“No es lo que no sabes lo que te crea un problema. Es precisamente lo que sabes seguro, lo que lo hará”. La gran apuesta empieza así, con una frase de Mark Twain. El director, Adam McKay, ha elegido la frase de un escritor satírico del siglo XIX para abrir una película que, por momentos es graciosa por lo disparatado de lo que narra. Pero lo que cuenta no tiene ninguna gracia. Es la historia de nuestra historia; del mercado fraudulento, del capitalismo que se derrumba, de las hipotecas subprime en EEUU y de unos pocos tipos listos que vieron la debacle del sistema financiero antes que nadie.
La gran apuesta excava en los acontecimientos que llevaron al hundimiento de la primera economía mundial. Tiene ese aire cómico y dramático que La gran estafa americana dibujó, ese toque ágil como de screwball, fresco y luminoso. Aquí la comedia se oscurece en lo explícito: las prácticas de esos hombres de Wall Street que acostumbramos a ver en las películas, su total desprecio por las personas, su amor por el dinero, su humor tóxico, sus procedimientos y formas. McKay ha escrito el guión junto a Charles Randolph a partir del libro de Michael Lewis.
Es irónico que sea un gestor tuerto que trabaja para un fondo de inversión el primero que intuya que el mercado se derrumbará. Michael Burry (Christian Bale) lo ve, tan bien que aprovecha sus plenos poderes al frente de la entidad para vender los activos tóxicos de su empresa con la intención de salvarla.
No es un héroe; en La gran apuesta no hay hombres buenos. Hay inversores que intentan salvar su pellejo como Mark Baum (Steve Carrell), traders que huelen el dinero a distancia como el encarnado por Ryan Gosling y pequeños tiburones financieros que no dudarán en jugar al juego. Aun sabiendo que, al final, será la clase media la que pierda. Y no hay que perder la perspectiva, porque a veces parecerá que empatizamos con unos y otros.
Mentiras que se vuelven una estafa
Hay aspectos de la película que justifican cinco nominaciones. Hay otros que no tanto, como que la presencia de Margot Robbie -protagonista de El lobo de Wall Street- se limite a una aparición semidesnuda en la bañera para explicar lo que son las subprime. Hay muchos otros cameos, como el del chef Anthony Bourdain o el de Selena Gomez. Personajes que rompen la cuarta pared con clases de terminología financiera para dummies que bajan La gran apuesta al nivel de los no economistas. Y que, paradójicamente, la convierten en un big deal. Como un Brad Pitt que, en un glorioso papel secundario, encarna a un trader retirado, ético y benévolo: “Cada vez que el paro sube un 1% en EEUU, mueren 40.000 personas”, les dice a dos compañeros mientras se alegran por haber cerrado el mejor negocio del mundo.
Es una película ambiciosa con una tarea difícil. Quizá por eso desprende a veces una ligera actitud condescendiente hacia el espectador, que parece obligado a saber lo que son las subprime, los CDO (obligaciones de deuda colaterizada) o los MBS (bonos de titulación hipotecarios). Pero quizá no nos merecemos al chef metaforizando las sobras del pescado para explicar productos financieros, o a la actriz apostando al blackjack mientras habla de riesgo-beneficio. La que más duele es Margot desnuda en la bañera. Parece aquel chiste de “¡Sexo gratis! Ahora que tengo tu atención...”
La gran apuesta recorre esos tres años negros -de 2005 a 2008- en los que se fraguó la mayor estafa financiera de nuestra historia. Una mentira dentro de otra mentira, envuelta en otra mentira. Bancos que, por estúpidos o por ignorantes, olvidaron las reglas del juego y primaron el beneficio sobre la ley, con las consecuencias que bien conocemos: millones de familias en bancarrota, personas sin hogar y parados que se contaron por miles. Después todo eso llegó a Europa y la historia ya nos la sabemos. Casi todos los banqueros fueron malos, aunque La gran apuesta, a veces, casi nos haga querer pensar lo contrario.