La primera vez que Ladj Ly fue víctima de un cacheo aleatorio tenía diez años. Hoy, treinta años más tarde, afirma que ha sufrido más de mil. Los llama aleatorios, pero sabe perfectamente que no hay azar detrás de estas vulneraciones de la privacidad cometidas por los policías en los banlieues (suburbios) parisinos.
Si su tez no fuese negra, si su familia no fuese musulmana y si su riqueza le hubiese permitido criarse en un barrio adinerado del centro, las manos brutas de los agentes no se habrían posado en su entrepierna o en sus diminutos brazos alzados detrás de la nuca. Crecer bajo la sombra de la delincuencia y siempre con los pies en polvorosa pasa factura y, para el director de origen maliense, es culpa de un sistema enfermo.
“No hay malas hierbas ni hombres malos, solo malos cultivadores”. Esta frase escrita por Victor Hugo en Los Miserables en 1862 le sirve a Ly como epílogo para una obra homónima y que guarda más similitudes con la novela de las que puede parecer. Las dos se enmarcan en el barrio de Montfermeil, donde el director pasó su adolescencia, y ambas desmontan el himno del autobombo nacional: no hay libertad, ni igualdad y mucho menos fraternidad entre todos los franceses. Al menos, no en la banlieu.
“Si hubiese hecho una comedia no habría habido problema. Pero tocar el extrarradio en Francia es un tabú. No le gusta a nadie que lo muestres y menos como lo he hecho yo”, explica Ladj Ly a eldiario.es sobre las trabas que le pusieron para encontrar financiación. Aunque ahora Francia saca pecho por Los Miserables, seleccionada para representar al país en los Oscar y ganadora del premio del Jurado en Cannes, hubo un tiempo en el que el establishment la prefería dentro de una cajonera.
Ly muestra en su ópera prima lo que los medios y los políticos franceses callan. Y lo hace con humanidad y una mirada menos maniquea que la de quienes abanderan la objetividad.
La acción comienza con un agente recién aterrizado en la Brigada de Lucha contra la Delincuencia (B.A.C. en francés), donde lo habitual es saltarse la normativa y tomarse la ley por su mano. Allí se une a otros dos policías, Chris y Gwada, que se han ganado la confianza y el respeto de los lugareños a base de porrazos y de cierta connivencia con los capos de la zona.
“En la película he querido mostrar que las víctimas no son solo la gente que vive allí, sino los policías también, aunque eso no excusa la brutalidad policial”, argumenta el director. Para hacerlo evidente ante el ojo del espectador, Ly incluyó al personaje de Gwada, un agente negro que pasa de ser el objeto de la violencia al brazo ejecutor de la misma. Porque la única forma de que librarse del yugo del lado oscuro es coligarse con él.
Las contradicciones diarias de Gwada son las mismas de un país que debería abrazar su heterogeneidad en lugar de abatirla con gas lacrimógeno. “Francia tiene un gran problema de identidad. ¿Qué es ser francés hoy? ¿Y qué pasa con aquellos que han nacido en otros sitios? Hay que hacerse esas preguntas”, se pregunta Ladj Ly.
En su opinión, el pasado colonialista de su país y su papel en la esclavitud afecta a un presente en el que el aislamiento de los campos de trabajos forzados tienen su reflejo en los suburbios. En ellos, además de delincuencia, pobreza y terrorismo, hay una realidad de la que nadie ha querido dar cuenta en el cine porque los atentados son mucho más espectaculares.
“Yo me crié allí y no hay núcleos yihadistas. La religión juega un papel importante en la sociedad, pero no quería establecer la relación entre ser musulman y ser terrorista que venden a diario los políticos y los medios de comunicación. Entiendo que eso no le guste a todo el mundo, pero es lo que yo conozco”, responde Ly.
Lo que sí conoce de primera mano es el hastío social y la violencia sistemática que, entre otras cosas, dieron lugar a los altercados de 2005 después de que dos jóvenes africanos fuesen asesinados por la policía francesa. Lo que siguió fueron semanas de protestas en los suburbios donde el fuego y la rabia conformaron un escenario que él ha replicado en Los Miserables.
Una llamarada de atención
llamarada“A través de la violencia callejera los políticos escuchan o al menos lo fingen durante un tiempo”, reconoce Ladj Ly, puesto que no cree que haya habido una respuesta a la altura después de 2005. Sin embargo, en el caso de los mediáticos chalecos amarillos, cuyo movimiento explotó en octubre de 2018, piensa que sin los bidones de gasolina no habrían recibido atención alguna.
“En los disturbios de 2005, la gente estalló porque no podía más. Consiguieron que se les escuchara cuando literalmente destrozaron los barrios. Y pasó lo mismo con los chalecos amarillos, que empezaron como un movimiento ultrapacifista y solo cuando comenzaron a destruir París y a ser violentos los políticos hicieron algo”, argumenta. No obstante, él aboga por la moderación y por eso su película no es una aventura de héroes y villanos.
Los Miserables es la evidencia de que en Francia, si no se ponen las vendas donde la herida supura, “una chispa hará que todo salte por los aires”. En la película, la chispa empieza con la travesura de un chaval de 13 años que roba el león bebé de un circo de gitanos. La ineptitud de los agentes, cuya única preocupación es que no estalle una guerra civil entre etnias, y la violencia desmedida de quienes usan armas a su antojo amparados por la ley, hacen que en Montfermeil se fragüe una revolución.
Lo hace poco a poco, en las sombras y bajo la mirada de un barrio dispar que sabe que el “todos a una” de Fuenteovejuna es mucho más letal que la división que pretende crear el sistema entre ellos. “Realmente, los terroristas no son los que reconocemos como terroristas, sino la clase política y los medios. Son los que encienden la mecha para que la situación se vuelque dentro de los barrios y su gente sea la única víctima”, resume Ly.
Por lo pronto y sin necesidad de quemar un contenedor, el director ha conseguido que Emmanuel Macron vea la película y se comprometa a actuar en los márgenes, donde también debería gobernar aunque a veces se le olvide. Ly le da el beneficio de la duda; veremos si se lo conceden también en los banlieues.