En el Boulevard de Clichy de París hubo entre finales del siglo XIX y mitad del XX un café temático que en sus programas anunciaba calderas bullendo, suplicios femeninos, atracciones diabólicas y pasarelas malditas. Lost River llega con una pintona cartelería donde se diría que se está citando ese mítico café llamado l’Enfer, un pórtico demoníaco que en cualquier caso resulta una clave muy adecuada para asomarse a la primera película escrita y dirigida por el protagonista de Drive o Blue Valentine, pues de todo aquello trae.
Emplazada en una fantasmagoría de Detroit, Lost River es la película de un desahucio, el que amenaza a la precaria familia de Bones (Iain De Caestecker), un muchacho que se enfrenta a la pérdida de su hogar mientras su progenitora (Christina Hendricks) intenta sacar las castañas del fuego arrancándose la piel sobre las tablas de un extraño cabaret de la sangre. En su entorno, una serie de personajes estrambóticos que siguiendo la tradición simbólica del cuento de hadas encontrarían su correspondencia en lobos, dragones y alimañas de relato infantil, evolucionan en una danza siniestra y se esfuerzan por nutrir una trama alucinada, enclenque en vigores dramáticos pero estimulante en sus propósitos tenebristas.
Ryan Gosling, que para hacerse entender apela al desamparo que le produjo el divorcio de sus padres cuando tenía 13 años, ofrece en este debut un cuento chico de hombres depredadores que, como espectáculo de grand guignol, se muestra algo inseguro. Carece de desnudos y es moroso en esa violencia callada que preña el metraje sin acabar de alzarlo, pero a cambio se logra vaporoso como el cabello de Shelley Winters bajo el agua en La noche del cazador, una perfume clásico en el que el autor, probablemente muy bien aconsejado por Guillermo del Toro, parece querer abundar con la incorporación al reparto de Barbara Steele. Con su mera presencia, la primera gran dama del cine de terror gótico sustrae la película de las manos sucias de hipsters oportunistas para rendir de manera automática a los facilones y siempre románticos amantes del cine de género, que se verán obligados a defenderla como ofrenda. Y en eso estamos.
La mejor y única manera de abordar Lost River es disculpándola como lo que es, una pieza ebria de referencias que van desde las fugas psíquicas de David Lynch a la suntuosidad macabra de Dario Argento pasando por la plástica enajenada, vacua y también referencial del mentor de Gosling, Nicolas Winding Refn, quien en su día le facilitó el tránsito definitivo de galán adusto con pasado Disney a intérprete drástico y pasmado con títulos nacidos para el culto como Sólo Dios perdona.
Fue precisamente Refn, asumiendo su parte de “culpa”, el primero que salió en defensa del actor en el pasado festival de Cannes, donde Lost River fue defenestrada sin miramientos por el organismo vegetal de la crítica, porque a la crítica la indispone el fruto verde y se resiste a reconocer que una película puede no ser “buena” pero sí apreciable en sus cualidades de opera prima, para lo cual habría que conceder que, en ocasiones, las operas primas no son más que un ejercicio de impudor y una herramienta para quitarse de encima la impedimenta, artefactos del ego.
En Lost River, Gosling parece que se embelesa pero lo que hace es sacudirse los influjos como un perro mojado y los dispone en una esmerada enumeración que nos dará el retrato preciso de la estrella de Hollywood, el de un niño perdido y a la vez un hombre abrumado, más que de cine, de imágenes y querencias.
El resultado es un sinfín de paisajes apócrifos del infierno arrobados en la música de Chromatics, melodías panorámicas y nanas sintéticas para vestir un cine cándido que se postula como extravagancia aunque se queda en desfogue de copista, fascinación de las niñas y promesa de quién sabe si algo más. Para un viernes que no sabe si llover o despejarse será suficiente.