En 1975 Steven Spielberg inventó el cine popular moderno con Tiburón, y lo pulió en los años siguientes con una sucesión de clásicos que le consagraron como Rey Midas de Hollywood. Tal impacto causó en el blockbuster que hoy su legado lo inunda todo, trascendiendo lo que él mismo pueda hacer. Mientras el director ha ido perdiendo el contacto con el público —su reciente autobiografía, Los Fabelman, se hundió en taquilla—, desde otras instancias de la industria se asume que lo más valioso que puede darle a la maquinaria hollywoodiense estriba en sus franquicias, y en la invocación de un estilo.
El mismo Spielberg pudo ajustar cuentas con lo primero en Ready Player One —una celebración de la cultura pop como crossover virtual dirigida por quien más había hecho por dicha cultura pop—, pero por lo general la regurgitación de su legado ha corrido a cargo de terceros. El fenómeno Stranger Things, por ejemplo, se asienta en la iconografía ochentera que el mismo Spielberg diseñó a partir de su productora, Amblin, aunque quizá de cara a abordar algo como Indiana Jones y el dial del destino sea más socorrido acudir a Jurassic World. La segunda entrega de la trilogía estuvo dirigida por J.A. Bayona.
Y, en Jurassic World: El reino caído, el cineasta catalán trataba de mimetizar la puesta en escena con el sello de Spielberg. Lo que suponía recuperar las citadas iconografías, pero también un virtuosismo y una preocupación por el sentido de la maravilla que se antojaba heroica en una época donde la capacidad de maravillar de Hollywood está sumamente devaluada. El reino caído, sin dejar de ser una idiotez fantasmal, lo logró. Como también lo ha logrado contra todo pronóstico Indiana Jones y el dial del destino, de la mano de James Mangold y de algo que a Bayona se le escurrió entre los dedos: pura y dura sabiduría pop.
A la estela de los clásicos
“No puedes reemplazar al mejor jugador de béisbol de todos los tiempos sin saber que hay unas expectativas en ti”, cuenta Mangold sobre la complicada tesitura de suceder a Spielberg al frente de Indiana Jones. “Pero al final solo has de pensar en golpear la pelota. No puedes preocuparte por lo que el público o alguien fuera del campo estará pensando”. Spielberg iba a dirigir originalmente la quinta entrega de Indiana Jones, queriendo volver sobre sus pasos tras la fría reacción que había suscitado la película previa, Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal. Llegado 2020, tras varios años de desarrollo, optaba por marcharse.
Antes también lo había hecho George Lucas, creador de Star Wars y colaborador habitual de Spielberg en la saga, y seguidamente lo haría el guionista de El reino de la calavera de cristal David Koepp. El dial del destino es, pues, una película que no existiría sin la obstinación de Disney —al mando de Lucasfilm desde 2012— por exprimir al personaje, y en general sin unas circunstancias muy precarias en Hollywood con respecto a la generación de nuevos imaginarios. Pero al menos Spielberg sí accedió a quedarse como productor ejecutivo.
“Estuvo presente en el desarrollo de un nuevo guion y nos hicimos muy amigos. Terminamos hablando cada semana de rodaje durante un año, mientras él hacía Los Fabelman y yo hacía Indiana Jones”, recuerda Mangold, cuyo fichaje como director pocos meses después de la marcha de Spielberg caía por su propio peso. El cineasta neoyorquino cuenta con una sólida carrera a sus espaldas espoleada, antes que cualquier cosa, por convicciones cinéfilas muy claras. La mirada de Mangold tiene un ímpetu neoclásico, que de forma instintiva conecta con tiempos pretéritos de Hollywood y confía en la grandeza de las historias de siempre.
Es la que ha posibilitado su extraordinario remake de El tren de las 3:10, y eventualmente el apoyo de la industria al sacar adelante un cine añejo pero capaz de vigorizar cualquier producción, sin importar lo corporativo de sus mimbres. Puede que el filme que más claramente le llevó a dirigir Indiana Jones fuera Logan: entrega de X-Men que acogía visos de wéstern crepuscular para darle una despedida tan violenta como emotiva al Lobezno de Hugh Jackman. El dial del destino, antes que cualquier cosa, va de héroes en el crepúsculo.
“Spielberg es un director muy clásico y me siento muy cómodo jugando en su cajón de arena, porque yo tengo gustos similares. A mi manera he intentado explorar los mismos referentes, gracias a compartir el amor por las grandes películas con las que crecimos: wésterns, aventuras, misterios pulp, ciencia ficción…”, explica el director. Para crear originalmente al arqueólogo, Spielberg y Lucas se habían basado en seriales televisivos y cine de acción de serie B: referentes que acogieron una escala épica a partir de En busca del arca perdida.
Mangold ha vuelto a estos referentes, pero trae consigo algunos nuevos y ha erigido la trilogía original como la deuda estelar. De esta curiosa combinación, de las filias de Mangold entremezcladas con el recuerdo de la saga, surge el personaje de Helena: la ahijada de Indy que interpreta Phoebe Waller-Bridge y le acompaña en esta aventura. Helena es un personaje fascinante por cómo cataliza la sabiduría pop que mencionábamos al principio.
Helena es el desencadenante de una aventura que pilla por sorpresa a Indy a finales de los 60, cuando va a jubilarse de la enseñanza, el hombre acaba de llegar a la Luna y hay sospechas de nazis infiltrados en EEUU. Su forma de lidiar con el veterano arqueólogo, desafiándole con arrogancia y engañándole continuamente a lo largo del mundo, remite a la clásica comedia screwball con mucho más músculo que el que por ejemplo pretendía exhibir el toma y daca de Indy y Willie (Kate Capshaw) en El templo maldito, tan marcado por la misoginia.
En cambio, la creadora de Fleabag reclama la ferocidad de Barbara Stanwyck en Las tres noches de Eva —Mangold siempre ha sido admirador del cine de Preston Sturgess—, con la que Indy ha de negociar desde la consciencia de que, en realidad, Helena es como él: su heredera, una aventurera que a lo largo del filme es capaz de repasar los distintos conflictos que atravesaba el protagonista durante toda la trilogía original. Incluyendo un protegido, el Tapón de Ke Huy Quan pasando a ser Teddy, encarnado por Ethann Bergua-Isidore.
Helena es un reflejo de Indy, construido para tejer una reflexión sobre las inquietudes conceptuales de la saga. Pero, por suerte, esta reflexión deja de lado cualquier concesión, del mismo modo que los inevitables guiños nostálgicos no se articulan como llamadas de atención directas al público, sino como juegos cómplices entre los personajes. Lo mejor que se puede decir de El dial del destino es que tiene una confianza militante en la ficción.
El problema del tiempo
Mangold se hizo cargo personalmente de la reescritura del guion después de todos los terremotos que había experimentado el proyecto. Esta reescritura, sin embargo, no evita varios elementos deficientes —el ridículo personaje de Antonio Banderas, diversas arritmias entre el segundo y tercer acto—, ni tampoco exime del todo a El dial del destino de enfrentarse a las forzosas carencias a las que abocaba su mismo nacimiento.
Mangold, en efecto, no es Spielberg. Pero hay un trabajo lo bastante esforzado —en materia de composición de planos, de originalidad en las escenas de acción— como para concluir que ha interiorizado lo mejor posible su estilo. “Toda mi vida, cada día que he dirigido, he dirigido con su voz en mi cabeza. Porque era mi héroe y su voz me guiaba”, asegura. Gracias a esta pretensión, la factura de El dial del destino supera ampliamente a muchos blockbusters actuales en cuanto a la claridad de los movimientos, el diseño de producción o la fotografía. Aunque no tiene tanta suerte con el CGI, como muchos blockbusters actuales.
Los efectos digitales emborronan ocasionalmente los logros plásticos de El dial del destino, como recordatorio insistente de que ya no estamos en los 80 y el cine de hoy debe lucir así. Nada lo proclama mejor que la larga secuencia introductoria, donde Harrison Ford es rejuvenecido por ordenador para que la historia se remonte al final de la Segunda Guerra Mundial. Aquí la extrañeza aplasta la competente realización de Mangold. Durante estos minutos es inevitable temer si El dial del destino no será, como tantas otras antes que ella, una secuela desalmada a punto de pasar revista autocomplaciente de nuestros recuerdos.
Puesto que el tesoro que focaliza la trama es la Anticitera —y, con ella, la posibilidad de viajar en el tiempo— los temores parecen cada vez más fundados, pero la jugada de Mangold resulta ser mucho más lúcida de lo que parecía. Pues en efecto a él no le interesa el tiempo como excusa para acariciarnos la nostalgia, sino como elemento determinante de la psicología actual y hastiada de Indiana Jones. “El tiempo es el mejor tema posible para abordar en una última película de Indiana Jones, cuando el protagonista tiene 70 años y el mundo cambia a toda velocidad a su alrededor”, defiende Mangold.
“El héroe de los viejos tiempos se pregunta si se ha quedado obsoleto, e intenta reinsertarse en nuestra época”. Es justo lo que hace con tanto brío El dial del destino. Recurre a varias dinámicas actuales —revisionismo, directores convertidos en propiedad intelectual, CGI de derribo—, para ponerlas al servicio del motor escapista originario, felizmente ingenuo y festivo. La operación termina de mostrar lo bien que ha sido orquestada en un clímax asombroso, poseedor de un riesgo e inventiva que, efectivamente, nos traslada a otra época. A una en la que los blockbusters podían ser libres, y también los lideraba Indiana Jones.