Bong Joon-ho siempre supo que el fantástico, la ciencia ficción y la comedia hundían más que ningún otro género sus raíces en lo sociopolítico. Los dos primeros porque al proponer realidades que no existían siempre ofrecían lecturas políticas sobre realidades que sí lo hacían. Y el tercero porque para reírse de un objeto, el sujeto cómico siempre adopta una posición ya sea complaciente o crítica sobre el mismo.
Ocurre que la mayoría de sus películas parecían haberse mantenido en el culto por abrazar el cine de género de forma tan directa, oficiosa y -por momentos-, absolutamente genial. Su cine y su perspicaz voz no saltó al mainstream reconocido hasta el estreno de Rompenieves -de la cual TNT prepara una adaptación en formato serie-, y Okja -una de las últimas películas de Netflix en competir en Cannes-. Ambas, instrumentos nada sutiles de una crítica al capitalismo deshumanizante.
Con Parásitos, sin embargo, el realizador surcoreano logra un delicadísimo equilibrio entre su vocación de hacedor de películas ante todo aplicadas en lo lúdico, con la mordaz crítica que ha sustendado su carrera. Y esa armonía produce una de las películas con más enjundia y más divertidas del año.
Vivimos en una sociedad
Su debut, Perro ladrador, poco mordedor (2000), ya planteaba retorcidos gags resultado de encontronazos entre vecinos de una comunidad con distintas concepciones sobre lo que importa y lo que no. Memories of Murder (2003), por ahora su mejor película, abundaba en lo complejo de superar un trauma colectivo y enfrentarlo cuando carece de rostro y de culpables.
Con The Host (2006) y Mother (2009), el realizador se adentraba en las pantanosas aguas del retrato de los inadadaptados -vendedores ambulantes en la primera, familias disfuncionales en la segunda-, ante hechos aparentemente fortuitos y catastróficos siempre generados, de una u otra forma, por lógicas capitalistas.
Y en las antedichas Rompenieves (2013) y Okja (2017) el retrato social era siempre de evidentes contrastes. En la primera narraba una revolución social en un tren bala en el que los últimos vagones ocupados por las clases más bajas se enfrentaban a los primeros, habitados por una élite que vivía con todas las comodidades que les eran privadas. Y en la segunda, relataba la epopeya de una joven campesina en lucha contra una megacorporación cárnica por la custodia de un cerdo monísimo y gigante.
Bong Joon-ho parece haber reflexionado siempre sobre las consecuencias de un capitalismo desmedido y deshumanizante, que interfiere en las relaciones familiares y afectivas de todos sus ciudadanos, pero se ceba especialmente con quien menos debiera.
De ahí que Parásitos se pueda entender como la joya de la corona de su cine: es una síntesis de todas sus consideraciones, aderezada con una dosis extra de mala uva recolectada con buen humor.
La ganadora de la Palma de Oro en Cannes narra la historia de una familia de menesterosos surcoreanos que viven hacinados en un bajo y ganan lo poco que pueden trabajando como dobladores de cartones de pizza para un restaurante de la zona.
Un día, el hijo mayor consigue trabajo como profesor particular de una joven de familia rica. Pronto, la necesidad y la ambición harán que el joven mienta para colocar progresivamente al resto de su familia como trabajadores de la mansión, interfiriendo cada vez más en la vida del clan pudiente. Las cosas, cómo no, terminan por desmadrarse.
La arquitectura de la desigualdad
Justamente en este desmadre es posible rastrear la debilidad principal de una película por lo demás magnífica. El retrato que Joon-ho ofrece de la clase obrera -voz y motor de todos sus relatos-, no pretende ser realista. Pero en el camino de convertirles en entidades que soportan los abusos del sistema hasta rebelarse de forma desopilante, media una desproporción que les convierte en caricaturas malignas con las que es muy difícil empatizar. Por muy ocurrentes que resulten.
Dicho lo cual, conviene suscribir que Parásitos no pretende ser una crónica pegada a la realidad ni tomarle el pulso a la actualidad política surcoreana. Trabaja el terreno de la alegoría, construyendo una propuesta que alcanza mayor resonancia cuanto más cafre se sabe. Cuánto más libre y desproporcionado resulta lo narrado.
Juega así a un baile de máscaras en el que la familia protagonista debe interpretar papeles para sobrevivir: debe ejercer la pantomima para parecer remilgados, y así ser aceptados en la esfera pija en la que pretenden encajar. Como de una forma u otra hacemos todos.
Encajar como sirvientes, eso sí. Porque ese es otro debate que habita el laureado filme: el único objetivo de la clase obrera es progresar, pero este progreso conseguido con malas artes no tiene por qué conducir a una subversión del orden establecido.
Lo más interesante, con todo, es la absoluta perspicacia con la que Joon-ho plantea estos debates. Parásitos es un fascinante estudio del espacio y las formas mediante las que operan la desigualdades más crudas. Un exquisito fresco de fuertes contrastes que se antoja tan cruel como ingenioso.
La mansión de la familia para la que los protagonistas empiezan a trabajar se vuelve escenario perfecto de la contienda por el poder, al tiempo que se enmarca en un país que, según Joon-ho, está con el agua al cuello.
En Rompenieves, la lucha por una mejora de condiciones materiales se daba no de abajo arriba, sino de atrás hacia delante. En Parásitos, la batalla plantea la conquista de espacios, figurados y no figurados, y en todas direcciones. Por mucho que el fin justifique los medios.
Así, el realizador consigue convertir Parásitos en una elegante estampa sobre la arquitectura de la desigualdad. Una que mantiene al 99% de la población en sótanos en los que abundan los trastos, los secretos y el servilismo y donde rara vez alcanza a llegar un rayo luz. Mientras un 1% pasea por espacios diáfanos en los que deslumbra el sol, se respira el aire limpio y en los que, mal que nos pese, sí es oro todo lo que reluce.