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Un perturbador viaje al país de Nunca Jamás de Michael Jackson

Michael Jackson y James Safechuck, una de sus supuestas víctimas

Mónica Zas Marcos

11 de marzo de 2019 21:41 h

Hay muchas cosas en el documental Leaving Neverland, sobre los presuntos abusos sexuales de Michael Jackson, que recuerdan a la fábula de Peter Pan. El rey del pop se acercaba a niños perdidos, enfermos y talentosos, pero sin recursos, y les brindaba una fuente inagotable de aventuras, chucherías y juguetes.

Literalmente se los llevaba al país de Nunca Jamás, pues así bautizó a su rancho de retiro en Hollywood. Allí es donde Peter Pan acogía a los bebés que se caían de sus cunas y a los que nadie reclamaba en, al menos, siete días.

Los padres de los niños que iban a Neverland también les dejaban caer de alguna forma cegados por los encantos y la fama de Jackson. No se oponían a que durmiesen en la misma cama que un adulto de 30 años ni se preocupaban cuando este cerraba la puerta con llave para ver la televisión y comer palomitas. Michael Jackson solo era el niño que no quería crecer. Por eso, cuando los chavales alcanzaban la adolescencia, le dejaban de interesar y revoloteaba por las ventanas para encontrar a un nuevo pequeño amigo al que llevar a Nunca Jamás.

Dos de aquellos niños fueron James Safechuck y Wade Robson, hoy adultos que rozan la cuarentena y cuyos testimonios describen aquel lugar de ensueño como una mansión de los horrores en la que el cantante habría perpetrado todo tipo de barbaridades contra varios menores de edad.

Es injusto decir que Leaving Neverland se enfrenta al mismo escrutinio público que los chicos que se atrevieron a denunciar a Jackson en los años 90. El documental dirigido por Dan Reed abre en canal una herida que se creía a medio cicatrizar y echa sal sobre el legado de un hombre muerto. Esto juega a su favor, en cuanto a que el tiempo quizá haya mitigado la histeria de sus fans y permita mirar con perspectiva unos actos que en su día solo fueron catalogados de excéntricos, pero también en su contra.

Muchos le acusan de linchar de forma gratuita a alguien que ya fue juzgado y absuelto, y de hacer dinero saltándose la presunción de inocencia con pértiga. La familia Jackson pide 100 millones de dólares a HBO por eso mismo, y porque sabe que su visionado no va a dejar indiferente a nadie. “Difícil de ver, aún más duro de ignorar, imposible de olvidar” es la reseña que la plataforma ha reconvertido en su eslogan porque resulta ser totalmente cierta.

Leaving Neverland deja la pelota en el tejado del espectador. Podemos creer en la verosimilitud de los argumentos que exculparon a Michael Jackson en su día o en los testimonios – muy, muy explícitos- de dos presuntas víctimas. No obstante, lo hace siendo consciente de lo difícil que es desoír las aberraciones que en él se cuentan.

¿Distan mucho de lo que salió en la prensa en 1993? En absoluto. Lo que cambia es que los episodios de sexo oral, frotamientos, penetraciones, besos y extorsión son pronunciados en primera persona por dos adultos que hace décadas declararon a favor del rey del pop.

El Disneylandia de los adultos ciegos

El documental dedica una buena parte del metraje a explicar el contexto familiar y social de James Safechuck y Wade Robson, importante para comprender cómo fueron usados por sus propias familias para acceder a un estilo de vida que de otra manera no habrían podido ni soñar.

El primero era el típico crío de anuncio con rasgos dulces y enormes ojos azules, que coincidió por primera vez con Michael Jackson en un rodaje para Pepsi. Jackson se encariñó de él a finales de los 80 y comenzó a invitarle a sus giras europeas, en las que el pequeño Jimmy dormía en su suite y los padres en habitaciones cada vez más alejadas. James tenía 10 años. Michael, 32.

Más allá de los supuestos abusos que allí ocurrían, el cantante generó una relación de confianza basada en la desconfianza hacia sus padres y, más concretamente, hacia su madre y las mujeres. Así naturalizaba ciertas muestras inapropiadas de cariño, como rascarse la palma de la mano como mensaje en clave de deseo sexual, y le convencía de que nadie le querría como él.

Pero, sobre todo, insistía en el ocultismo y en lo mucho que debían protegerse contra quienes les iban a intentar separar. Fue entonces cuando comenzaron los simulacros de vestirse a toda velocidad por si alguien llamaba a la puerta sin previo aviso y las coartadas compartidas.

Los Safechuck también fueron los primeros huéspedes del rancho de Neverland, una versión privada de Disneylandia con atracciones, safaris, restaurantes y castillos que hacían las delicias de padres e hijos.

A ojos de los adultos, Jackson era un niño de 9 años atrapado en el cascarón de una estrella mundial que solo trataba de revivir una infancia que nunca tuvo. La madre de Jimmy le llegó a ver como un cómodo segundo hijo. Uno que les pagaba viajes en jet privados, les iba a buscar en limusina, les presentaba a Sean Connery, Steven Spielberg y George Lucas, y obsequiaba a su hijo biológico con sobres rebosantes de billetes, juguetes y joyas.

Mientras que su madre bebía vino de una bodega inagotable de la casa de invitados y se dejaba agasajar por los criados de Jackson, James convivía con su presunto agresor en la mansión principal. La mayor parte de sus recuerdos se corresponden con el laberíntico plano de la residencia. Los armarios escondidos, las escaleras de caracol, las salas ciegas, las carreteras serpenteantes y las campanillas que prevenían de los pasos extraños parecían diseñadas para enmascarar lo prohibido.

Nada de eso fue suficiente para alertar a los Safechuck ni tampoco a los Robson, cuyo hijo pequeño Wade experimentó el mismo terror en Neverland que James. Entonces, él tenía 7 años.

Todo empezó cuando Wade ganó un concurso de baile simulando a Michael Jackson en Australia cuyo primer premio era conocer a su ídolo. Tras eso, la historia se repitió: el cantante se ganó la ternura de la madre y se acercó a Wade como maestro de cara a los adultos y como amante de cara al niño. Hablaban entre cinco y seis horas al teléfono y le mandaba escalofriantes faxes en los que le refería como “my little one (pequeñito)” y le repetía constantemente lo mucho que le quería.

Esos cientos de mensajes cándidos redactados por un hombre de 33 años resultaban “encantadores” para la madre de Wade, que no se lo pensó dos veces y abandonó su vida en Australia solo porque Michael quería a su hijo pequeño cerca de Los Angeles.

“No quiero entrar en los detalles sexuales porque sé que esa conversación me va a generar pesadillas”, admite hoy en día la progenitora, que convenció a Wade de mantenerse del lado del cantante cuando salieron a la luz las primeras acusaciones de pederastia.

Wade y James han tenido que lidiar con el fantasma del consentimiento y con el amor tóxico que le profesaban a Michael Jackson para poner en palabras su abuso. Ambos fueron presionados por él y por sus familias para testificar en 2005 que Michael nunca le haría daño a un niño y que ellos eran la muestra. Tanto ensayaron la mentira, que se la creyeron hasta que ellos mismos fueron padres. “Eso lo cambió todo. Sería capaz de matar si alguien le hace a mi hija lo que yo viví”, explica Robson con furia. “Quiero ser capaz de contar la verdad tan alto como he tenido que contar mentiras durante tanto tiempo”.

Pero sus madres llegaron tarde a esa verdad, a esa venganza y, sobre todo, a las señales previas. En sus palabras, se dejaron cegar por la fama y esa vida de ensueño a cambio de convertir a sus hijos en juguetes que terminaron rotos. “Quizá le pueda perdonar en algún momento si intento comprender que estaba enfermo, pero a mí misma es otra cosa. No creo que pueda hacerlo jamás”, dice la señora Robson. La de Safenuck deja de lado hipótesis médicas: “Fue pedofilia. La palabra lo dice todo”.

Tras ver Leaving Neverland, queda la incógnita de si los hechos que se cuentan afectarán a uno de los legados más grandes de la historia de la música. La certeza es otra: el mundo ha asistido impasible a muchas excentricidades amparadas por la fama y también es responsable de las historias de terror que puedan esconder. Sean ciertas, o no.

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