“Que quede claro que este año no hay presentador, no se va a dar un premio al filme más popular y México no va a pagar el muro”. Meses antes de la gala, la Academia de Hollywood parecía haber perdido el norte anunciando varios despropósitos como la entrega de cuatro premios -menores- durante la publicidad o un absurdo tijeretazo a los números musicales. Mientras que algunos fueron enmendados en esta 91 edición de los Oscar, otros nuevos ocuparon su lugar.
Todo indicaba que, por segundo año consecutivo, México se iba a apoderar del gran premio, pero finalmente Green Book le comió la tostada a Roma. Es un movimiento prudente por parte de una Academia que ha preferido la ecuanimidad a la sorpresa en este último año. Porque los Oscar se han ido modernizando, pero no tanto como para darle el trozo grande del pastel a una plataforma de video on demand.
Peter Farrelly subió junto a todo el equipo de Green Book a recoger el tercer y último galardón de su película, una buddy film complaciente de las que tanto gustan a los académicos norteamericanos. Un poco antes, las categorías de actor secundario -para Mahershala Ali- y de Guión original habían dejado las migajas hacia un final previsible.
Por suerte, antes de que el letargo meciese al patio de butacas, Samuel L. Jackson le daba dos buenas noticias a Spike Lee: que los New York Knicks acababan de ganar y que Infiltrado en el KKKlan conseguía el premio a mejor Guión Adaptado. “Quiero recordar a mis antecesores que vivieron el genocidio del pueblo negro”, empezó el cineasta agarrando su segundo Oscar (tras el honorífico) en más de treinta años de carrera.
“Tenemos elecciones a la vuelta de la esquina, por favor, estemos en el lado correcto de la historia”, suplicó el realizador. “Entre el odio y el amor, hagamos lo correcto”. Parece que los Oscar han optado por lo segundo ofreciendo una de las ediciones más diversas de los últimos años (y sin necesidad de hacer una campaña de marketing previa en forma de hashtag).
Cada vez que sonaba una palabra en español sobre el escenario del Dolby Theatre, Roma se afianzaba como la gran protagonista de la noche. Y, en nueve décadas de historia, nunca se ha escuchado tanto castellano como esta noche. Primero fue Javier Bardem, después Diego Luna y, por último, un tímido Cuarón recogiendo el galardón a Mejor director de las manos de su predecesor, compatriota y colega Guillermo del Toro.
“Gracias a los académicos por premiar una historia sobre una mujer indígena, una de las 70 millones en todo el mundo sin derechos y que siempre han sido relegadas en el cine”, ha dicho tras agradecer por tercera vez a sus dos actrices protagonistas que se fueron de vacío: Yalitzia Aparicio y Marina de Tavira. Previamente, la historia de la empleada del hogar que le crió se había alzado con el premio a Mejor película de habla no inglesa y Mejor fotografía.
Aunque los viajes a México D.F han sido recurrentes, el otro destino favorito de los Oscar ha sido Wakanda. La nación afrofuturista de Black Panther ha copado la presencia en el escenario aunque solo fuese en las categorías técnicas. Hacía años que la comunidad afroamericana requería un cambio radical en los premios de cine más importantes del país, y por fin lo ha conseguido por encima de etiquetas vacías como Oscars So White.
El vestuario, el montaje y la banda sonora de la película de Marvel es pura política. “Gracias por honrar a la realeza africana y al empoderamiento que las mujeres pueden liderar en pantalla”, ha dicho la encargada de los impresionantes trajes de la película. Un testigo que ha recogido Spider-Man: un nuevo universo como la muestra de que una película infantil puede sembrar la semilla del cambio en las generaciones futuras. “El verdadero triunfo es que un niño diga que este héroe se parece a él”, han afirmado los directores encargados del fenómeno.
También el primer Oscar a Regina King por su papel en la adaptación de una de las novelas más famosas de James Baldwin, El blues de Beale Street, sentaba las bases para el resto de la velada.
Sin embargo, este espejismo de cuentas saldadas se rompía con Bohemian Rhapsody. Numéricamente, el biopic de Freddie Mercury ha sido la gran vencedora de la noche, teniendo en cuenta algunos absurdos como el premio al Mejor montaje. Del que no había duda era el de Rami Malek como Mejor actor protagonista por su mímesis del líder de Queen.
“Supongo que no parecía ser la opción más obvia, pero espero que haya funcionado. Gracias por apoyar una película de un inmigrante homosexual que luchaba por sus sueños. Para mí ha sido algo realmente increíble, porque yo soy inmigrante e hijo de inmigrantes egipcios. Parte de mi historia también está en esta película”, ha dicho el actor.
Minutos más tarde, Olivia Colman se hacía con el Oscar en la categoría homóloga por su incómoda interpretación de Ana de Estuardo en La favorita. Con él, la británica se llevaba también la última esperanza de Glenn Close de hacerse con la estatuilla después de siete nominaciones. Ni siquiera le sirvió a la veterana actriz personificar un Oscar en sí misma con un traje dorado de veinte kilos.
Si algo ha demostrado esta gala, es que el cambio político no debe limitarse a unas cuantas palabras complacientes sobre el atril si después no se refleja en la alfombra roja o en las nominaciones.
Quizá este año haya carecido de grandes discursos como los de Frances McDormand o Guillermo del Toro del año pasado, pero en la foto de familia -mayoritariamente blanca- han tenido cabida Roma, Wakanda, México, India, Harlem y Colorado. Y, como ha ironizado el presentador Trevor Noah, ni Mel Gibson va a poderse resistir.