Se dice que su madre tuvo una relación extramatrimonial con el führer. Se dice que su progenitora se aprovechó de ella obligándola a actuar en películas desde muy pequeña. Se dice también que cuando fue a Madrid para el estreno de La panadera y el emperador hubo tal tumulto que se llegaron a romper los cristales de la puerta del cine. Se dice que el pueblo alemán la acusó de traición tras obtener la nacionalidad francesa. Se dice que se suicidó por una profunda tristeza.
Es posible que todas esas cosas sean verdad, pero también es posible que casi todas sean mentira. Lo único seguro es que, como relato mediático, como parte del mito cinematográfico, todas ellas forman parte de la vida de Romy Schneider. Y es precisamente esta la tensión –entre lo que el público y la prensa esperaban de ella y lo que Romy Schneider pretendía llegar a ser– en la que se adentra 3 días en Quiberon. Dirigido y escrito por Emily Atef, y galardonado ocho veces en los Premios del Cine Alemán (incluidos el de Mejor Película y Mejor Dirección), este singular biopic acaba de ser estrenado en Filmin.
“No soy Sissi. Jamás lo he sido. Soy una mujer rota de 42 años y me llamo Romy Schneider”. Fue la respuesta contundente –una de muchas– que la actriz le dio al periodista de la revista alemana Stern, Michael Jürgs, durante la última entrevista que concedió en su vida. La conversación se alargó durante tres días y tuvo lugar en una especie de hotel balneario, situado en el pueblo bretón Quiberon, en el que Schneider se encontraba haciendo un retiro de desintoxicación –de alcohol y drogas pero también de azúcar y cafeína– antes de rodar su siguiente película.
El lugar representa, en realidad, un lujoso espacio de sanación en todos los sentidos: en ningún momento se expone textualmente que la actriz sufra una enfermedad o adicción concreta, sino que se incide en que está allí porque no se encuentra todo lo bien y feliz que debería, como si se sometiera a un tratamiento terapéutico para eliminar las impurezas existenciales que le impedían vivir una vida a la altura del mito que representaba. Rodada en blanco y negro, y localizada en la intimidad de las habitaciones del balnerario, la actriz Marie Bäumer da vida en 3 días en Quiberon a una Schneider crepuscular, que quiere enfrentarse nuevamente a los fantasmas de su figura pública.
Abrir el foco
Con todo, el film se aleja del relato trágico y morboso de la enfermedad mental para tratar de devolver al personaje la agencia sobre su vida. La Schneider que vemos no está indefensa, ni se muestra ajena a las dificultades que entraña su situación. Para mostrarlo, la película abre el foco y, además de Romy y el periodista, también introduce dos personajes que serán relevantes en la narración: su amiga Hilde, que se encuentra acompañándola por un sentimiento de responsabilidad íntima y sincera con la salud de Schneider; y el fotógrafo de la revista, Robert Lebeck, quien también parece sentir un cariño hacia ella, asentado en una amistad duradera previa. Aquellos días, Lebeck tomó hasta 600 fotografías de la actriz –aunque después se publican solo unas 20– sin maquillaje, con el pelo sin arreglar, tirada por la cama o al filo del mar.
No será así en el caso de Jürgs, quien la presiona constantemente en un ejercicio periodístico que resulta amarillista y condescendiente. De hecho, lo que muestra el film a través de la figura de este periodista poco ético, es que esta fue exactamente la actitud que estaba acostumbrada a encontrar Schneider allá donde fuera. Desde sus primeros años hasta convertirse en una actriz consagrada, el interés desmedido por su figura se torna en un acoso diario y en una pérdida de control sobre su propia identidad. Romy parece ser un juguete de dominio público, un espejo en el que la sociedad quería mirarse, la protagonista de las portadas sin remedio: daba igual que fuera porque un día estaba especialmente afable o por lo contrario.
Será primero su madre, la también actriz de prestigio Magda Schneider, quien haga de ella un artilugio para relanzar su carrera después de la caída del régimen nazi por el que su familia había sentido una enorme simpatía, llegando a trabajar para ellos codo a codo. Tras la Segunda Guerra Mundial, Magda se casó de nuevo con un empresario en alza –el padre de Romy las había abandonado– y decidió que su lavado de cara particular sería actuar siempre acompañada de su hija. Una Romy Schneider de 15 años, con un rostro redondo y encantador, debutó entonces en la película Lilas blancas junto a su madre como protagonista.
Años después, Schneider contaría que llegó al rodaje después de haber vivido cuatro años sola en un internado. Aunque tuviera pocas posibilidades de elegir, esa Romy adolescente tampoco opuso resistencia a la decisión de su progenitora por la deuda que sentía deberle al mundo después de las amistades nazis de su familia: ella misma tenía fotos jugando con cuatro años en el jardín de la casa de verano de Hitler, en Berchtesgaden. No por casualidad sus dos hijos recibieron nombres judíos: David y Sarah.
Para lo bueno y lo malo, Lilas blancas fue un éxito y consiguió el objetivo de Magda, encauzando de nuevo su carrera, y sobre todo, mostrando a Romy como un diamante en bruto disponible para revitalizar el ánimo de la nueva Alemania que comenzaba a florecer. Después de aquello y otras dos películas más, llegaría su encumbramiento: la actriz se convertiría en Sissi en tres rodajes seguidos –en los que su madre haría también de madre de la joven emperatriz en la ficción–.
Mientras, el público internacional también quedó fascinado por la joven: en 1956 viajó a Hollywood, siempre acompañada por su madre, y allí las recibió Walt Disney para otorgarle a la joven el premio a “la muchacha más bonita del mundo”. Así que cuando dos años después se niega a continuar la saga y marcha a París para rodar una película con el joven actor Alain Delon, la prensa alemana comenzó a asociarla con la palabra traición de manera insistente: las heridas de guerra aún estaban demasiado cerca y la mudanza de la actriz a Francia simbolizaron una pérdida imperdonable.
La cárcel dorada
Para ella, en realidad, aquel movimiento poco tuvo que ver con su patria, sino que era la única forma que encontró para construir una carrera propia en solitario, huyendo de una madre controladora, un padrastro que intentó abusar de ella en varias ocasiones y un personaje cinematográfico que la había absorbido por completo. “Me sentía ignorante. En lugar de aprender a vivir, ¡rodaba! En lugar de vivir, estaba en platós de cine. Siempre he tenido la impresión de no saber hacer nada en la vida y de saber hacerlo todo en el cine. He vivido mucho tiempo en una cárcel, dorada ciertamente, pero cárcel al fin y al cabo”, contaría después sobre esa temprana etapa en Alemania en un documental rodado por la periodista Alice Schwarzer en 1976 –aunque no salió a la luz hasta hace tres años por petición de la actriz–.
También en 3 días en Quiberon, en uno de los momentos más tensos de la conversación, el periodista aprovecha la complicada relación con su familia, de la que ya todo el mundo era conocedora, para retorcerla entre sus propios recuerdos. “Sí, me robaron la infancia”, afirma, concediéndole el titular que ya parecía tener escrito por adelantado Jürgs, y añade un detalle que revela mejor cómo se ejercía el encierro en esa jaula dorada: “Mi madre me obligaba a sonreír siempre, allá donde fuéramos”.
La última concesión que le hizo a Magda fue prometerse en matrimonio con Delon, de quien se había enamorado en el rodaje de Christine, antes de irse a vivir con él. Así lo anunciaron en una rueda de prensa. Eran una pareja icónica del momento, destinada a un romance inmortal, y sin embargo el cuento de hadas duraría tan poco que ni siquiera la boda llegó a producirse. Cinco años después de conocerse, él la abandonó dejándole una simple nota en la cama: “Me he ido a México con Nathalie. Mil cosas. Alain”. Por lo que ha trascendido de esta relación y las siguientes –se le conocen varios amantes y dos maridos– la mayoría de hombres utilizaron también a Romy Schneider como un objeto preciado, igual que lo habían hecho antes su madre y el público alemán, un cuerpo y un nombre con el que pasear del brazo y sentirse orgulloso.
Sin embargo, de sus relaciones personales, será su hijo David, fruto de su matrimonio con el actor Harry Meyen, el que más aparezca en 3 días en Quiberon a través de llamadas telefónicas y de la manifiesta preocupación que muestra ella por los cambios adolescentes que atraviesa. Una decisión que parece venir a recordar al espectador su trágico final: el 5 de julio de 1981, con 14 años, el hijo de Schneider muere en un accidente, atravesado por las rejas de la casa de sus abuelos. La tragedia se agudizó, si cabe, por el acoso de la prensa: algunos periodistas entraron al hospital disfrazados de personal para fotografiar el cadáver.
“¿Dónde está la moral, dónde está el tacto?”, declaró en una rueda de prensa meses después. Un episodio que no puede tomarse como anecdótico. Si conocemos tantos detalles de Romy Schneider es porque era foco de un circo mediático destructivo y constante. “He perdido todo el control sobre mi vida”, afirma entre lágrimas durante la entrevista que recoge la película.
Al año siguiente, sólo nueve meses después de la muerte de su hijo, Romy Schneider fue hallada muerta en su casa de París con 43 años. Debido a que el magistrado pidió que no hubiera autopsia “para no romper el mito” –una decisión que hoy resulta impensable– oficialmente la causa de la muerte consta como paro cardiaco. Aunque la versión que se impregnó en el imaginario colectivo es que fue un sucidio causado por sus excesos, problemas de salud mental y la muerte de David. Romy Schneider, “la mujer rota”, “la actriz herida que nadie podía salvar”: fueron algunos de los titulares que llenaron la prensa en aquellos días y con los que aún hoy se la recuerda.
Protagonista, no víctima
El último detalle que ejemplifica lo mal que fue querida la actriz es la confesión inesperada de Alain Delon declarando, una vez muerta, que Romy había sido el gran amor de su vida. Al enterarse de la noticia, Delon pidió ver el cuerpo de la actriz para sacarle una foto que guardó como una reliquia, repitiendo una y otra vez que jamás dejaría que nadie la viese. El mismo Delon no se presentó en el entierro, aludiendo a que no quería ser fotografiado allí, pero sí publicó una carta inexplicable en la revista Paris Match llamándola “Puppelé” –en alemán muñequita– y alimentando la versión de que Schneider se había suicidado. “Deseaba tantísimo morir que si no hubiera sido de ese modo, habría sido de otro. Lo sabía, pero también sabía que no podía hacer nada por evitarlo”, contaba.
Fuera de este enrevesado relato, lo que se esmera por recordar la Romy Schneider de 3 días en Quiberon es que ella simplemente quiere seguir trabajando como actriz. Hasta ese momento, Schneider había trabajado con los grandes directores de la época, desde Visconti, Orson Welles y Claude Sautet, hasta Deray o Zulawski, y había recibido numerosos galardones y reconocimientos por su labor cinematográfica. En el film, esta trayectoria biográfica queda en un segundo plano, porque su deseo tiene que ver más con la posibilidad de recuperar una cierta sensación de normalidad que con un impulso artístico. Y esa es la pregunta que plantea 3 días en Quiberon: ¿acaso la actriz tenía alguna posibilidad de salvarse? ¿Alguien la trataba de forma no instrumental, con un afecto sincero y desprovisto de todo interés? La respuesta que da la película es clara.
Su amiga Hilde va a visitarla sin ningún tipo de motivación ulterior en uno de sus momentos más bajos, y lo hace con el único ánimo de estar a su lado, cenar riéndose juntas y protegerla durante la entrevista de las preguntas inoportunas. Cuando el periodista de Stern le dice a Hilde que como mujer no tiene nada que le haga especial más allá de “ser amiga de Romy Schneider”, en un intento de enfadarla, a ella no parece importarle aquello: estaba allí cuidando de una persona a la que tenía aprecio.
A pesar de que Emily Atef introdujo este personaje sin ser fiel a la realidad –nada indica que durante aquella entrevista hubiera una amiga acompañándola– sí que representa que Romy Schneider no estuvo sola durante todo aquel espectáculo que hizo de ella un relato sin sustancia. De hecho, será su amiga Claude Pétin, quien cenó con Schneider en su última noche, la que más se afanó en repetir que estaba segura de que no se quitó la vida por su tristeza, y que en su casa no había alcohol ni pastillas aquel día.
Es imposible hoy conocer la verdad de los acontecimientos o tratar de reparar todo el daño hecho a su figura, pero el ejercicio especulativo de 3 días en Quiberon nos permite entender la crudeza de su soledad sin incurrir en una mirada condescendiente. Lejos de recrearse en el fatalismo, y acercarse a la figura de Schneider desde la certeza de su muerte, la película de Emily Atef ahonda en la ambigüedad de su malestar, en la compleja situación de una mujer que nunca fue el títere que muchos quisieron hacer de ella. Rescatando ese pequeño fragmento de la biografía de la actriz, 3 días en Quiberon deja abierto e inconcluso el relato que fue su vida; pero no lo hace para imaginar finales alternativos, más alegres, sino para acabar con la idea de que Scneider fue víctima de su propia biografía, devolviéndole así el papel de protagonista.