En los últimos años se está dando una sorprendente moda, entre la autobiografía y el cine dentro del cine. Consiste en que, llegado un punto avanzado de la trayectoria de un cineasta, este desee remontarse a su infancia para plantear toda una película sobre ella, que le ayude a reflexionar sobre qué le ha hecho ser como es. Interesarse en las cosas en que se ha interesado. Los precedentes son tan ilustres como Proust y su magdalena, pero en el audiovisual es Federico Fellini quien suele erigirse como impulsor principal.
Yendo más allá de Amarcord y de las autoficciones en las que de un modo u otro han ido cayendo Woody Allen o Nanni Moretti, podemos fijar en 2018 un punto de ebullición con Roma, de no pocas similitudes con la última película de Kenneth Branagh, Belfast. La carrera de este director y actor ya había pateado los teatros antes de empezar a forjarse un respeto incombustible, que apuntala las imágenes de Belfast. Imágenes de primorosa factura, en blanco y negro, que invocan lo desarrollado por Alfonso Cuarón en su último filme.
El año pasado, sin necesidad de quitarle color a sus recuerdos, Paolo Sorrentino realizó un ejercicio similar con Fue la mano de Dios. Y en los próximos meses dos autores de la talla de Steven Spielberg y James Gray harán lo propio en The Fabelmans y Armageddon Time. La tendencia se consolida y lo hace con el apoyo de buena parte de la crítica, que no ha dudado en abrazar igualmente Belfast. Aun cuando tiene unos problemas considerables, que van más allá de la complacencia de quien solo puede ver la infancia con ojos nostálgicos.
Representar o morir
Kenneth Branagh es una figura tan interesante como alejada de los directores citados. Pese a que desde sus inicios haya cultivado una forma muy personal de abordar el cine, apenas se ha registrado en su larga carrera una inquietud crítica por asociarle un estilo, o identificarle como autor. No importa que se le pueda rastrear fácilmente en sus agresivas disposiciones de cámara o en sus planos secuencia de diálogos corales, a la estela de Buñuel o Renoir. Su carrera ha ido siempre por otros derroteros, respetables pero alérgicos a un análisis detallado.
Las razones de este desinterés son muy encomiables, en realidad: Branagh se ha especializado en adaptar material ajeno sin nunca querer situarse por encima de él. Después de que en 1969 se mudara a Inglaterra desde su Irlanda del Norte natal —año que ambienta Belfast—, Branagh desarrolló una pasión por Shakespeare que explotó en las tablas, convirtiéndose en una gran figura del teatro británico con apenas veinte años. Su admiración por el Bardo no se diluyó alcanzada la fama. Solo encontró nuevas formas de expresarse.
Es revelador, por tanto, que su primera película fuera una traducción fidedigna de la representación de Enrique V que había acometido a finales de los 80 la Reinaissance Theatre Company, fundada por el propio Branagh. Las nominaciones al Oscar fortalecieron su intuición de que teatro y cine se fundieran en un mismo objetivo: recuperar y expandir las gestas del autor más prolífico de la historia. Sobre las tablas, o en las salas de cine.
La obsesión por Shakespeare no debería despacharse como una filia simpática, puesto que cimenta una compacta visión del arte cinematográfico que le emparenta con Laurence Olivier o Akira Kurosawa. Todos comparten la certeza de que en Shakespeare está todo lo que se puede contar sobre la condición humana, de forma que su empeño por adaptarlo una y otra vez obedezca tanto al entusiasmo fan como a la convicción de que el cine debe comunicar verdad y trascendernos de forma universal, sin importar contextos temporales o fronteras.
El aplomo que no ha dejado de mostrar la cámara de Branagh es inseparable de esta confianza en la imagen como vehículo de los mensajes más importantes que existen, y está presente en todas sus películas. En sus inicios, títulos como Los amigos de Peter o Morir todavía daban cuenta de una convicción absoluta en que sus guiones —sin importar lo exagerados que fueran— harían sumergirse al público en la trama, al tiempo que describían un rasgo imprescindible del cine de Branagh: su rechazo militante a cualquier realismo.
La agotadora banda sonora de Los amigos de Peter, o la planificación circense de los flashbacks de Morir todavía, ejemplifican lo poco que le importa que sus películas se lean como ficciones, y esto se inscribe en su vínculo con el teatro. La potencia de sus adaptaciones shakesperianas —Mucho ruido y pocas nueces a la cabeza— radica de hecho en esa espectacularización emocional, en recurrir a la cámara como énfasis de la experiencia teatral.
Por decirlo así, el salto del teatro al cine nunca ha implicado que Branagh deje de hacer representaciones. Ni siquiera cuando, en etapas tardías, ha sido absorbido por el blockbuster —Thor puede entenderse como una parodia de los amaneramientos de sus películas— y se ha convertido en un solvente artesano. Asesinato en el Orient Express retoma con Agatha Christie, sin salvoconductos irónicos, la pleitesía que antes mostrara hacia Shakespeare o Mary Shelley adaptando Frankenstein, culminando su celebración de la cultura británica.
Sin haber dejado nunca, claro, de insistir en el poder de la representación. La primera escena de Belfast —ese autobiopic que parece haberse ganado tras tantos años reverenciando creatividades ajenas— resume este discurso. También resulta ser la mejor.
El paraíso perdido
Es de rigor decirlo. Por muchos defectos en los que incurra Belfast, su manufactura es mucho más honesta de lo que se puede apreciar en Roma o Fue la mano de Dios. A diferencia de Cuarón y Sorrentino —quienes desde distintos ángulos persiguen una pátina veraz, o costumbrista cuanto menos—, Branagh no quiere disimular que su película es la fabulación de unos hechos deformados felizmente por la memoria. Su puesta en escena exhibe, pues, un desdén hacia lo real que puede rastrearse desde múltiples elementos.
La citada primera escena, sin ir más lejos. Belfast comienza con unos planos en color, ya de por sí turísticos, de la ciudad homónima en la actualidad, realzados por la música de Van Morrison (nativo, como Branagh, de la capital de Irlanda del Norte). La cámara muestra preferencia por los grafitis y las manifestaciones de cultura urbana, hasta detenerse en un mural concreto a cuyas espaldas, de pronto, todo adopta la paleta de blanco y negro. Hemos viajado, a través de un rincón que así lo recuerda, a un año tan distante como 1969.
Las calles de Belfast se han convertido repentinamente en lo que a todas luces es un set de rodaje. Un barrio obrero, sacudido en breve por la violencia entre católicos y protestantes, donde vive el pequeño Buddy (Jude Hill) en compañía de sus padres (Catriona Balfe y Jamie Dornan), su hermano (Lewis McAskie) y sus abuelos (Judi Dench y Ciarán Hinds). Es una declaración de intenciones brillante en su sencillez, y en la franqueza con la que se articula como coartada. Una vez establecida, Branagh puede hacer lo que quiera, y cualquier acusación de embellecimiento o frivolidad se antojará ridícula. O, peor, cínica.
Belfast es intachable a nivel de concepción, pues en ella respira una visión del cine que Branagh lleva practicando más de tres décadas. También una intuición dramática afectada en exceso, producto de siempre haber entendido la introspección a través de soliloquios, que no obstante conducen a algunos momentos realmente vibrantes. En su mayoría protagonizados por Catriona Balfe, en una interpretación que se beneficia de la atención que le dedica Branagh y está inequívocamente bañada en la ensoñación masculina hacia la figura materna.
El juego entre el escudo de juguete de Buddy —que aparece en el póster del filme— y la protección efectiva de su madre transmite una inocencia no por calculada menos conseguida, pero a lo largo de Belfast estos chispazos no son tan abundantes como sería deseable en una película comprometida con la felicidad del público. Porque, si bien no podemos echarle nada en cara discursivamente, a nivel de ejecución Belfast acusa unas torpezas sorprendentes.
Belfast se compone de escenas breves donde la sucesión cortante de planos cuidadosamente compuestos impera sobre el desarrollo narrativo que contienen, distanciándose de lo que Branagh acostumbra. Puede deberse a que ante todo quiere ser un amasijo de recuerdos fugaces, pero en consecuencia es terriblemente inoperante a efectos dramáticos, sacrificando el recorrido emocional y dando la sensación de que su veloz ritmo —en paralelo a una duración muy escueta para este tipo de propuestas— solo enmascara arbitrariedad.
La obstinación de Branagh por no opinar más que generalidades bondadosas sobre el insalvable conflicto político (los Troubles) es la misma que siente la familia de Buddy por alejarse de la violencia, pero también refuerza esta sensación de artificio onanista, incapaz de resonar fuera de la subjetividad de quien recuerda. Uniendo a esto la música de Morrison, que convierte en videoclip lánguido cada escena que ambienta, genera una apatía absoluta.
Y por eso Belfast fracasa. Porque confirma nuestra predisposición romántica a convertir recuerdos en postales, pero además lo hace tejiendo una imagen irreconocible, grotesca. Una representación que ha olvidado cómo apelar a la audiencia. Una representación obsesionada con la propia representación.