No existe el silencio en el cine de Edgar Wright. La imagen alberga en sus confines un collage de sonidos que, aunque en apariencia se proyecten en múltiples direcciones, operan como partitura en la sombra de la narración. Lo visual se subordina a lo auditivo en un mundo regido por la música. O al menos, por la musicalidad que puede extraerse de sus logros.
No cuesta, en ese sentido, extraer la cadencia común que comparten Spaced, la sitcom que esbozó el tono que tomaría el realizador británico en adelante, y Baby Driver, su celebrado primer gran proyecto en Hollywood, por más que las separen casi dos décadas y un considerable diferencia presupuestaria. De la escena en la que el ravero Tyres (Michael Smiley) orquesta un ritmo bailable con el conjunto de ruidos que se producen a su alrededor; pasamos a la orfebrería rítmica que implica replicar el Tequila de The Champs con los disparos en un tiroteo. La misma idea compositiva se estiliza a fuerza de repetición.
De igual modo que sus diálogos se nutren de las rimas, mediante paráfrasis y homofonías, su narrativa se construye sobre este obstinato transversal: el ritmo lo mueve todo.
Parece lógico que el género del vídeo musical se determine como idóneo para la afinación de este harmonioso régimen que Wright impone a su puesta en escena. Como hiciera Tony Scott, uno de sus referentes más evidentes, el responsable de Zombies Party ha encontrado en las artesanías publicitarias un campo para experimentar con las formas que debían adoptar sus películas. No en vano, fue un clip para el dúo de electrónica Mint Royale, Blue Song en 2003, el que sirvió como anacrusa de lo que 14 años después acabaría siendo Baby Driver.
Colors, el corte que da nombre al decimotercer álbum de Beck, obtuvo esta primavera un tratamiento audiovisual a cargo de Wright, en lo que supuso su segundo encargo después de hacer de Ansel Elgort su trasunto al volante en el filme de persecuciones (el anterior fue el spot Choose Go para Nike). Rodado en estudio durante dos semanas a mitad de marzo y estrenado tras una intensiva labor de postproducción a finales del mismo mes en Apple Music, esta pieza suena como una perfecta culminación del estilo de su director, amén de una impropia entrada en la escena del videoclip contemporáneo.
Mientras la demanda de éxito homogeneiza las estéticas como simple escaparate del producto, Colors se esmera con impulso compulsivo en crear imágenes distintivas partiendo de la materia prima sonora, sabiendo leer en la clave correspondiente.
Un pentagrama sin fusas, solo redondas
La cartera de videoclips de Edgar Wright no es particularmente prolífica; al contrario, su productividad se aleja de la de popes coetáneos como Spike Jonze o Michel Gondry. Él mismo criba en su currículo sus primeras aproximaciones al género, alumbradas en los noventa y difíciles de rastrear aun en el incuantificable catálogo virtual de internet. Hay que girar la bobina hasta 2001, un año clave pues marca el final de Spaced, su primera pica con filo autoral en su filmografía, para dar con trabajos documentados.
El catálogo de artistas que disponen de sus servicios tampoco es extenso. A menudo estamos ante solistas y grupos con los que Wright mantiene una relación colaborativa más o menos continuada. El de Beck es el ejemplo más evidente: el compositor que triunfara proclamándose un perdedor (Loser) en 1995 arrimó el hombro en la banda sonora de Scott Pilgrim contra el mundo en 2009 y cedería luego un tema indispensable a la lista de reproducción que vertebra la trama de Baby Driver, DebraDebra.
Nos encontramos así con apenas una decena de cortos musicales entre 2001 y 2018, si bien todos ellos resultan ciertamente personales en su ejecución. En mayor o menor medida, evidencian la importancia de la concienzuda conjunción de imagen y sonido, y marcan la evolución y refinamiento de un discurso coherente y sostenido.
Las coreografías del movimiento y la cámara armonizan un ideal de realidad. Los comparecientes en el plano respiran y se mueven en base a una cadencia controlada, como marionetas del compás. Danzan más que viven, o viven porque danzan, puesto que la música prefigura la existencia. En After Hours (2002) del cuarteto The Bluetones, una docena de niños emulan a los gánsteres de cine, remedando los tics de los adultos a lo largo de una larga toma única. En la ya aludida Blue Song, un conductor de atracos con la cara de Noel Fielding calcula el tiempo para el golpe en base a esa canción.
Esta percepción de lo real se ajusta a acordes no solo melódicos. Así como Zombies Party, Arma fatal y Bienvenidos al fin del mundo proponen recontextualizaciones de los tropos del terror, el policíaco y la ciencia ficción en entornos cotidianos, estas píldoras resignifican estéticas muy reconocibles partiendo de la pista como eje.
En manos de este archivista de mil y una cinematografías, la cita se torna indispensable para dar altavoz a la propia identidad: su interpretación de Psychosis Safari, tercer single del disco debut del Eighties Matchbox B-Line Disaster, subraya la afinidad del psychobilly por el cine de terror clásico, aludiendo incluso al efímero reclamo que fuera el 3-D a raíz de cintas como Los crímenes del museo de cera; After Hours se concibe como una réplica a/de Bugsy Malone, intuyendo ciertas notas comunes entre el sandunguero éxito de la agrupación de britpop y la composición orquestada por Paul Williams para el primer largometraje de Alan Parker.
Aunque si ha de resaltarse un cortometraje sobre el resto será el segundo que dirige para la excomponente Ash Charlotte Hatherley, bajo el contundente título Bastardo (el primero sería Summer). El guitarreo juvenil y la trova narrativa se representa en forma de fotonovela, expresando cada verso sobre una sucesión imposible de viñetas, fotografías y bocadillos. Lo hace huyendo del estatismo en el que podría caer una planificación tan milimétrica, con un montaje de tempo acelerado, combinación de paneos y rapidísimos cortes que apenas se abarcan la extensión de una sola sílaba.
Casi podría entenderse este abrumador y divertido clip como un primer ensayo artesanal sobre la hibridación entre los lenguajes del tebeo y el vídeo, que confluirán con pasmosa fluidez en su adaptación posterior de Scott Pilgrim contra el mundo. De nuevo, una película narrada desde una perspectiva procesada a partir de la saturación de referentes con la que se han criado los tardoadolescentes de los dosmil.
La personalidad sinestésica
Precisamente en el último filme mencionado, Wright sella su asociación creativa con el director de fotografía Bill Pope, con quien repite en Bienvenidos al fin del mundo y Baby Driver, así como en el clip Gust of Wind para Pharrell Williams y en Colors. Una asociación determinante para que el director corone la cima del estilo sobre el que venía experimentando. Porque si su concepción del montaje –tanto externo como interno- de la imagen había sido el timbre que identificaba su voz como creador, el uso que hace del color sube progresivos tonos en su discurso, agudizándolo.
El vídeo que le comisiona el otrora N*E*R*D para publicitar su segunda referencia en solitario, G I R L, viene caracterizado por los mismos rasgos comentados. Tanto las danzarinas que rodean al rapero y a los tótems que simbolizan a Daft Punk como el otoñal escenario emplazan a recordar la poética del movimiento fotografiada por Zhang Yimou en Hero. Estos elementos, cabe decir, se disponen con una mayor sobriedad, y lo hacen con una paleta cromática mucho más codificada: rojo y ocre y blanco. Del equilibrio de sus fuerzas se obtiene un vaporosa sensación de serenidad –casi como una ráfaga de viento- adecuada a un medio tiempo como este.
De nuevo, este videoclip intachable para Pharrell parece una práctica sobre lo que lleva al extremo en el que le encomienda Beck algo más de tres años después. Si consideramos los anteriores ejemplos como sucesivos borradores, este se presenta como el culmen de su estudio.
En Colors, el cantante y la actriz Alison Brie, ambos en escala de grises, ejercen de voces principales que marcan el ritmo de un cuerpo de baile pintado de azul y amarillo. En el universo planteado, el contraste entre la viveza de dichos pigmentos se acentúa en la ausencia del resto (salvo pequeñas fugas, en los labios rojos de ella y la vistosa flor en la solapa de él) y se potencia en la edición (150 planos picados en 4 minutos y 23 segundos) y la planificación hasta adquirir un tinte sinestésico.
De nuevo, Wright efectúa una lectura connotativa del material y hace literal el lema del estribillo: “Mira los colores, haz los colores, siente los colores”. En este caso, lo logra con una geométrica coreografía (diseñada por Ryan Heffington) que remite, una vez más, a un referente preciso, Busby Berkeley (no en vano, la propia vestimenta del dúo estelar los transforma en émulos de Dick Powell y Ruby Keeler); y una puesta en escena que diríase cerca de la abstracción de La montaña sagrada de Alejandro Jodorowsky.
La remezcla de estas capas, la simetría del plano, los calculados movimientos de la danza y cámara, la intensa temperatura cromática y las sincopadas transiciones funcionan como una representación visual de la propia música a la que acompaña. Estamos así ante una experiencia sensorial intensa, inmersiva. Incluso alquímica, pues no hace sino visualizar el sonido, darle forma.
Lo visual existe por mandato de lo audible. El filarmónico Edgar Wright no entiende una cosa sin la otra. De ahí que en su corpus la ligadura se haga tan patente y sus largometrajes impongan un ritmo tan rotundo. De ahí también que sus videoclips resulten igual de sustanciosos. En casos como el de Colors, este género a priori publicitario, adyacente, asume autonomía precisamente por entender las relaciones entre lo que contemplamos y escuchamos.
Fotografía, corte, movimiento y ambientes se conjugan para crear una ilusión musical. De ahí que no exista el silencio en la obra de Edgar Wright. Aunque no haya necesariamente música, se siente igual.