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Crítica

Kieran Culkin se consagra tras ‘Succession’ en ‘A Real Pain’, un emotivo relato sobre nuestras estrategias para enfrentar el dolor

Jesse Eisenberg y Kieran Culkin en 'A Real Pain'
10 de enero de 2025 00:25 h

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En 2014 Jesse Eisenberg estrenó su segunda obra de teatro, escrita y protagonizada por él mismo. Se titulaba The Revisionist y el cariz autobiográfico era insoslayable: nos topábamos con un escritor que buscando salir de su bloqueo iba a visitar a su tía, una superviviente del Holocausto, en Polonia. Esta mujer, interpretada sobre las tablas por Vanessa Redgrave, acaso podía devolverle la capacidad para escribir cosas significativas gracias a haber experimentado un sufrimiento desmedido, que fascinaba al protagonista al tiempo que le hacía sentir extrañamente culpable. La brutal experiencia del pueblo judío servía como catalizador de un viaje emocional estrictamente individual.

Eisenberg, claro, tiene antepasados polacos. Su familia vivió en Krasnystaw hasta la II Guerra Mundial, y la historia de The Revisionist le tocaba tan de cerca como para acabar participando del mismo aislamiento titubeante del protagonista: no dudó en traducir al hebreo la obra y en acudir a representarla a Tel Aviv, en Israel, coincidiendo con uno de tantos episodios brutales en el conflicto con Palestina. Fue la misma época en la que Javier Bardem y Penélope Cruz fueron criticados en Hollywood por denunciar el genocidio de Israel, pero Eisenberg apenas abordó públicamente este tema. Prefirió decir que “Israel es un país maravilloso” y que su obra “no entra en conflicto con aquello de lo que la gente quiere hablar ahora”.

Fue lo más cerca en mucho tiempo que estuvo de opinar del asunto. Tampoco lo haría más tarde al protagonizar Resistencia, la recreación de un episodio de la Resistencia francesa que involucró a varios boyscouts judíos, aunque el American Zionist Movement apadrinara el proyecto. Ahora que estrena A Real Pain, su segunda película como director, vuelve a toparse con este problema, y a mucha mayor escala que con The Revisionist. El sufrimiento palestino alcanza cotas extremas e insoportables mientras A Real Pain tiene un rol preferente en la actual carrera hacia el Oscar, y su argumento resulta girar en torno a dos primos judíos que viajan por Polonia, en un tour sobre el Holocausto. Durante la totalidad de su metraje nadie pronuncia la palabra “Israel”.

Entendiendo a Jesse Eisenberg

¿Quiere decir esto que A Real Pain es una película deshonesta? En absoluto, de hecho su mecanismo narrativo posee una transparencia tal como para permitir —a la estela de The Revisionist— analizar lo que propone a través de la subjetividad de Eisenberg, generosamente abierta en canal. Eisenberg es una figura comprometida políticamente según los estrechos estándares del establishment estadounidense: una afinidad con el Partido Demócrata sobre la que ya ha mostrado una preocupación palpable porque no sea suficiente. Aquí podemos acudir a su largometraje debut, Cuando termines de salvar el mundo, encabezado en 2022 por Julianne Moore y Finn Wolfhard.

Cuando termines de salvar el mundo, sin ser una película especialmente lograda, mostraba una inusitada valentía a la hora de examinar las miopías progresistas de su país, a través del choque entre una madre activista de ego descomunal y un hijo frívolo (e igualmente egocéntrico) preocupado por el hecho de que sus bobas canciones de amor no sedujeran a la listísima y concienciada chica que le hacía tilín. En torno a estos dos personajes Eisenberg exploraba el narcisismo como pecado original a la hora de encarar el mundo con una voluntad resolutiva, dibujando un paisaje ético donde lo mejor que podía ocurrir era que estos dos egos se reconocieran y se amaran. 

Esta conclusión no resultaba tanto complaciente como angustiada: parecía surgir del propio tormento de Eisenberg y le vinculaba sin remedio a las ficciones con judíos neuróticos que tanto abundaron en EEUU durante el siglo XX. Hablamos de Woody Allen, del protagonista de El lamento de Portnoy de Philip Roth o de Jerry Seinfeld. Masculinidades crispadas, hiperconscientes (o aparentemente hiperconscientes) de su egoísmo, que creen haber explorado todas las posibilidades retóricas para entender la existencia antes de llegar a la conclusión de que están solos y de que quizá les baste con tener pareja (o psicoanalizarse). Lo que diferencia a Eisenberg de este catálogo de sujetos no es, por otro lado, su fijación con el Holocausto —los chistes sobre ello son habituales—, sino la creencia de que en este trauma histórico está la clave para desentrañar su vida.

El Holocausto es algo tan inabarcable y trascendente como para que en torno a él naufrague cualquier burla sobre uno mismo. Tiene los visos de una verdad inmanente que empequeñece todo lo que le rodea y, por tanto, permite alumbrar esas certezas que a Eisenberg le vienen siendo tan esquivas. Puede ofrecer determinación, concreción, identidad, y desbaratar a su alrededor complejidades diversas que, en comparación, solo son problemas del primer mundo. Así que este puede ser el motivo por el que Eisenberg esté tan interesado en él como narrador, y desde luego es la razón de ser de su segunda película. Eisenberg vuelve a interpretar a un álter ego de sí mismo, David, dentro de una historia que él mismo ha escrito y cuyo título no puede ser más revelador. 

A Real Pain. Un dolor real, auténtico. ¿Es un dolor que puede haber experimentado David como ciudadano estadounidense de clase acomodada, o solo la sombra frívola de un dolor que ilustra lo desgajado que se encuentra de la historia y del sufrimiento de su pueblo? ¿Está a la altura su trastorno de ansiedad o sus posibles problemas familiares y profesionales de este trauma? David, Eisenberg, se lo pregunta sin cesar, y también se pregunta si un tour por Polonia, la tierra de unos antepasados que sí sufrieron de verdad, podría aclarárselo.

Una de las secuencias más poderosas de A Real Pain, qué remedio, envuelve entonces la visita de los protagonistas a un campo de concentración nazi. Hasta entonces —y luego continuará siendo así— ha sido omnipresente un lecho musical integrado por interpretaciones de Chopin como insigne compositor polaco, pero por unos minutos todo es silencio y solo vemos a personajes conmovidos atravesando los pasillos y las habitaciones de ese lugar. Se enfrentan, definitivamente, a algo más grande que sí mismos, solo que A Real Pain —y por eso es un film a la postre tan inteligente— desdeña que los problemas puedan reducirse a catarsis unitarias y rotundas. Sostiene en su lugar que todo es tránsito, y que más revelador que un campo de exterminio debería ser la persona que Eisenberg tiene a su lado. Su primo Benji, interpretado por Kieran Culkin.

La historia de dos primos

Fiel a su carácter de recluso en la torre de marfil, Eisenberg asegura que no había visto un solo episodio de Succession antes de fichar a Culkin como el coprotagonista de A Real Pain. No era consciente de la existencia de Roman Roy —personaje por el que Culkin ha ganado el Globo de Oro y el Emmy—, si bien resulta difícil de creer viendo la película. Culkin repite varios de los manierismos del pequeño de los Roy, preso de una espontaneidad extraña e insolente que solo busca, obvio, camuflar su tortura interna. Haya repetido la interpretación de Succession o no, estos detalles le vienen de perlas al personaje, y no es de extrañar que le hayan erigido en favorito al Oscar.

Culkin está fantástico como el primo de David, una persona absolutamente rota que ansía la catarsis de la visita a Polonia con una mayor virulencia que el personaje de Eisenberg. Lo que ha impulsado definitivamente este viaje es el fallecimiento de la abuela de ambos —amén de otros motivos que se irán esclareciendo a lo largo de la película—: una superviviente del Holocausto a la que Benji estaba especialmente unido y cuyo recuerdo compartido, por otro lado, no es tan importante en el andamiaje dramático de A Real Pain como las diferencias de carácter entre los primos. 

Mientras que David racionaliza su dolor y se pregunta constantemente por la pertinencia del mismo —por si es apropiado sufrirlo, o si lo está sufriendo correctamente—, Benji vive tan inmerso en ese dolor que no atiende a nada más. Su dolor está en carne viva. Es, por decirlo así, un espectáculo —la incomodidad que despierta en el resto de peregrinos determina que A Real Pain, aunque no se haya dicho hasta ahora, sea ante todo una comedia muy efectiva—, y expone a la película a unos interrogantes muy estimulantes. Benji es un reflejo distorsionado de lo que David cree que debe ser sentir de verdad, al punto de cuestionar la insensibilidad del guía turístico —demasiados “datos”, le recrimina varias veces— y hacer que sus compañeros se replanteen su relación con el dolor.

Aunque no lo hace, y esta es la grandeza de A Real Pain, como un ejemplo a seguir. Benji solo es un personaje, con sus particularidades y debilidades, que ha tejido una imagen garante de conflictos en David y los demás. Solo eso. Eisenberg no cree haber encontrado una respuesta para sus dudas en esta persona que lo siente todo a flor de piel y se define exclusivamente por su dolor lacerante: Benji es, ante todo, un interlocutor. A través de su relación con David, de un cuidado en la escritura que engrandece a Eisenberg —también como actor, pues aguanta estupendamente los embates de Culkin—, A Real Pain sigue anclada en la meditación individual con un humanismo plácido y sin fricciones, garante de premios y de la etiqueta feel good que solemos usar para este tipo de películas.

Este humanismo impide proponer que la fijación por el dolor de Benji pueda conducir a arrebatos violentos y vengativos —impide, vaya, hablar de Israel—, pero al menos, desde sus discretas ligas, depara un relato bonito y emocionante. Puede que Eisenberg siga sin poder mirar alrededor, pero al menos ahora se mira a sí mismo de la forma más sincera posible. 

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