Primeros planos y cámaras lentas, el lenguaje machista del cine que normaliza al depredador sexual
“Exterior día. Una mujer sale de la piscina”. Con la siguiente anotación de guion, cualquier lector habrá creado una imagen en su cabeza de la escena de la película. Uno podría jugar todos sus ahorros sin miedo a perderlos a que un gran porcentaje ha imaginado a esa mujer apareciendo a cámara lenta, acariciando sus cabellos. La cámara, probablemente, haya realizado un movimiento de abajo a arriba que ha seguido toda la figura de su cuerpo. El lector ha recreado la mirada que ha visto una y otra vez en el cine. La mirada masculina. La mirada machista perpetuada durante siglos que se ha dado de alimento a través de millones de películas, creando un imaginario pernicioso del que es muy difícil escapar.
Los cuerpos de las mujeres se tratan casi siempre como si fueran objetos en escena. Muchos directores no son conscientes del poder de un plano o un contraplano. No entienden aquello que decía Godard, que un travelling no es solo una cuestión estética, sino una cuestión moral. No se preguntan por qué a las mujeres se las ruedan de una forma y a los hombres, de otra. Solo hay que pensar en los ejemplos. En Ursula Andress en James Bond, en Margot Robbie en El lobo de Wall Street, en Halle Berry en Catwoman. En casi todas las mujeres que han sido mostradas siempre desde el punto de vista de un hombre.
El lenguaje visual importa. Y mucho. Y la diferencia entre el lenguaje visual que se usa para rodarles a ellos y a ellas es clara. Para las mujeres hay paneos que recorren su silueta, planos cortos de las partes de su cuerpo. Sus muslos, sus pechos, su cadera. Luces blandas para crear un escenario casi de sueño que las rodea. Siempre siendo objeto pasivo, mujeres que son miradas. ¿Ellos? Son los que miran, los que tienen el poder. Les graban con luces duras, en planos amplios. Incluso cuando se quiere destacar que son sexys y bellos, se les graba de forma distinta. Ahí está Brad Pitt en Érase una vez en Hollywood, quitándose la camiseta mientras arregla una antena parabólica. Su compañera de reparto, Margot Robbie, era mostrada fragmentada. Su trasero. Sus piernas. Sus pies.
Para escapar de un lenguaje visual, hay que ser consciente de él y de que viene de una industria dominada por hombres en donde quienes eligen los planos suelen ser, cómo no, hombres. Ya no solo el director, donde el feminismo ha puesto el dedo en los últimos años, sino el director de fotografía, un sector donde el 94% de los profesionales son hombres. Ante todo ello coloca la lupa Nina Menkes en su documental Brainwashed: sex-camera-power, que ya se puede ver en TCM y donde se muestra una de sus famosas charlas en las que coge las teorías de Laura Mulvey sobre la male gaze, la mirada masculina, y las ejemplifica con decenas de ejemplos para dejar claro que Hollywood ha “dictado una forma de mirar que ya es casi una ley”.
“El diseño de los planos está sesgado por el género, a los hombres y a las mujeres se las filma de forma diferente”, dice Menkes, quien va más allá y establece una línea directa entre “el lenguaje visual, la discriminación laboral y el acoso y el abuso sexual”. El cine ha contribuido a que el espectador, bombardeado por sus imágenes, considere a la mujer un objeto, y por tanto algo de lo que se pueda abusar. La película muestra al cine como uno de los elementos que han “normalizado la cultura de la violación” gracias a tres elementos: “La cosificación de la mujer, la glamourización de la agresión sexual y el atropello de los derechos y la integridad de las mujeres”.
Los ejemplos donde se muestra a hombres teniendo sexo con mujeres dormidas o incluso muertas aparecen en pantalla, como en Jo, qué noche o Passengers, donde Chris Pratt elegía despertar de su viaje espacial a la mujer que le parecía más guapa para acostarse con ella. Para el cine, y especialmente Hollywood, el consentimiento ha sido algo que ni aparecía. En Do the right thing el personaje que interpreta el propio Spike Lee convence, a base de insistir, a su pareja para tener sexo y ella acaba contenta. La mítica escena de El cartero siempre llama dos veces es el mejor ejemplo: un sexo no consentido y forzado que acaba como un acto de pasión salvaje y orgásmico que ha pasado a la historia como una de las escenas más famosas. Para Menkes, el vínculo entre toda esa representación y actos como el de unos adolescentes de Yale gritando “No es sí” y “Sí quiere decir sexo anal” es evidente.
“La gente normaliza ese tipo de comportamientos. Los absorbe y los asume como normales. Los sistemas de representación siempre subyagan a las mismas personas, las filman siempre como objeto de las miradas y no como objetos que piensan por sí mismas, por lo que hay mayor predisposición a creer en los mitos de la violación, y eso se nota cuando en la vida real hay una mujer contando su historia y su verdad y no se la cree”, dicen en el documental. Un trabajo que cuenta con numerosas teóricas feministas, activistas y directoras de cine que cuentan su experiencia y analizan escenas y piensan alternativas. ¿Por qué mostrar las bragas del personaje femenino cuando se lo pide su jefe en Bombshell en vez de solo su rostro completamente aterrado? Porque el cine sigue usando esa mirada masculina en vez de cambiarla. Una cámara “depredadora” que crea una cultura depredadora.
Por ello hace falta una mirada “oposicionista” para que no haya escenas como la inicial de Carrie, donde los títulos de crédito en los que son todos hombres se leen, mientras aparecen a cámara lenta los cuerpos de decenas de jóvenes desnudas en la ducha a las que no se les ve ni la cara. Esa cámara lenta para enfatizar el cuerpo femenino que sigue usándose y que para Menkes es “una hipnosis universal que sugiere que el poder masculino brinda satisfacción” o, como lo definen en Brainwashed: “Propaganda del patriarcado”. Un cine que “absorbe lo tóxico de la población, lo potencia y lo devuelve”, algo así como “un bucle de violencia” en donde los hombres deciden desde qué películas se hacen hasta qué películas se ven.
Uno de los lemas del feminismo siempre fue que el cuerpo de la mujer era un campo de batalla, pero para Mulvey hay que ampliar ese lema y decir que “la imagen del cuerpo femenino también es un campo de batalla”, ya que la imagen de la mujer “ha sido apropiada y producida por la consciencia de un hombre”. Un campo de batalla donde también hay ejemplos positivos, como los que suponen el cine de Chantal Akerman, de Agnès Varda o Céline Sciamma, que rompen no solo con las narrativas, sino con el lenguaje visual dominante creando nuevas formas de mostrar a la mujer y nuevas formas de rodar escenas sexuales que por primera vez no conviertan a la mujer en objeto, y no manden el mensaje de que un hombre puede usarla a su antojo. Otro cine es posible, solo hay que aprender a hacerlo para no repetir los mismos errores.
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