En pleno auge del thriller español, vitaminado por el dinero que las televisiones están obligadas a invertir en el cine estatal, algunas instituciones aprovechan la coyuntura para colaborar en proyectos que mejoren su imagen pública.
En la línea de la reciente Zona hostil, que se inspiraba en una misión militar en Afganistán, llega a nuestras pantallas otra película realizada al calor de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. La niebla y la doncella, adaptación de una novela del escritor Lorenzo Silva (El alquimista impaciente), ha sido rodada con la cooperación de la Guardia Civil.
Un logo de la Benemérita nos informa de su implicación durante los créditos iniciales, en un gesto de transparencia inhabitual en el Hollywood cercano al complejo industrial-militar. Por una vez, el espectador está avisado. El guionista Andrés Koppel dirige una intriga calmada que busca contar una historia y quizá, de paso, reforzar la confianza ciudadana en ciertas instituciones. A diferencia de lo sucedido con Zona hostil, no se cae en bochornos como poetizar un recitado del Credo legionario escrito por el golpista José Millán-Astray.
El resultado podría calificarse de civilizado. Sus responsables recuperan para el cine a los agentes Bevilacqua y Chamorro, protagonistas de una larga serie de libros y que ya aparecieron en la gran pantalla con El alquimista impaciente, para ofrecernos una mirada a la Guardia Civil como un cuerpo policial respetuoso de la ley y los protocolos, moderno, inclusivo con las mujeres y casi cool. Y capaz de detectar y depurar los malos funcionamientos, aunque sea con retraso.
Obviamente, se puede cuestionar la veracidad de este retrato en un contexto de condenas concretas por torturas, de cuestionamientos estructurales por parte de Amnistía Internacional o de encajes problemáticos de las mujeres en la institución. Pero hay que conceder que Koppel y compañía se distancian de la normalización de la tortura y la brutalidad tan extendida en el thriller policial.
La figura de Bevilacqua, en esta ocasión interpretado por Quim Gutiérrez, conecta con un estilo a lo CSI y sus protagonistas un poco robóticos y desapasionados. También representa a un modelo de agente alejadísimo del arquetipo habitual del héroe de acción de gatillo fácil y mano dura. No se perciben atracciones conflictivas y contradictorias por los bullies ebrios de testosterona que, en títulos como No habrá paz para los malvados o Que Dios nos perdone, se retrataban como figuras cuestionables pero redimibles y cuya rudeza podía (sobre todo en el filme de Sorogoyen) resultar útil.
Gutiérrez encarna a un funcionario de la ley a la búsqueda de la verdad, cuya mayor transgresión de los protocolos es dar una palmada en el brazo a un chivato renuente a hablar. El personaje interpretado por Verónica Echegui, más inestable y efervescente, contribuye a dinamizar un relato que parece contagiarse del talante cerebral de su protagonista masculino y de la naturaleza de la investigación tardía que este afronta. Se vuelve a indagar en un asesinato cometido tres años antes y cuyo principal sospechoso, un político local, fue absuelto. El tiempo transcurrido difumina la atmósfera de urgencia o de tensión cortoplacista.
El conjunto puede resultar valiente por su toma de distancia con las convenciones del thriller espectacular. Pero también puede relacionarse con la sosez estilística de aquella ficción televisiva española que, encadenada a las limitaciones presupuestarias, al conservadurismo formal y a la convención de los capítulos largos para incorporar más publicidad, apostaba por una narrativa de género muy dialogada, poco vistosa visualmente y que dilataba las situaciones. Aunque esta vez la fotografía esté más trabajada y las distensiones cómicas no lastren el resultado, sino que predomine la sobriedad.
El proyecto también puede remitir a otras intrigas producidas al amparo de los grandes grupos mediáticos (Atresmedia, en este caso): adaptación de una novela española de un cierto éxito, gusto por dotar a la película de color local y explotación de paisajes naturales (en este caso, de las Islas Canarias). Por el camino, los responsables optan por otra renuncia más. La historia que tratan está concebida antes del crack financiero y la posterior crisis, pero su trama de corrupción sí permitía una crítica social que se rehuye.
Así, Koppel se distancia del thriller español contemporáneo que ha jugado a hablar de caciquismos como aquella Chinatown andaluza que fue La isla mínima. Tampoco guiña el ojo al malestar ciudadano contra la corrupción o las malas prácticas empresariales desde la narrativa de género, como sí hicieron El desconocido (con su acoso a un empleado de banca) o Cien años de perdón (donde se representaba una corrupción partidista y una politización extrema de la policía).
Quizá La niebla y la doncella acaba estando más marcada por lo que no incluye (ni elogio del policía indómito y brutal, ni thriller emocionante, ni banderillas de crítica social) que por lo que sí nos da (una cierta pausa, algunas imágenes bellas y una atención moderada a las relaciones entre personajes). Tampoco se percibe una huella autoral ni una especial hondura reflexiva.
No se juega la carta populista de Cien años de perdón, ni se ofrece la intensidad que Tarde para la ira o El desconocido alcanzaban con mayor o menor constancia. Incluso su apuesta por un cierto rigor, por una investigación policial realista que no aparece salpicada de constantes persecuciones y tiroteos, llega comprometida por un vago aroma a propaganda institucional.
Puede suceder que algunos espectadores añoren la vertiente más freak de otra intriga reciente: aquella El guardián invisible que salpicaba una investigación policial con salidas de tono fantásticas y escenas de traumas infantiles más propias del cine de terror. Sus autores, además, aderezaban la trama policial con un tema de fondo (una especie de lucha cultural entre la tradición y la modernidad, con asesino en serie incorporado). La niebla y la doncella no tiene nada de todo esto y se repliega en su gusto por la corrección política y estilística... para bien y para mal.