La etiqueta de “terror elevado” que circunda los debates sobre el género en los últimos años tiene una pariente aún más irritante que esta, y se llama “terror social”. Por terror social se entienden propuestas como la saga La purga, el cine de Jordan Peele o incluso Parásitos. Aunque la etiqueta se traduzca en una liquidez imposible, podría desvelar sus rasgos principales a partir de Speak No Evil. Alrededor de este aclamado filme danés, dirigido por Christian Tafdrup en 2022, era fácil toparse en las reseñas con esta etiqueta. Terror social. Y parecía razonable caer en la confusión, porque si existen películas definidas como “terror social” es que debe haber un terror ahí fuera que, forzosamente, no lo es.
Stephen King escribió un ensayo dedicado a la ficción de terror en los años 80 al que siempre viene bien recurrir cuando nos asaltan dudas en torno a la constitución del género. Este fragmento de Danza macabra es ilustrativo: “El terror es una invitación a dejarse llevar simbólicamente por una conducta desviada y antisocial, a cometer actos de violencia gratuita, a consentir nuestras pueriles fantasías de poder, a entregarnos a nuestros miedos más cobardes”. King sostiene, pues, que la experiencia terrorífica es inseparable de los individuos, y para fluir orgánicamente necesita de otros individuos que la confronten. Es decir, precisa de un tejido social. Si alguien quiere vendernos algo como “terror social” es posible que el terror solo sea un ingrediente sin demasiada incidencia real en la obra. O un truco de márketing.
¿A qué se ajustaba Speak No Evil? Es difícil decirlo, como difícil es asegurar que el cine de Michael Haneke o Lars von Trier pertenezca a la ficción de terror por mucha desazón que puedan producir sus películas. Lo que sí parece sencillo es vincular el esfuerzo de Tafdrup a las coordenadas discursivas de este cine —que hay quien llama “de la crueldad” y suele triunfar en los festivales europeos— y, más allá del impacto que este deje en el espectador, deducir que lo que más le importa es enhebrar un diagnóstico concreto. Uno que, antes que el disfrute o la indagación en nuestras particularidades humanas, prefiera emitir monolíticas afirmaciones sobre la miseria de la especie a la que pertenecemos.
Propongamos entonces que el terror social es supuestamente relevante, supuestamente intelectual, e indudablemente cínico. Y sorprendámonos de que un estudio tan verbenero como Blumhouse haya hecho un remake de Speak No Evil. Su título castellano, No hables con extraños, ya enuncia a las claras la esencial estupidez que siempre late bajo la etiqueta.
De Europa a Hollywood
Otra costumbre irritante de la ficción de terror codificada por los designios del mercado es la asiduidad con la que, ante la renuencia de EEUU a leer subtítulos, Hollywood se deshace en remakes. Lo sufrimos en España cuando [•REC] se convirtió en Quarantine, lo sufrió Suecia con Déjame entrar, o Francia con Martyrs. El caso de No hables con extraños es especialmente interesante, sin embargo, por la descrita ambigüedad de sus planteamientos en contraposición a la naturaleza de Blumhouse. Esta factoría de terror, asociada a Universal, se caracteriza por bajos presupuestos y enfoques desacomplejados, confiando en la rentabilidad del género y en las ganas de pasárselo bien de un público fiel, que quizá no esté muy interesado de partida en graves mensajes sobre la opresión de las convenciones sociales.
De esto, más o menos, iba Speak No Evil. Un matrimonio danés conocía a otro holandés durante sus vacaciones, congeniaban, y más tarde les invitaban a pasar un fin de semana a su casa. El matrimonio danés pronto experimentaba una gran incomodidad por el trato y las costumbres del holandés, tratando inicialmente de disimular por respeto a los anfitriones. La tensión crecía y Tafdrup se entretenía poniendo en solfa la ridiculez (a la postre letal) de los bienintencionados protagonistas, hasta concluir de forma efectista un sombrío asomo de reflexión sobre… pues eso, la sociedad. El planteamiento era lo bastante jugoso como para probar a acercarlo al público estadounidense, aunque Blumhouse tuviera además la ocurrencia de poner al cargo a otro director europeo, como ya era Tafdrup.
Quizá el británico James Watkins también lidiara con algún comentario sobre “terror social” cuando firmó su debut en 2008, Eden Lake. Con un punto de partida que recordaba al ¿Quién puede matar a un niño? de nuestro Chicho Ibáñez Serrador, este film con Michael Fassbender indagaba en el abismo de entendimiento entre los urbanitas y los habitantes de las zonas más deprimidas de Reino Unido, representado por los hijos de esas clases bajas. Aun teniendo una conclusión similarmente perezosa a la de Speak No Evil, el inevitable diagnóstico tenía más que ver con el espectáculo frívolo y las satisfacciones instintivas que con las coartadas pretenciosas que pudiera premiar Cannes, algo que el mismo Watkins confirmó al encadenar Eden Lake con La mujer de negro, ruidoso ejercicio de terror gótico con Daniel Radcliffe.
Puestos a aligerar Speak No Evil y convertirla en una propuesta de terror industrial más afín a los entretenimientos de Blumhouse, Watkins parecía el candidato idóneo. Podría introducir las ideas de Tafdrup en un terreno digerible para el fandom más integrista del género, al tiempo de conservar cosméticamente una cierta solemnidad, la leve sensación de que estos sobresaltos eran “importantes”. Es tal cual lo que hace No hables con extraños, convirtiéndose por el camino en una versión de Speak No Evil mejor y peor, simultáneamente, que la original. Si es eso posible.
De EEUU a Inglaterra
En No hables con extraños James McAvoy interpreta al patriarca de la familia “extraña”, que dentro de este remake pasa de ser holandesa a británica. La familia danesa, a su vez, es de origen estadounidense y la integran Scoot McNairy y Mackenzie Davis, conociendo al clan de McAvoy gracias a que se han mudado a Reino Unido por motivos profesionales. Estas diferencias no son tan coyunturales como parece a primera vista, puesto que distintas vertientes de la identidad anglosajona entran en conflicto, y tiene una importancia concreta que McNairy y Davis sean inmigrantes.
El matrimonio visitante, por ejemplo, le quita importancia a las primeras excentricidades de los anfitriones por una condescendencia entre urbanita y estadounidense: no solo son británicos, sino que además es gente de campo, algo así como “exótica” según unos estándares actuales donde lo rural deviene fetiche. Son ingredientes con los que Tafdrup apenas jugaba en Speak No Evil, al darle a su ficción un tono más universalizante: prefería colocar a sus personajes sobre el vacío, para poder extrapolar sus desavenencias a un lecho que hiciera trascender la condición humana por encima de cualquier identidad o nacionalidad.
El interés de Watkins por darle un anclaje más terrenal a los personajes —principal reminiscencia a Eden Lake— se extiende al retrato de la pareja visitante, mucho más recargado psicológicamente. El guion describe una crisis matrimonial y sitúa unos malestares previos que podrían estallar o alcanzar una inesperada catarsis a través de contacto con el peligroso clan que lidera McAvoy. El sentimiento de inferioridad masculino de McNairy, combinado con un doloroso pasado donde ha acechado la infidelidad, añade capas a la convivencia, y a la forma en que los protagonistas intentan lidiar con ella. También, debido directamente a esto, la comedia negra se intensifica.
Como guionista, Watkins estira varias escenas clave de Speak No Evil para que el humor se abra paso allá donde los firmes corsés de Tafdrup no lo permitieron, en lo que es una buena noticia… con su ángulo negativo. Al cultivar una mayor apertura emocional en las relaciones de los personajes, Watkins dispone que se expliciten de forma pedestre las inquietudes de su homólogo danés, con lo que No hables con extraños va convirtiéndose poco a poco en una gritona narración concienciada con la necesidad de ser asertivos y honestos. Del vacío hierático de Speak No Evil pasamos a un sobreexpositivo manifiesto coaching, que cae en nuevos imaginarios ridículos al suponer al ser humano como alguien capaz de desgajarse de esas supuestas imposturas sociales para recobrar un estadio previo, y algo así como honesto.
Con todo lo basto de su versión, Tafdrup era lo bastante listo como para no asumir al ser humano como ente separado de su naturaleza gregaria, pero No hables con extraños opera en otra liga: en la planicie ideológica y autófaga de Hollywood, capaz de seguir religiosamente la estructura de la original para, llegado el tercer acto, cambiar de forma radical el desenlace propuesto por Tafdrup. No hables con extraños se hunde del todo en unos bochornosos minutos finales donde la domesticación hollywoodiense duele más que nunca, sin que antes la cosa haya llegado a rendir del todo bien. Como el avance de la trama ha sido mayormente el mismo, pero los personajes están construidos de otra forma, sus decisiones han parecido mucho más incoherentes y arbitrarias que las de sus homólogos daneses.
Así que a No hables con extraños no le queda otra que fracasar como ficción. Lo hace, sin embargo, en unos términos muy distintos a Speak No Evil: unos términos ferozmente idiosincráticos, desde los que es interesantísimo comparar ambas versiones. El diálogo que establecen, lo que dice cada versión de la tradición cinematográfica que la ha visto nacer, es mucho más estimulante que los equívocos entre familias danesas y holandesas, o estadounidenses y británicas. Aunque, desde luego, y al igual que ocurre con las familias en sí, lo que estas tradiciones enseñan de sí mismas no sea positivo en absoluto.