Más en eldiario.es
Apocalipsis, desesperación y sátira en la ciencia ficción de una URSS que colapsaba
Hace 80 años, un Frank Capra en el punto álgido de su carrera irritó a la élite política estadounidense con su nuevo filme, Caballero sin espada. Joseph P. Kennedy, patriarca de la famosa dinastía de políticos, llegó a defender que su exportación debilitaría la imagen del país. La película abordaba una historia de inocencia rota y corrupción. Su protagonista era un hombre idealista a quien escogen para sustituir a un senador fallecido. La inexperiencia política del señor Smith debía servir para aprobar sin trabas la construcción de una obra pública que enriquecería a un senador corrupto y al magnate mediático que le controlaba.
En la narración, una asesora escéptica se enamora de la ingenuidad de Smith y, a la vez, la sacrifica en aras de un bien mayor: Clarissa le desvela que su mentor político se está aprovechando de él. Cuando Smith decide rebelarse y denunciar públicamente la trama corrupta, la maquinaria mediática le aplasta. Solamente su enamorada y un exageradamente receptivo presidente del Senado le apoyan. Su objetivo: paralizar la institución hasta que alguien investigue sus acusaciones.
El responsable de este filme que causó la ira de Washington no era precisamente un activista radical. Capra había ganado tres premios Oscar al mejor director en los cinco años precedentes gracias a unas comedias dramáticas que mezclaban pinceladas sobre la desigualdad económica y desenlaces complacientes que sellaban cualquier conflicto de clase. Caballero sin espada iba a ser una secuela de El secreto de vivir, un delicioso filme sobre la herencia millonaria que transtorna la vida de un cándido ciudadano de la América rural.
La imposibilidad de contratar a Gary Cooper para retomar su rol de Longfellow Deeds hizo que el proyecto cortase sus vínculos explícitos con la obra precedente -aunque la similitud de los títulos originales, Mr. Deeds comes to town y Mr. Smith goes to Washington, recordase esta relación-. James Stewart, que ya había trabajado con Capra en Vive como quieras, relevaba a Cooper como encarnación física del buen estadounidense entendido a su manera: infinitamente bientencionado, tan honesto como ingenuo y tímido en el amor.
La ingenuidad que proyectaba la película era análoga a la que profesaba su héroe. Después de que el Senado en pleno le haga el vacío, un gesto sacrificial del político corrupto abre la puerta a la rehabilitación de la figura de Smith. Como en tantas películas de Capra, una acción lo cambia todo, las piezas de la realidad desplegada hasta ese momento se reencajan y todo vuelve a funcionar... o parece volver a hacerlo. Porque el Senado seguirá siendo un nido de burócratas de Washington, proclives al corporativismo y a ejercer de campeones de los agentes económicos.
La perspectiva de un romance, la música alegre, hacen que el cierre en falso tenga el aspecto de un final feliz: parece que el sistema funciona. El filme fue un éxito comercial y ha tenido ecos modernos en forma de varios homenajes en Los Simpsons o Padre de familia. Incluso una comedia protagonizada por Eddie Murphy y dirigida por Jonathan Lynn -recordado por la serie satírica Sí, ministro-, llamada Su distinguida señoría, tiene algo de ligera subversión del clásico.
Mediante obras como El secreto de vivir y Caballero sin espada, Capra se convirtió en el constructor oficioso del sueño americano en versión fílmica. Al fin y al cabo, él mismo podía servir de ejemplo de este relato: un niño italiano que llegó a los Estados Unidos en un barco de migrantes económicos se había convertido en uno de los más exitosos cineastas de los años 30. Su cine y su biografía, en todo caso, ejemplifican las contradicciones del retrato que Hollywood hace de su país, y de una cierta tendencia al vaivén y la inconsistencia políticas.
Los posicionamientos ante la coyuntura internacional evidencian la ligereza del pensamiento capriano. Antes de que los ataques japoneses en Pearl Harbor arrasasen con el aislacionismo estadounidense, el realizador había mantenido en su dormitorio un retrato de Benito Mussolini. Este guiño al fascismo no tenía porqué ser una adhesión realmente consciente. El mismo Gary Cooper se adhirió -y luego abandonó- una organización anticomunista con derivas paramilitares conocida como Hollywood Hussars. Sirvan ambas anécdotas como ejemplo de una cierta inconsciencia de la comunidad cinematográfica del momento sobre la realidad de los totalitarismos.
Según los biógrafos de Capra, el realizador era un derechista abierto a debatir con interlocutores diversos, comenzando por su guionista habitual, Robert Riskin, que representaba una izquierda más o menos moderada. Quizá eso facilitó que el italo-estadounidense se interesase por el marxismo desde una óptica presumiblemente contraria a este. Y por eso después de ser un crítico de Roosevelt, pasó a rendirse incondicionalmente al presidente.
El cineasta italo-americano se comenzó a alinear con la posición gubernamental de intervenir en la II Guerra Mundial cuando advirtió sobre la posible infiltración del nazismo en Juan Nadie. Y se alistó para trabajar como realizador de la serie propagandística Por qué luchamos, que pretendía persuadir a la ciudadanía estadounidense de la necesidad de luchar contra la Alemania hitleriana y sus aliados.
En el ámbito social y de la política interior, las contradicciones de la cinematografía de Capra son quizá menos ostentosas, pero no por ello menores. Capra construyó una filmografía conservadora pero de apariencia polisémica: podía combinar una aparente adhesión a las políticas redistributivas del New Deal en una película, y un discurso anti-impuestos en otra posterior. En otros casos, estas contradicciones ideológicas podrían servir para advertir contra las lecturas excesivamente autorales de la producción hollywoodiense. En el caso de Capra, parecen representativas de su visión del mundo y del entretenimiento.
Según Joseph McBride, autor de Frank Capra: la catástrofe del éxito, el realizador temía a los reformistas demócratas que “querían tomar su riqueza y redistribuirla entre personas que no la podía generar por su cuenta como él creía que sí había podido hacer, olvidando que mucha gente le había ayudado”. En opinión de McBride, el guionista Robert Riskin le ayudó sintonizar con una audiencia empobrecida al incluir críticas contra magnates avariciosos.
El dúo ofrecía guiños al malestar social sin salirse de las directrices del Código Hays de censura, aplicado de manera especialmente dura durante la segunda mitad de los años 30. La mirada de Capra, la tendencia a fijarse en los casos particulares sin reparar en dinámicas estructurales, se adaptaba a esas normas: no se permitían las críticas sistémicas y las denuncias debían incluir el señalamiento de responsables específicos.
Más allá de la presencia de oligarcas más o menos malvados, y también de banqueros benévolos y keynesianos -véase La locura del dólar-, la era dorada del cine de Capra desborda patriotismo. Casi todas sus películas de aquella época incluían algún momento de exaltación de George Washington o Abraham Lincoln. De ese orgullo nacional emergía la sombra supremacista del excepcionalismo americano. Y un juego de equilibrios entre el individualismo y un cierto sentido comunitario.
Capra, Riskin y compañía hacían grandes esfuerzos para afirmar la posibilidad de una unidad social en tiempos de conflicto y desasosiego. En sus filmes no se apostaba por la justicia social, sino por el poder de las acciones individuales: desde el buen vecinazgo hasta las acciones benéficas libremente escogidas por adinerados empáticos. El optimismo 'capresco' pasaba porque el conflicto dramático se disolviese a través de acuerdos inesperados entre individuos de intereses y clases antagonistas. Un banquero y el hombre que dificulta el proyecto urbanístico del primero podían superar sus diferencias tocando la harmónica juntos.
De hecho, el tejido dramático de las películas de Capra solía girar alrededor de antagonismos sociales que dificultaban las relaciones personales pero que eran finalmente superables. Esta superación era implícitamente afirmadora del orden establecido: a pesar de la desigualdad extrema posterior al crack del 29, la sociedad podía caminar junta. La aparición de figuras de autoridad extremadamente benévolas con el débil, como el juez de Vive como quieras o el presidente del Senado de Caballero sin espada, ratificaba esta construcción de una sociedad donde había fuerzas negativas, pero también poderes comprensivos.
El amor entre clases era posible en las comedias románticas de Capra. O era posible en la foto fija de un final feliz sanador, quizá irracionalmente optimista -la segunda colaboración del director con Riskin, La jaula de oro, trató cáusticamente los conflictos de clase y de género que podían venir después del happy end-.
Caballero sin espada proyectaba un mayor escepticismo, amortiguado por la fanfarria final. La posterior Juan Nadie, donde Capra y compañía parecían forcejear para conseguir un final feliz imposible, concluía con una victoria pírrica. Como en Caballero sin espada, no había acuerdo posible entre el protagonista y quienes le habían intentado comprar. En esa ocasión, además, no había una conversión del malvado.
A pesar del apoyo implícito al estado de las cosas sugerido en los filmes de Capra, algunos sectores de la derecha estadounidense consideraron que el italo-americano había ido demasiado lejos. La colaboración con escritores de izquierdas -el guionista de Caballero sin espada, Sidney Buchman, formó parte de las listas negras del Hollywood macartista- le pasó factura. Y quizá también lo hizo la producción de Juan Nadie, que se estrenó antes de que Pearl Harbor convirtiese el antifascismo en una causa transversal.
Dentro del anticomunismo posterior a la II Guerra Mundial, se llegó a leer ¡Qué bello es vivir! como un caballo de Troya que quería subvertir el modelo de vida americano. La crítica recordaba al discurso del cínico abogado de El secreto de vivir, que advertía irracionalmente -y movido por intereses económicos- que la beneficencia del protagonista suponía una amenaza para la sociedad.
El mal trago de verse cuestionado por el Comité de Actividades Antiamericanas no evitó que el Capra maduro se alinease con el anticomunismo y volviese a esa derecha que había abandonado en su conversión al rooseveltismo. Fallecido el líder carismático, desapareció la adhesión a las políticas que defendía. Y la guerra fría hizo el resto.
Las más conseguidas películas de Capra son una atrayente batidora conceptual presidida por una enorme capacidad de generar emociones. Unas emociones que pueden obnubilar la razón crítica del espectador. Los desenlaces agitados y accidentados, como el aludido tramo final de Caballero sin espada, sugieren una apuesta consciente por la confusión. Resulta previsible que, tras escapar a duras penas del callejón sin salida dramático de Juan Nadie , Capra se abriese a lo sobrenatural con ¡Qué bello es vivir! .
Asumiendo el conservadurismo que vertebra unas narraciones de apariencia cotidiana pero más cercanas a los cuentos de hadas, puede resultar muy difícil -y seguramente innecesario- resistirse al influjo de estas. Los resultados iban más allá de conectar astutamente con los anhelos de la audiencia. Riskin ideó situaciones y arquetipos que refinó progresivamente -La jaula de oro puede considerarse un ensayo tanto de Sucedió una noche como de El secreto de vivir- con resultados creativos excepcionales.
Cuando Capra y Riskin bajaban la velocidad en algunas escenas señaladas, conseguían acercar el tiempo acelerado del Hollywood clásico a una versión idealizada, casi irresistible, de la vida real. Por ejemplo, cuando la pareja protagonista de El secreto de vivir se une a través del canto en una noche de cortejo que va decantándose hacia el amor correspondido. Y el director de fotografía John B. Wallace supo plasmar bellamente las ideas de Capra y Riskin sobre el uso del espacio y del tiempo cinematográfico.
Wallace creó imágenes bellísimas incluso para lo que en su momento consideró una comedia de baratija: Sucedió una noche. Capra y sus principales colaboradores consiguieron dar con una fórmula triunfal de humor con fuertes componentes sentimentales que, quizá, hacían que aspirásemos a ser mejores personas. Aunque nos engañasen al presentarnos un mundo idealizado.
Apocalipsis, desesperación y sátira en la ciencia ficción de una URSS que colapsaba