy leyenda, de Richard Matheson (La leyenda de la casa del infierno). Con todo, el realizador George Romero fue quien definió la mitología del muerto viviente contemporáneo: un cadáver errante, movido por el deseo de comer carne humana, a quien se detiene causándole daños en el cerebro, y cuya mordedura es contagiosa.
El enfoque, esbozado en La noche de los muertos vivientes y terminado de perfilar en Zombi y El día de los muertos, incorporaba convenciones añadidas. Los filmes de Romero proyectaban desconfianza respecto al estamento militar y planteaban críticas progresivamente explícitas y autoconscientes a aspectos sociopolíticos de la sociedad de cada momento.
Este planteamiento siguió vigente durante décadas. Y muchas imitaciones replicaban, de manera no siempre consciente, el trasfondo antiautoritario o la sensibilidad izquierdista de los filmes originales. La hegemonía del modelo romeriano generaba una inercia progresista que se ha ido desvaneciendo en una extrema pluralidad de propuestas que a veces juegan a la crítica social (como Retornados o Train to Busan), a veces se distancian de esta (I am hero) y, en otras ocasiones, plantean juegos posmodernos con la historia (Zombis nazis).
Del zombi haitiano acostumbra a quedar únicamente una palabra de origen incierto, mientras salen del plano las imágenes de esclavitud y pobreza. El muerto viviente camina o corre, desorientado y sin memoria de su origen, por los escenarios del audiovisual global. Todo contra la voluntad de Romero, que originalmente quería referirse a sus monstruos como ghouls (demonios necrófagos) y no quería relacionar su creación con el mito caribeño. Resulta paradójico que el autor de La tierra de los muertos vivientes, un cineasta gustoso de incluir comentarios sociopolíticos en sus obras, contribuyese sin pretenderlo a la fijación definitiva de una especie de apropiación cultural.
La repercusión de Zombi, de George Romero, inició una cierta moda del género en los Estados Unidos y también en Italia. Lucio Fulci llevó a los muertos vivientes de vuelta a escenarios caribeños mediante Nueva York bajo el terror de los muertos viventes,a menudo comercializada como una (falsa) secuela del mencionado filme de Romero. Umberto Lenzi firmó Black demons, una desvaída cinta de posesiones localizada en Brasil que sí incluía la temática de la esclavitud... y fue estrenada en algunos países como falsa secuela del díptico Demons, realizado por Lamberto Bava.
Otro raro ejemplo de retorno del zombi a Haití fue La serpiente y el arco iris, recientemente reeditada por Reel One en una edición en formato Blu-ray que conmemoró el trigésimo aniversario del estreno del filme. Wes Craven (Pesadilla en Elm Street, Scream) llevó a su terreno terrorífico el discutido libro homónimo de no-ficción firmado por el etnobotánico Wade Davis. Davis trataba de encontrar una explicación objetiva al caso de un hombre aparentemente resucitado.
Para Davis, el uso de poderosas drogas anestésicas por parte de mafias esclavistas llevaba al sujeto a un estado de ralentización del organismo que podía confundirse con la muerte. Posteriormente, la administración de alucinógenos, la sugestión y las supersticiones, unidas al trauma del entierro y la presunta resurrección, llevaba a la víctima a creerse un muerto viviente. Craven y compañía decoraron el filme con desasosegantes escenas alucinatorias que pueden recordar la lisérgica Viaje alucinante al fondo de la mente, de Ken Rusell (Tommy).
Interpretado por Bill Pulman, el Davis real se convierte en el protagonista de terroríficas aventuras coloniales. Cuando intenta descubrir los secretos de la zombificación, se pone en el punto de mira de un alto cargo policial que ejerce también de hechicero capturador de almas. La versión fílmica del libro incorpora componentes sobrenaturales mezclados con la realidad represiva de la dictadura liderada por Jean-Claude Duvalier, y su colapso en 1986. La mezcla de materiales y géneros quizá no es demasiado respetuosa con las víctimas del régimen haitiano, pero resulta curiosa. Además, Craven y compañía consiguen regalar a la audiencia algunas escenas turbadoras e imágenes poderosas.