El director de cine Carlos Saura, autor de obras maestras como Cría Cuervos, La prima Angélica o La caza, ha fallecido a los 91 años. Saura, uno de los directores más importantes e influyentes de la historia de nuestra cinematografía, experimentaba problemas de salud desde el pasado año. Ya en la pasada edición del Festival de Cine de San Sebastián, donde presentaba su último documental dedicado al arte y la pintura, tuvo que cancelar su asistencia por una caída que le dejó bastante afectado. Desde entonces no había realizado apariciones físicas, y había cancelado cualquier acto programado. Este sábado 11 de febrero, Saura debía recoger el Goya de honor, que finalmente se le entregará de forma póstuma a uno de los mejores directores que ha habido en el cine español.
Saura representó la modernidad en un país gris. Su cine era pura revolución en una España sumida en el franquismo y la censura. Desde obras como La caza (1966), Peppermint Frappé (1967) o Ana y los lobos (1973), radiografió al franquismo y a una burguesía aspiracional que habría comprado los dogmas de la dictadura. Obras que burlaron la censura, con la que tuvo más de un encontronazo, y que eran absolutas cuchilladas a los valores impugnados por Franco. Un cine que era absolutamente radical en lo estético y en lo temático, llegando a realizar hasta una película que era todo un bofetón a la Guerra Civil -quizás la mejor realizada en España- en La prima Angélica (1974). En su cine fue clave Geraldine Chaplin, actriz que protagonizó sus obras más vanguardistas y con la que tuvo una relación sentimental de quien nació su hijo Shane. Saura tendría otros tres hijos con Mercedes Pérez y una última hija con la actriz Eulalia Ramón, Anna Saura, productora de sus últimos trabajos y su mano derecha y apoyo en los últimos años.
Su cine se convirtió en especialista en burlar las tijeras censoras, esas que sí cortaron la aparición de Buñuel como verdugo ajusticiando a unos presos mediante garrote vil en Llanto por un bandido (1964). Junto a Elías Querejeta, figura fundamental en su carrera y con quien produce sus mejores obras desde La caza en adelante, consiguen estrenar filmes tal cual los concebían. Lo hacían presentando el internegativo en vez del negativo original a la censura, o incluso presentando un guion ampliado con escenas que sabían que recortarían por su carácter provocador a fin de que no repararan en las esenciales de la historia originalmente concebida.
Ambos se aprovecharon de las ansias de vender la dictadura fuera de España, y es así como el cine de Saura viajó por los grandes festivales internacionales, donde su nombre hizo ruido desde el primer momento y donde le colocaron la etiqueta de autor, una etiqueta que a él le encantaba y que aquí se empeñaban en no utilizar. La prensa afín al franquismo nunca le consideró un gran director, y fueron las críticas de otros países, especialmente las de Francia, las que le auparon a la categoría de autor sin ningún tipo de discusión. Un autor que directores como Bong Joon-Ho, Julia Ducournau o Tarantino mencionan cuando hablan de sus maestros.
“Hasta Spielberg lo dijo en algún momento”, recordaba Saura en una entrevista donde confesaba que le encantaba la palabra “autor”. “Todo el mundo estaba en contra de mí porque yo me consideraba un autor, todo el mundo decía: ”este imbécil que se considera un autor“, así que fíjate cómo cambia todo. Decían que eso era una cosa muy elitista, que había que hacer un cine popular para todo el mundo y yo creo que no hay una contradicción entre las dos cosas”, decía entonces.
El reconocimiento a Saura llegó tarde. Su humildad, su forma llana de hablar, su exceso de alardes hizo que también tras el franquismo una generación tardara en reconocerle. Han sido los directores de una generación posterior como Juan Antonio Bayona, Paco Plaza, Carla Simón o Carlos Vermut los que realizaron una tarea en que se reconociera su trabajo como el del maestro que siempre fue. Un maestro humilde que costó que le reconocieran en su país. “Siento que me respetan mucho más ahora. Hay un reconocimiento mucho más grande, no sé cuál es el motivo”, solía comentar Saura.
Un año después de la muerte de Franco dirigiría la que muchos consideran su mejor película, Cría Cuervos, un filme presentado en Cannes, algo que fue fundamental para Saura, que reconocería después que de no ser por el certamen su carrera podría haber terminado en ese momento: “Si no fuera por el premio en Cannes y la locura que se montó… Aquí hubo un crítico muy conocido que la destrozó. En Berlín fue La caza y dijeron que era mi mejor película, que yo no lo creo, pero al salir de la premiere un crítico español me dijo: 'vaya mierda que has hecho’”.
Es el director español que más galardones ha ganado. Dos Osos de Plata al Mejor director por La caza (1966) y Peppermint Frappé (1967); un premio BAFTA por Carmen (1983); Premio del Jurado en Cannes por La prima Angélica (1974) y un Gran Premio del jurado, por Cría Cuervos en un certamen en el que compitió hasta en ocho ocasiones y cuyo nombre es uno de los elegidos que en la última edición, la 75, adornaban las cortinillas que se veían antes de cada proyección. Solo tres españoles estaban: Buñuel, Saura y Almodóvar, los tres autores más importantes de la historia de nuestro cine,
Niño de la guerra
La vida de Carlos Saura y su cine están marcados, como la historia de nuestro país, por la Guerra Civil. Saura se definía a sí mismo como un niño de la guerra. El golpe estado llegó cuando él tenía cuatro años, y su familia dejó Huesca y se refugió en las zonas republicanas de Madrid, Barcelona y Valencia. Una experiencia traumática que siempre recordaba y que siempre mentaba. En los últimos años, con el auge de la extrema derecha, usaba su propio ejemplo para alertar de lo que se volvía a escuchar.
Sus vivencias quedaron plasmadas en uno de sus últimos trabajos, el emocionante corto Rosa, Rosae, un trabajo animado con sus propios dibujos y con la canción de Labordeta que hablaba de la infancia que tuvo que vivir el conflicto y vivir con sus heridas. También la Guerra Civil era el escenario de su mayor éxito de público, Ay, Carmela, la adaptación de la obra de José Sanchís Sinisterra con guion de Azcona por la que ganó el Goya a la Mejor película y al Mejor director.
La guerra estaba también en esa original y brillante aproximación que era La prima Angélica, pero las heridas estaban en La caza, con esos señores buscando conejos en un paraje que esconde los muertos republicanos que no tuvieron sepultura.
Tras la guerra, Saura se trasladó a Madrid, en 1941, donde estudió bachillerato y donde comenzó a trabajar como fotógrafo y a estudiar en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas (IIEC), donde comenzó en 1952 y se diplomó cinco años después gracias a la práctica Tarde de domingo. También trabajó allí como profesor de prácticas escénicas. Su debut llegaría en 1957 gracias a Los golfos (1957), un filme sobre la juventud en los márgenes que ya participó en el Festival de Cannes y ya provocó la ira de la censura.
La música, su otra obsesión
Existe otra gran área temática que agrupa buena parte de la filmografía de Carlos Saura, especialmente la de las últimas décadas. Son sus películas dedicadas a la música tradicional no solo española, sino de otros países como Portugal, Argentina o México. Se negaba a decir que sus filmes fueran sobre el ‘folclore’ porque detestaba esa palabra. “Mis obras mantienen las formas antiguas, las vestimentas, los detalles... Pero a mí lo que me gusta es actualizarlo”, explicaba sobre su estilo. Consiguió imágenes hipnóticas retratando el flamenco, los fados, el tango… todo gracias a la fotografía de Vittorio Storaro, otro de sus grandes colaboradores y uno de los mejores directores de fotografía de la historia del cine.
Una relación que comenzó de forma tímida con el ballet en su particular versión de Bodas de sangre (1981), y que se consumó en Carmen (1983), adaptación flamenco del clásico de Merimée que marcó las líneas estilísticas de su cine musical. Una película visualmente arrebatadora, con unos travellings siguiendo a los zapatos de las bailarines que siguen siendo un prodigio de puesta en escena y por la que ganó el Bafta a la Mejor película extranjera. Tras ellas vendrían El amor brujo (1986), Sevillanas (1992) y Flamenco (1995).
Tres años después le reclamarían para retratar de la misma forma las danzas y músicas de otros países. Argentina fue el primer país, y su Tango fue tal éxito que se convirtió en el filme elegido por ellos para representarles en los Oscar e incluso llegó a estar entre las cinco finalistas. Sería la tercera, tras las logradas por Mamá cumple cien años y Carmen. Tras el Tango llegarían Fados, Zonda, y El rey de todo el mundo.
Mucho más que un director
Carlos Saura fue un director que siempre abrazó la técnica. Nunca sintió añoranza por la película cinematográfica, y se dejaba seducir por cada innovación. Siempre pegado a su cámara de fotos, que cambió de analógica a digital sin trauma y con alborozo. “Yo soy muy pro-avance de la técnica. La gente se olvida que el cine es un invento científico, sin conocimientos científicos no hubiera existido el cine, ni la fotografía, dependemos de eso y hay que aceptarlo. Al que pinta y al que escribe les vale con un lápiz y un papel, pero nosotros necesitamos un soporte técnico y ahora es una maravilla, es un sueño”, dijo en la edición de Seminci donde presentaba Zonda, folclore argentino en 2015.
La fotografía fue su otra pasión, pero no la única. Saura no podía quedarse quieto. Su inquietud artística se manifestó en películas y fotografías, pero también en cuadros, esculturas y novelas que han sido traducidos a varias lenguas. Incluso ha dirigido en seis ocasiones ópera y varias obras de teatro. En los últimos años su obsesión fueron los 'Fotosaurios', una intervención artística en la que regresaba a sus propias fotografías para alterarlas con pintura.
El proyecto inacabado
Hiperactivo, Saura siempre tenía un proyecto en mente En cada entrevista contaba nuevas ideas. Quería rodar con Rosalía, a la que admiraba, pero siempre hubo un proyecto que estuvo en su cabeza y que nunca pudo terminar. Su película sobre Picasso, que acabó con la etiqueta de proyecto maldito. Se intentó levantar en muchas ocasiones. El director ya había dirigido una película sobre un pintor, Goya en Burdeos, pero aquí se pensaba centrar en los 33 días (de hecho, ese era el título de la película, 33 días) que el artista tardó en pintar el Guernica. Era un filme que hablaría, al final, sobre España, sobre la Guerra Civil, e incluso en alguna ocasión desveló que el filme tendría viajes fantásticos en los que el propio Picasso entraba en su propia obra.
Para dar vida al pintor siempre existió un nombre, Antonio Banderas, que durante años estuvo vinculado al proyecto y que incluso durante un tiempo tuvo a Gwyneth Paltrow como protagonista. Uno de los golpes más duros para Saura fue ver que Banderas interpretaba a Picasso en una serie de televisión, pero sin embargo seguía empeñado en realizarlo aunque ya fuera sin el actor malagueño. En el último festival de Málaga contaba que seguía ahí, aunque había girado y ahora se centraba “más en la relación de Picasso con Dora Maar, que fotografió cómo pintaba el cuadro”. Allí, Saura dejó una frase que sonaba a despedida. Con serenidad, sin un solo titubeo, decía a la prensa que no temía a la muerte, y que cada día que amanecía y abría los ojos daba las gracias. Una frase que desprendía el espíritu de Saura, esa humildad de un artista fundamental sin el que es imposible entender nuestra historia reciente.