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Parece que 2019 está siendo, mal que nos pese, un año de testamentos fílmicos. Con Dolor y gloria, Pedro Almodóvar se enfrentaba a sí mismo en un viaje hacia lo íntimo lleno de recuerdos que alimentaron, de una forma u otra, su obra. Con Érase una vez en... Hollywood, Quentin Tarantino se recreaba en sus días de cinéfilo empedernido ofreciendo una lectura nostálgica de una industria de Hollywood en plena era de cambio de paradigma.
Ahora es Martin Scorsese quien vuelve sobre su cine para ofrecer una visión madura y desmitificadora de la figura del gánster tal y como la conocemos. Una vuelta a los orígenes de un realizador que cambió el cine criminal, y que ahora reevalúa el significado de sus creaciones.
El Irlandés es un recorrido por la filmografía de su director, por su lenguaje y sus hallazgos, claroscuros y lugares comunes. Es, también, una ofrenda a sí mismo y a gran parte del cine más influyente del pasado siglo, generosa en tanto a su duración y las entregadas actuaciones de Robert De Niro, Al Pacino y Joe Pesci. Se trata además de una maravillosa crónica negra de un país cuya historia ha estado siempre manchada de sangre.
El Irlandés es la crónica de la vida de tres hombres que cambiaron el devenir de su país. Todo comenzó por casualidad cuando un veterano de guerra llamado Frank Sheeran -interpretado por Robert De Niro-, conoció a Russell Bufalino -al que da vida Joe Pesci-, padrino de la mafia de Pennsylvania, en una gasolinera alejada de la mano de Dios. Sheeran trabajaba como repartidor de carne y se le había estropeado el motor del camión. Bufalino le ayudó a ponerlo en marcha y nació entre ellos una amistad que, más tarde, le convertiría en su 'chico de los recados'.
Durante años, Sheeran, conocido como 'El Irlandés', fue un sicario de la mafia de probada eficacia y sangre fría. Pero un buen día Bufalino le presentó a Jimmy Hoffa -Al Pacino-, uno de los líderes sindicales más poderosos de Estados Unidos. Entonces se convirtió en el hombre de confianza de este y pasó a formar parte de las amistades íntimas de algunos de los círculos más poderosos -y peligrosos- del país.
Conjungando de forma magistral el relato micro y el macro, Scorsese narra los momentos álgidos y los más bajos de un tríangulo de poder. Al tiempo que conforma una crónica a través de cuarenta años de siglo XX.
En 2002, Scorsese gustaba de manchar de rojo sangre la nieve cuajada en las calles de Five Points -mítico barrio marginal de Manhattan-. Lo hacía en Gangs of New York, coreografiando de forma epatante las batallas callejeras de los Bowery Boys -nativos americanos de ascendencia británica-, con los Conejos Muertos -inmigrantes irlandeses-. Los anuncios y los pósters de aquella película tenían un eslogan que vertebraba gran parte de la filmografía del realizador italoamericano: “América se forjó en las calles”.
En El Irlandés, Scorsese aborda de forma contundente un relato sobre cómo los ideales siempre estuvieron un escalón por debajo de los intereses en Estados Unidos. Cómo líderes sindicales se codeaban con la mafia mientras decían defender los derechos de la clase trabajadora. Cómo la Cosa Nostra apoyó a líderes conservadores como Nixon y este les devolvió el favor mediante indultos. Cómo los Kennedy cargaron con el peso de la legalidad contra el crimen organizado, y cómo este supo defenderse pero también atacar.
Es decir que, además de en las calles, América se forjó también en despachos sindicales y restaurantes italianos de lujo. Casi veinte años después de Gangs of New York, ha quedado sobradamente probado que el cine de Scorsese se significa como la historia negra de Norteamérica -si no quedó probado ya en los setenta-. La de sus bajos fondos y pesadillas alienantes urbanitas.
Pero con El Irlandés su obra se entiende y se significa más que nunca como una crónica de sus cloacas sistémicas por su gravedad y rigor, también por su condena dramática. Lejos del -contagioso- cinismo de El lobo de Wall Street, del goce esteta de Gangs of New York, de los excesos dramáticos de El aviador o de la toxicidad de Taxi Driver.
Con todo, decíamos, El Irlandés no se limita a ser una crónica de tiempos aciagos -que ya es mucho-. Es también una suerte de reescritura audaz de una forma de entender el cine criminal y sus héroes. Un cine que Scorsese ha trabajado durante años y del que él mismo es y será adalid.
Desde Malas Calles hasta Boardwalk Empire, pasando claro está por Uno de los nuestros, Scorsese siempre se ha servido de determinados tropos exlusivamente masculinos para configurar su cine. Johnny Boy, Travis Bickle, Jake La Motta, Rupert Pupkin, Henry Hill, Nicky Santoro... no son solo protagonistas de sus películas: son y han sido modelos de conducta ampliamente influyentes en la ficción contemporánea -y fuera de ella-.
Sin embargo, con El Irlandés, Scorsese ha dado a sus 76 años un paso adelante para abordar el crepúsculo de todos ellos. Ha reescrito lo que significaban para él aquellos mafiosos, para ofrecer una solvente lectura moral de lo que serían ahora si tuviesen su edad. Lo ha hecho captando y profundizando en la vejez y la degradación moral y física de los personajes de De Niro, Pacino y Pesci. El resultado es del todo fascinante.
Se puede argumentar, sin embargo, que El Irlandés fracasa en el cometido emocional de un tercer acto cuyo concepto resulta más atractivo que eficientemente ejecutado. Scorsese propone una especie de búsqueda de redención emprendida por Frank Sheeran en sus últimos años de vida, todo ello para ofrecer un retrato de un hombre completamente solo y abandonado por su familia y amistades. Pobre y benevolente castigo para un asesino a sangre fría, si nos ponemos serios.
Pero además, resulta casi ridículo que recurra para ello a personajes secundarios de los que ha prescindido absolutamente durante todo el relato. El Irlandés es una película que no atiende a casi nadie más allá del trío protagonista. Y en ella, las mujeres que rodearon a Sheeran, Bufalino y Hoffa son poco más que mobiliario. Cuerpos que fuman, visten bañador o son diana de chistes machistas. Bueno, también hijas a las que proteger o nietas a las que amenazar.
Especialmente grave es el caso de Anna Paquin, cuyo personaje cuenta con, a lo sumo, dos frases pero cuyo drama definitorio es que dejó de hablar con su padre, Frank Sheeran, después de corroborar a qué se dedicaba. Sobre ella y el resto de hijas de Sheeran carga Scorsese la responsabilidad de un clímax emocional que nunca conecta por la invisibilización narrativa a las que se las ha sometido durante más de dos horas de metraje.
Pero incluso en este tercer acto, El Irlandés se muestra eficaz como reinterprecación de las escrituras scorsesianas. No en vano, la vejez y el remordimiento llevan a Frank Sheeran a considerar su relación con la fe. Hace despertar en él un sentimiento religioso más apegado al perdón que a la tradición.
Scorsese, que desde Malas Calles a Silencio, pasando por Kundun, se ha preocupado siempre por elaborar discursos sobre lo que significa la fe en el contexto contemporáneo, nos propone ahora un De Niro esforzado en aprender a rezar cuando el habla, por la edad, ya le resulta complicada.
De hecho, el realizador italoamericano deja en manos de un clérigo, que le pide confesión, la posibilidad de redención de este sicario. Pero los años y la experiencia, le han dicho a Scorsese que esta resulta ser realmente complicada. Que los mafiosos nunca podrán dormir tranquilos y por eso duermen siempre con la puerta entreabierta.
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