El cine sobre mafia está agotado. Está seco. Desde que Howard Hawks colocó a Tony Camonte en lo más alto del hampa en el South End de Chicago en esa originaria obra maestra del género titulada Scarface, no han parado de salir fotocopias de ese mismo personaje. Más complejos, quizá, más coloreados, de nacionalidades (y costumbres) distintas, con diferentes instintos pero siempre movidos por lo mismo, por la vida fácil, por la ambición y por el poder.
“Desde que tengo memoria siempre quise ser un gánster. Para mí, ser gánster era mejor que ser presidente de los Estados Unidos”, decía el chico que después se convertiría en Ray Liotta en el comienzo de Uno de los nuestros.
Y así la ficción ha ido quemando uno tras otro diferentes tipos de mafiosos y de gánsters, como el cálido de Tom Hanks interpretando a un honesto Michael Sullivan que le enseñaba a su hijo a conducir en medio de su huida desesperada de Don Rooney en Camino a la perdición. Como el listo y coeniano Gabriel Byrne que apuntaba a la cabeza de John Turturro en ese mítico bosque en el que se tira la basura en Muerte entre las flores. Como el Nikolai que interpreta Viggo Mortensen en Promesas del Este y que pelea completamente desnudo en unos baños turcos como el hombre más duro y tatuado de toda la mafia de Europa Oriental. Como la Camorra de Gomorra. Como los Corleone, los Soprano o incluso como los Bertomeu, imposible saltarse a ese Pepe Sancho que se movía tan despacio por el terrorífico crecimiento urbanístico del litoral español en Crematorio.
Hay tantos personajes y tantas historias sobre el ascenso y la venganza que es complicado hacer algo de nuevo memorable dentro del género negro. Por eso hay que celebrar cuando a pesar de todo surge una insospechada joya que aporta algo verdaderamente nuevo, o bello, o tremendo o sucio al cine de mafiosos.
Calabria entra dentro de esas joyas, una película que disecciona el origen y la evolución de una familia de mafiosos con solo un par de escenas, que realiza un abrumador estudio de las consecuencias de los actos violentos, que formula una tesis antropológica de la mafia y que se mueve entre el realismo más cruel y la escenografía mítica. Una película con tantas imperfecciones formales que está viva y que se te pega al cuerpo. Igual que las lágrimas que se escurren con dificultad entre las arrugadas mejillas de esa anciana del sur de Italia que llora a su hijo y que no pide clemencia, sino todo lo contrario.
En el primer capítulo de A dos metros bajo tierra Nate Fisher miraba desconcertado la frialdad con la que se comportaban todos los invitados al funeral de su padre. De repente Nate explotaba y echaba en cara a toda esa gente ese comportamiento tan inhumano. El protagonista de esta obra maestra de la HBO creada por Alan Ball se había acordado de un viaje por Sicilia en el que presenció un funeral donde una madre, una hermana y una esposa vestidas de negro gritaban y golpeaban con rabia la tapa de un ataúd.
Esa tragedia, ese gran teatro lleno de lágrimas y gestos que maldicen a un dios o la suerte es lo que radiografía también Francesco Munzi en Calabria, un retrato muy crudo de la mafia calabresa, un drama sucísimo sobre una de las familias de la 'Ndrangheta, una organización criminal menos conocida que la Cosa Nostra siciliana o que la Camorra pero mucho más poderosa, sobre todo desde los 90.
Rituales y sangre
Tanto se ajusta Munzi a la realidad casi documental de lo que cuenta que a ratos esta cinta sobre la 'Ndrangheta parece estar grabada con cámara oculta, enfocando y desenfocando a los tres hermanos Carbone, un apellido poderoso según la novela de Gioacchino Criaco, Anime nere, en la que está basada la película. Luigi es el impulsivo, el Sonny Corleone de turno, Rocco es el hermano tranquilo, menos carismático pero mucho más inteligente y Lucciano el único apartado del clan, que vive en la montaña siguiendo la tradición familiar de sus padres pastores.
La mafia calabresa recluta a sus miembros siguiendo el criterio de la relación de sangre. Los ingresos son complicados, largos rituales en los que se incluye el suicido. “Resérvate una bala o una pastilla de cianuro” es el consejo de los jefes mafiosos a los iniciados según este ritual grabado por los Carabinieri. A Leo, el hijo de Lucciano, le cuesta entrar a formar parte del ‘ejército’ de Luigi, el padre tiene miedo, el joven se mete en problemas, las tensiones entre hermanos crecen y las mujeres miran horrorizadas y mudas todo el espectáculo de violencia.
El director italiano divide el metraje entre Milan y ese sofisticado sentido de la corrupción y los montes de la punta sur de la península italiana. Munzi se fija en el Padre padrone de Paolo y Vittorio Taviani para realizar un tratado casi contemplativo de la vida rural en Calabria mientras acude a referencias mucho más actuales como Gomorra para la parte de la mafia colombiana, las prostitutas, los yates y los trajes caros. La atmósfera es hipnótica y el tempo está medido al milímetro en una cinta en la que poco importa la trama criminal en favor de los contrastes que representan los tres personajes principales.
Pero lo que este atroz retrato de la mafia aporta verdaderamente es la disfunción familiar, la ruptura temprana de los sueños, la terrible ambición, la primitiva costumbre del sur de Italia que consiste en mantener el poder (y el respeto) a toda costa y, sobre todo, Calabria enseña las secuelas de la violencia, la debilidad, el dolor insufrible de las pérdidas constantes y las vastas heridas y los traumas que ocasiona el llanto acusador de una madre calabresa sobre un ataúd.