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20 años de 'Matrix': cuando muchos pensábamos que no era necesario tomar la pastilla roja

Ese momento en que tenemos que escoger entre la verdad o la mentira tranquilizadora

Ignasi Franch

30 de marzo de 2019 22:21 h

Era 31 de marzo de 1999. En pleno miedo informático al efecto 2000, Hollywood seguía explorando las posibilidades de los efectos especiales digitales, extendiendo y profundizando en el cambio de era que insinuaron Terminator 2 o Parque Jurásico. En ese contexto, dos cineastas que hasta aquel momento solo habían firmado un sugerente neo-noir, Lazos ardientes, dieron en el clavo cuando estrenaron una cinta de acción, ciencia ficción y vértigo existencial disipado a puñetazos: Matrix.

Dicen los cronistas que Lana y Lilly Wachowski habían estado reuniéndose con ejecutivos de Hollywood, con copias de la versión animada de Ghost in the shell bajo el brazo. Su objetivo era conseguir financiación para una ambiciosa epopeya sobre un negro futuro de humanos esclavizados que son controlados mediante la realidad virtual. Y sobre el héroe de acción mesiánico que está destinado a romper ese orden.

Thomas Anderson, cuyo seudónimo para andanzas hacker es Neo, trabaja como asalariado y mantiene una doble vida acompañada de angustia existencial. Está fascinado por las andanzas de un presunto terrorista denominado Morfeo, que se pone en contacto con él a través de Trinity, una luchadora capaz y compañera fiel cuya vestimenta de tintes BDSM crearía tendencia entre las heroínas de la época (véanse Underworld, Ultraviolet...).

Después de que Morfeo haga elegir al protagonista entre la verdad (simbolizada en una pastilla roja) y la tranquilizadora mentira (la pastilla azul), Neo descubre que había estado atrapado en una realidad virtual que imita el mundo de finales del siglo XX, mientras las máquinas dominan la Tierra y tratan a los humanos como meros recursos energéticos (pilas, según Morfeo).

Del sincretismo a la reivindicación identitaria

El filme rompió taquillas, generó dos secuelas de imagen real y cortometrajes animados que se recopilaron en Animatrix. Sus autoras bebieron de múltiples fuentes. Si Ghost in the shell provenía de Japón, la acción física del filme de las hermanas Wachowski remitía a los espadachines voladores y los monjes luchadores del cine de Hong Kong. El veterano Woo-Ping Yuen (director de títulos como El mono de hierro), diseñó unas coreografías que impresionaron gracias a los generosos medios de producción y a la inventiva de los implicados.

El filme no solo ofrecía acrobacias físicas, sino también piruetas verbales sobre el destino, la libertad, el libre albedrío y su posible naturaleza ilusoria. El tono, solemnísimo y por ello algo parodiable, recordaba el mencionado anime de Mamoru Oshii, con el que compartía un enfoque más existencial que social. Las Wachowski hacían gala de un sincretismo arrollador. Las influencias fílmicas asiáticas convivían con referencias grecolatinas, guiños recurrentes a Alicia en el país de las maravillas, tramas de reencarnaciones y a la vez de mesías y trinidades cristianas.

Toda esa fusión multicultural acabo revelándose como algo más que un juego lúdico-intelectual. Sus autoras irían ofreciendo en películas posteriores, comenzando por Matrix reloaded, un mundo personal de sexo, raves electrónicas, espiritualidad y algunos momentos de reivindicación política. La serie Sense8 culminaría una apuesta por dar cabida a las diversidades sexuales, étnicas, religiosas y de todo tipo. Con ella, hermanaban la vertiente identitaria con una especie de socialismo new age que ya aparecía en un discurso de la mesías biotecnológica de Atlas de las nubes: “Desde la cuna hasta la tumba, estamos vinculados a otros”.

En Matrix reloaded, por ejemplo, un altivo antagonista sentenciaba que la elección es una ilusión que los detentores del poder usan para engañar a quienes no lo tienen. Este tipo de dardos han sido cada vez más raros en las propuestas de las Wachowski, crecientemente emocionales después de la sobredosis conceptual de la trilogía Matrix

En todo caso, e intentando superar presuntas incompatibilidades entre política identitaria y política social(ista), hay que recordar que debemos a las Wachowski algunas de las escenas más empáticas con las masas y las revoluciones del Hollywood contemporáneo. Un Hollywood que, como ha sido norma desde sus inicios, tiende a mostrar más apego por los heroísmos individuales correctores (y no transformadores) de la realidad.

Nuestro momento de la pastilla roja

Gracias a unas vistosísimas escenas de acción (recuérdese el asalto a un edificio gubernamental en una lluvia de tiros y baldosas que estallan en pedazos a cámara lenta), el segundo largometraje de las Wachowski llevó al gran público la ciencia ficción de tintes paranoicos. En la tradición de Philip K. Dick, se exploraba el abismo existencial de sospechar que vives un simulacro. La fassbinderiana World on wire y Nivel 13, ambas adaptaciones más o menos libres de la novela Simulacron-3, o 'Dark city', serían otros exponentes fílmicos de esta tendencia.

Lo que muchos no sabíamos, aunque tuviésemos sospechas, es que también vivíamos en nuestra Matrix particular. Una realidad virtual de crecimiento económico sostenido que escondía una pérdida de poder adquisitivo de los salarios, disimulada por el acceso a crédito barato. Los años de gobierno abiertamente antisocial de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, que habían propulsado el ciberpunk más arisco y sus tendencias a las atmósferas depresivas de desigualdad extrema, habían quedado atrás. Estábamos en la era de las sonrisas de Tony Blair y Bill Clinton.

Los elementos ciberpunk que incluía Matrix eran normalmente más estéticos que conceptuales. No hay reflexiones sobre la desigualdad, sino lucha en bloque contra un enemigo (casi) monolítico e inhumano. Con todo, la realidad virtual del filme acaba resultando un símbolo posible del clintonismo: según explica el persistente Agente Smith, los humanos cautivos no aceptaban realidades virtuales utópicas, no aceptaban la ausencia de un cierto nivel de sufrimiento. De manera parecida, la era Clinton combinaba un adormecedor optimismo en el sistema económico y un cierto sentimiento de culpa por la innegable desigualdad social.

Mientras soñábamos un mundo un poco menos injusto, quizá con una cobertura sanitaria mejor, Clinton y compañía siguieron profundizando en la financiarización de la economía. Después llegaría la ingestión de la pastilla roja y el duro despertar posterior al crack hipotecario de 2008. Tendrían lugar los rescates bancarios sufragados con dinero público y la caída de buena parte de aquello que, ebrios de crédito (el modo de vida americano, según la película de culto Repo man), considerábamos clase media. 

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