Jonathan Glazer muestra el Holocausto como nunca antes: “Tenemos que reconocernos en el perpetrador”
Si como se suele decir un travelling es una cuestión moral, si cada plano esconde una postura ante el mundo y es una decisión política, la pregunta se eleva hasta dilema indescifrable cuando se trata de representar lo irrepresentable. ¿Cómo se muestra el horror de los crímenes que los nazis perpetraron en sus campos de concentración?, ¿cómo contar el Holocausto?, ¿es moral dramatizar y reconstruir sus muertes? Ante ello siempre se pone el mismo ejemplo, el de Claude Lanzmann, que en su obra maestra, Shoah, y en sus discursos, argumentaba que no. Que aquella maldad solo podía ser contada desde la voz de las auténticas víctimas.
Sin embargo, a Hollywood normalmente le ha importado poco, o incluso nada, la opinión de Lanzmann. Cada año llegan numerosas obras que cuentan historias sobre el Holocausto. Todas contadas desde el mismo punto de vista, el de las víctimas. Fue Martin Amis quien en su novela La zona de interés giró todo. De repente una ficción se contaba desde los verdugos. No se incidía en sus crímenes, sino en sus pasiones y en sus vidas cotidianas. Un triángulo sentimental con campo de concentración de fondo. Quizás por ello la novela fue polémica y muchas editoriales habituales del autor decidieron no publicarla.
Fue la lectura de aquella novela la que hizo que el director Jonathan Glazer decidiera rodar una película sobre el Holocausto. Encontró la forma de afrontar el reto. Su versión ―que llega este viernes a las salas― tiene poco que ver con la obra del escritor ―que falleció horas antes de que el filme se presentara en Cannes, donde ganó el segundo premio―, y sin embargo es la única adaptación posible. Glazer recoge la esencia del libro de Amis y consigue mostrar el Holocausto como nunca antes lo había hecho el cine. No hay un solo muerto. No hay una sola escena truculenta en La zona de interés. Lo que hay es un retrato de la cotidianeidad de una familia nazi. Una mirada a la banalidad del mal que es un puñetazo en el estómago. Una película para el recuerdo que se convierte casi en una experiencia física. Uno sale con mal cuerpo, como si hubiera vivido un mes con la familia Höss.
Glazer tiene claro que fue el proyecto más complicado de su carrera, y que aunque a nivel narrativo el filme se parezca poco a la obra de Amis, había que mantener el crédito de adaptación, porque sin el libro nunca la hubiera hecho. “El libro de Martin Amis me mostró la forma de hacer este proyecto. Es el retrato del perpetrador. El libro era un trabajo con personajes ficticios basados en estos personajes reales. Yo, a través de mi propia investigación, entré en los mismos textos primarios que él y comencé a leer e investigar y realmente pensé que estas personas eran horriblemente comunes y aburridas. Son solo nuestros vecinos. Somos nosotros. Están impulsados por deseos e impulsos normales y por la búsqueda de una vida mejor para ellos mismos, una especie de ascenso de estatus burgués”, cuenta Glazer que confirma que Amis vio el filme antes de fallecer.
Su intención fue siempre hacer un filme que conectara aquello con el presente, que hablara de nosotros, y “no hacer una pieza de museo”. “Quería hacer una película moderna y utilizar el tema para hablar del ahora. Lo he hecho de la mejor manera que he podido y espero que el espectador se vea a sí mismo en la pantalla y vea lo similares que somos al perpetrador, lo cual es aterrador reconocerlo. Creo que hará falta tiempo para que la gente lo reconozca. Creo que incluso la gente lo verá. Lo sentirán, pero tal vez intentarán quedarse quietos, mantenerse alejados de ese reconocimiento, pero tenemos que reconocernos en el perpetrador”, dice de un filme que suena con fuerza de cara a los próximos Oscar.
Sentirlo sin verlo
La cámara apenas sale de la casa de ensueño de esta familia nazi, pero de fondo se escucha el sonido de las pistolas, se ve el humo de los hornos crematorios y hasta casi se huele. Una sensación que contrasta con lo que ven nuestros ojos, una mujer cortando las flores, hablando de su vida de ensueño mientras sus hijos se bañan en una piscina. Solo unas fugas rodadas en cámara térmica hacen que el espectador entre un poco en el campo. Una apuesta que nació del instinto de Glazer, que creía que no era necesario enseñar nada. “Hemos visto el archivo de estas atrocidades en nuestra escuela, en el cine, en los documentales… así que creo que nosotros mismos aportamos esas imágenes a esos sonidos. Esas atrocidades que se perpetran detrás del muro están fuera de la vista, pero no fuera de la mente. Por eso siempre estuvieron presentes, pero había que mostrar a los personajes sirviendo café o cepillándose los dientes. Ver las acciones banales de la vida humana en contraste con esa banda sonora”, dice y alaba el trabajo sonoro de Johnny Byrne y la música de Mica Levi (dos de sus colaboradores habituales).
Por supuesto leyó y escuchó lo que dijo Lanzmann antes de escribir el guion. “Soy sensible a la ética de la representación del Holocausto. He leído mucho sobre ello y entiendo por qué hay personas que dicen que no debes hacerlo y otras que sí. Yo creo que debemos representarlo y creo que debemos hacerlo con claridad, pero al mismo tiempo creo que recrear esa barbaridad mostrando actores flacos a los que golpean y cinco minutos después están tomando el almuerzo detrás de las cámaras… yo no pude. No podía dirigir una película de esa forma. Creo que no puedes acercarte así al abismo del horror de lo que pasó y no me podía imaginar recreándolo”, opina sobre su decisión estética y ética.
Si miras ciertas películas sobre el Holocausto te sientes casi hasta piadoso. Es obvio que nos vamos a identificar con las víctimas, pero al hacerlo seguimos a salvo
Se aleja así de la narrativa clásica que ha optado el cine, casi siempre de Hollywood, para retratarlo. Tiene claro que esa forma de contar ha acabado convirtiéndose en peligrosa: “Si miras ciertas películas sobre el tema te sientes casi hasta piadoso. Es obvio que nos vamos a identificar con las víctimas, pero al hacerlo seguimos a salvo. Nos mantenemos alejados de la posibilidad de convertirnos en perpetradores o de ser o tener el mismo impulso que los perpetradores. Por eso es fácil para nosotros hacer una película magnífica sobre el Holocausto. Las hay realizadas por grandes cineastas con todo su arte y con todas sus buenas intenciones, pero así nos alejamos sintiendo que eso pasó entonces y que no somos nosotros. Yo siento que tenemos que demostrar que somos nosotros”.
Para alejarse de esa forma de representar académica optó por no usar nunca luz artificial, y es por ello que ciertas escenas están tomadas por cámaras térmicas. “Sabía que no quería usar luz artificial. Solo luz normal o las lámparas que la gente encendería en ese momento. Entonces, para rodar fuera, en un campo de concentración en 1940, no podía poner de repente una luz hollywoodiense, así que optamos por esa herramienta. Fue una decisión para hacer algo visible y que para mí representa también lo contrario a su bondad”. Un personaje misterioso que está basado en una persona real, una de las muchas niñas que llevaban comida a los campos. De hecho, es su bicicleta real la que aparece, igual que su vestido o su mochila.
Para Glazer lo importante es recordar para no repetir, y por eso considera que tenía que hacer esta película: “Tenemos que recordarnos a nosotros mismos y a los demás las atrocidades que nosotros, como seres humanos, somos capaces de cometer. No se trata de ser alemán o español o inglés o brasileño o francés, es una condición humana. Es un problema humano. Y lo necesitamos. Necesitamos enfrentarnos a nuestra propia capacidad de violencia y hacerlo constantemente, pero para la gente es muy difícil hacerlo”.
Esa voluntad de traer la película al presente se materializa en una escena cerca del final impactante, una mirada al fondo de un pasillo oscuro donde Glazer habla al espectador del presente y abre nuevas discusiones sobre la utilización museística del Holocausto o incluso la repetición de ciertos patrones de explotación. Glazer considera que Auschwitz “es un lugar esencial”, ya que es “la evidencia física de las atrocidades que somos capaces de cometer” y es lo que intenta hacer también su película. De hecho, para La zona de interés habló con el director del Museo Estatal de Auschwitz que “es muy consciente y analiza la pasividad humana, lo pasivos que somos y lo peligrosa que es nuestra pasividad y cómo ser pasivo es una elección”.
No hacer nada es una posición moral increíble, y ese es el problema para mí. Así es como crecen estos horrores. Eso está en el aire en este momento y es aterrador
Glazer cita a la filósofa inglesa Jacqueline Rose y su obra Women in Dark Times, donde había un ensayo sobre el comité de la verdad y la reconciliación en Sudáfrica, ocurrido en 1989, y donde juntaban a la víctima y al perpetrador en una misma habitación. Una mujer escribió una carta pidiendo al comité amnistía por su crimen, y cuando le preguntaron cuál había sido dijo: “No hacer nada”. “Eso es una posición moral increíble, y ese es el problema para mí, el hecho de que no hacemos nada. Así es como crecen estos horribles horrores y eso está en el aire en este momento y es aterrador”. La familia Höss sigue viva. Es el vecino que no ayuda al prójimo, el hombre que mira al otro lado en el metro cuando ve una agresión y el que ríe las gracias al abusador. Glazer lo ha entendido y ha realizado una obra maestra para despertarnos antes de que sea tarde.
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