Hay directores que miden el pulso a lo que ocurre en las calles, que están en contacto directo con las preocupaciones sociales y hasta se adelantan a debates que se tendrán meses después. Son maestros de lo que se ha denominado 'cine social', y su mirada es un bisturí que se clava en los fallos de un sistema que siempre aparta a los mismos. Nombres como el de Ken Loach, en Reino Unido, o el de Laurent Cantet, en Francia. El director de La clase, por la que ganó la Palma de Oro, regresa a las salas con Arthur Rambo, donde coge un caso real como punto de partida para hablar de redes sociales, límites del humor, cancelación y todo ese magma de odio que se mueve en Twitter.
Como siempre, en su cine hay mucho más. También aprovecha para clavar el colmillo en el clasismo y el racismo de la sociedad. El que escribe unos tuits ofensivos es un inmigrante de la banlieu francesa, y ahí nace una de las grandes preguntas de su película: ¿seríamos igual de tajantes si el que escribe un tuit ofensivo fuese un hombre blanco y rico? Una película inteligente, incisiva y actual con la que vuelve a radiografiar el momento actual como lo hizo en obras maestras como Recursos Humanos.
El punto de partida es un caso real, ¿qué vio en ese caso para contar una historia?
Buscaba una historia para hablar sobre qué espacio ocupan las redes sociales en nuestras vidas, y entonces vi el caso de Mehdi Meklat, del que conocía sus artículos, su blog en el que escribía sobre el extrarradio… era muy joven y me parecía brillante, me impresionaba su forma de pensar. Una mañana descubrí esos tuits que salieron en la prensa y me planteé la primera pregunta, ¿cómo pueden esas barbaridades convivir en la misma mente? Esa es una pregunta que le hace la novia de Karim a él en la película. Tuve la impresión de que esta historia podía permitirme plantear todas las preguntas que me parecían importantes sobre las redes sociales. Me basé en su historia, pero no me documenté sobre quién era. No sé si tiene un hermano. No sé qué relación tiene con su madre. Eso me lo inventé todo, pero el punto de partida fue él.
Su cine está siempre pegado a la actualidad, ¿cómo consigue un cineasta no perder el ritmo de lo que ocurre?
A mí lo que me interesa en la vida es el mundo que me rodea, y este mundo me plantea preguntas constantemente. El cine permite ver esta complejidad sin dar respuestas definitivas. No soy militante, no tengo soluciones, ni siquiera certezas, pero sí me planteo preguntas acerca de todo lo que me rodea. El cine que me gusta es el que justo hace eso, el que da espacio para plantear preguntas complejas.
¿Es verdad eso que dicen que cuando un director deja de montar en autobús pierde ese contacto con la realidad?
Yo sigo cogiendo el metro (risas). Hay muchas formas de ver la realidad. Cuando alguien cuenta una historia de amor, cuenta también algo esencial que también hay que contar. Cada uno tiene una mirada y cada director puede tener un papel diferente, pero creo que es difícil cuando eres cineasta estar fuera del mundo, porque filmas el mundo.
¿Su visión de las redes sociales es pesimista?
Creo que la película es más bien optimista. La veo como una toma de conciencia por parte del personaje. Se da cuenta de la responsabilidad que tiene al escribir y del papel que juega en las redes sociales. Al final, cuando se va no es una derrota, creo que necesita alejarse de ese ruido para empezar a pensar.
La sociedad está encantada de aceptar a inmigrantes, pero no se les va a perdonar el más mínimo fallo. Se les vigila desde mucho más cerca
En esta película era importante el punto de vista del narrador. Encontrar una posición para no juzgar al personaje ni tampoco hacerle una víctima de la cultura de la cancelación.
Fue esencial desde que comencé a escribir el guion. No quería que fuera un monstruo, un cabrón que escribe gilipolleces. Eso no me interesaba. Tampoco quería que fuera una víctima, porque a pesar de todo es responsable de las cosas que escribe. Era muy importante acertar con los tuits que salen en la película, los he escrito yo con los coguionistas, los inventamos. Fue duro escribirlos, nos llevaron días de trabajo doloroso, pero nos dimos cuenta en el montaje de que hay un tuit un poco más violento, y que si ponías ese el primero, eso te alejaba del personaje inmediatamente. Luego había algunos tuits más amables, pero eso también hubiera destruido el reto que planteamos. Trabajamos mucho los tuits. Siempre busco cómo funciona un personaje e intento entender el funcionamiento íntimo de un personaje sin juzgarlo. Lo intento hacer en todas mis películas.
En todas sus películas siempre aparece la cuestión de clase y de raza. También en Arthur Rambo surge la pregunta, ¿qué pasaría si quien hubiera escrito esos tuits fuera un hombre blanco y rico?
Los mensajes que escribe son intrínsecamente inaceptables, pero también porque los escribe un chico salido de la inmigración, alguien que sale del extrarradio. Son esos personajes tránsfugas, socialmente hablando, los que siempre me interesan, porque tengo la impresión de que nunca se les perdona nada. Nunca están en su sitio y, cuando empiezan a encontrar uno, se les expulsa muy fácilmente para que vuelvan a donde estaban. En Francia, por ejemplo, estos pequeños escándalos de tuits que salen al cabo del tiempo suelen ser de jóvenes salidos de la inmigración. Sí, la sociedad está encantada de aceptarles, les dice que qué bien, que lo han conseguido… pero no se les va a perdonar el más mínimo fallo. Se les vigila desde mucho más cerca.
Eso me lleva a preguntarle por la utilización de estos casos por parte de la extrema derecha y su uso de las redes sociales.
Eso es el resultado del funcionamiento de las propias redes sociales. Las redes simplifican el pensamiento, y los extremos siempre se expresan en ideas muy simplistas, no se molestan con las complejidades. Tengo la impresión de que la forma de pensar que generan las redes sociales va hacia ese extremismo y eso es lo que más me asusta, más que la violencia de las propias frases que se escriben. La simplificación del pensamiento se mete en todos los dominios, en cualquier parte de la sociedad.
Es inevitable preguntarle por las elecciones de Francia, hace poco había una manifestación de jóvenes que no pensaban votar ni a Le Pen ni a Macron en la segunda vuelta.
Es una semana difícil para mí y para muchas personas, pero también es una semana muy previsible. Son ya 20 años en los que nos hemos acostumbrado a no tener realmente elección. El discurso de la izquierda carece de espacio, y este es el resultado. A esto hemos llegado, a tener que elegir entre el ultraliberalismo y el fascismo, y luego se extrañan porque la gente no quiera ir a votar. Yo lo entiendo perfectamente. Los jóvenes que votan por primera vez tienen que enfrentarse a las desigualdades, al cambio climático, a cosas esenciales, y sin embargo están ante una elección imposible, ¿por qué irían a votar si ninguno les toma en cuenta? Muchos votarán para evitar el fascismo puro y duro, pero así no se moviliza a la gente.
¿Hay miedo a lo que le puede pasar a la cultura? En España cuando gana la derecha siempre se teme lo que pueda pasar.
Los candidatos han dedicado más o menos cinco minutos a hablar de cultura en toda la campaña, así que no sabemos ninguno hacia dónde va en ese sentido. Se puede extrapolar por lo que hacen los ayuntamientos donde ya está la extrema derecha y en donde las subvenciones que van a asociaciones de izquierdas han sido barridas. La cultura para ellos se resume a los monumentos, al patrimonio nacional. Creo que la cultura es la única forma de reconciliar a un mundo que está estallando por dentro.