Kevin Costner y Paolo Sorrentino decepcionan en Cannes con dos propuestas trasnochadas
El Festival de Cannes tiene esa extraña filia por los directores veteranos (y habitualmente blancos). La lista de las películas elegidas por su comité de selección siempre tiene como nota dominante la presencia de hombres en edades avanzadas a los que hace hueco entre una lista que, a priori, debería representar lo más granado del cine de autor de cada curso. Este año había, de nuevo, varias de esas vacas sagradas. La más grande (y la más sagrada) era Francis Ford Coppola, y al menos el director de El padrino logró volar la cabeza de todo el mundo con la propuesta más loca y desquiciada que se ha visto en la sección oficial, Megalópolis. Encima con el valor de haber elegido ir a competición por la Palma de Oro.
Quien no lucha por el premio, pero que también es una de esas instituciones en Hollywood es Kevin Costner. El actor debutó en la dirección de forma inmejorable, con Bailando con lobos, donde trasladaba su obsesión con el wéstern en un filme que arrasó en los Oscar y que le colocaron como una de las grandes estrellas de Hollywood. Sin embargo, su fiasco (comercial y crítico) con The Postman (una distopía que en el fondo era otra del oeste) hizo que al final la gran promesa se quedara a medias. Desde entonces solo había dirigido Open Range (cómo no, un wéstern) en 2003.
Han tenido que pasar más de 20 años para que Kevin Costner vuelva a dirigir. El éxito como actor de la serie Yellowstone le ha puesto otra vez en el foco y ha decidido que era tiempo de realizar su proyecto dorado. Y, como Coppola, ha invertido su dinero (de nuevo más de 100 millones de dólares) para dirigir… ¡un wéstern! Para Costner todo está en ese origen fundacional de EEUU que tiene mucho de mito creado por Hollywood, ya que ha sido el imaginario del género el que ha sobrevivido aportando la mirada de solo una parte de la historia.
En los últimos años han sido muchos los que han querido contar esas otras partes. Redefinir el wéstern dando voz a quienes no la tenían en el cine de John Wayne. Las mujeres, los nativos… Lo hicieron Kelly Reichardt, Jane Campion, Viggo Mortensen y hasta Scorsese y Pedro Almodóvar. Pero no, Kevin Costner ha preferido agarrarse al clavo ardiendo del mito y repetirlo y perpetuarlo en 2024. La primera parte de Horizon, una saga que pretende ser épica (spoiler, no lo consigue), recurre a todos los tópicos habidos y por haber del género. Comienza, de hecho, con una de sus mejores escenas a nivel visual, pero donde se muestra a los indios como absolutos salvajes sin alma ni piedad. No hay uno bueno en este primer acercamiento. Sus rostros son de maldad. Costner tuvo que aclarar que una de las siguientes tres partes que plantea se centrará en ellos para ofrecer también su punto de vista. Es una lástima que haya que esperar otras ocho horas para no verles como sanguinarios depredadores y darles algo de espacio en pantalla.
Horizon tiene un problema de ritmo claro y una estructura que hace pensar constantemente que esto es una serie reconvertida en película. La primera parte de Horizon podrían ser varios episodios pegados sin problema. De hecho, hasta que pasa la primera hora no sale el propio Costner, que a priori es la gran estrella del filme. Lo hace en lo que podría ser seguramente el segundo episodio de esta serie-película. Y aquí sale otra de las cosas que confirman que Kevin Costner vive, literalmente, en el cine de hace 20 años.
Las mujeres a las que el director da protagonismo son todas jóvenes y con una belleza canónica. Tanto que, cómo no, hay un interés amoroso para su personaje. Una prostituta del pueblo del oeste a la que da vida la actriz Abbey Lee Kershaw, de 36 años. Costner tiene 69. Ha decidido que para esta relación estaba bien elegir a una mujer 33 años más joven que él en un personaje que apenas se escapa del cliché. Una mirada trasnochada al wéstern que apenas se sostiene por el amor que se nota que su director desprende por el género.
También amor, en este caso por Nápoles, es lo que se ve en cada fotograma de Parthenope, la nueva película de Paolo Sorrentino y cuyo nombre no es solo el del personaje femenino protagonista, sino que es el de la ninfa que dio nombre a la ciudad natal del director de La gran belleza. Como en el caso de Costner es una pena que su mirada también esté trasnochada. El retrato de las mujeres en el cine del italiano siempre deja mucho que desear. Uno pensaba que al poner por primera vez una mujer en el centro del relato la cosa iba a cambiar. No es así.
Sorrentino es un director enamorado de la belleza. La que encuentra en sus planos, en sus delicados movimientos de cámara y la que busca en cada actor (menos en los secundarios de los que se ríe, que curiosamente no responden a esos parámetros). Su Parthenope es una mujer de la que todos subrayan su belleza… y su inteligencia. Estudia antropología. Pero nada en la película muestra que haya algo de profundidad en su personaje. Parece que Sorrentino se justifica todo el rato para hacer creer que su protagonista es profunda cuando no escapa del cliché de su mirada. El coming of age de esta mujer no emociona porque, en el fondo, es tan hermoso como vacío. Quiere ser una reflexión sobre la belleza, pero no puede escapar de ella.
Siempre en sus películas esa excesiva estilización amenaza con jugarle una mala pasada. Pero hay veces que la fuerza de lo que cuenta puede con todo y arrasa (como en Fue la mano de Dios o La gran belleza). Hay otra que todo parece un anuncio muy caro (La juventud). Por desgracia, Parthenope es de las segundas. Su mirada masculina hacia su personaje no ayuda. Sorrentino está tan enamorado de ella como la gente que se cruza por la calle en la película, y a su mirada eminentemente masculina (esa ropa, esos escotes…) hay que añadir una idealización que a veces hace pensar que cada vez que tiene un primer plano le colocan un ventilador para que su pelo se mueva.
Por supuesto su Nápoles está despolitizada, como lo estaba en Fue la mano de Dios y como le ocurre al Limonov que ha retratado Kiril Serébrennikov en la decepcionante adaptación de la novela de Emmanuel Carrère. ¿Cómo es posible que un personaje tan interesante y complejo se reduzca a un artefacto pop tan vacío? El acierto de Carrère era que a través de un personaje tan sorprendente y poliédrico mostraba la historia de un país. Su evolución. La contradicción de Limonov hacia Rusia. Su fascinación por el capitalismo por mucho que no quiera. Nada de eso se encuentra en lo que ha hecho el cineasta ruso.
No presta atención a su juventud en la URSS, y plantea casi toda su película en EEUU, y reduce a su personaje a un alma torturada en una espiral de sexo y malditismo. Limonov para el director es un icono de camiseta del Zara en vez de una herramienta para radiografiar los cambios sufridos por el mundo en las últimas décadas. Todo, además, con una puesta en escena que subraya el elemento pop, tramposa, efectista y llena de fuegos artificiales que nunca aportan nada. Por si fuera poco, tiene el atrevimiento de rodarla en inglés. Un cineasta ruso, rodando a un personaje ruso, que habla inglés con sus padres en Rusia… con acento ruso. Tres decepciones sin paliativos.
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