30 años de ‘La princesa prometida’: por qué seguimos creyendo en los cuentos de hadas
Una de las explicaciones más socorridas del actual estado creativo invadido por la nostalgia en la industria del entretenimiento, viene a decir que en los ochenta se gozaba de mayor libertad creativa que en la actualidad y, en consecuencia, se crearon productos culturales que hoy serían inconcebibles. Lo cierto es que la era de los productores terminó cuando el sistema capitalista se sintió cómodo siendo imperante en el nuevo orden mundial. Tras la caída del muro de Berlín, los estudios de Hollywood pasaron a formar parte de megacorporaciones cuya cadena de producción tenía un eslabón llamado 'cine'. Antes, dicen, los estudios eran controlados por gente cuyo objetivo era hacer películas. Ahora el objetivo es hacer dinero.
De hecho, la reciente compra de 21st Century Fox por parte Disney viene a darle vigencia a este argumento, pues no son pocas las voces que auguran un porvenir de cultura pop familiar de escaso riesgo creativo. Aunque se pierda de vista el hecho de que lo que manda en aquí tiene más que ver con hacer caja, y eso implica llegar a infinitud de distintos públicos e intereses.
Otra explicación reflexiona sobre el hecho de que la nostalgia es algo inherente a la cultura audiovisual. Los remakes han existido siempre pero resulta que -como decía Susan Sontag-, cualquier fotografía vista desde un punto semiótico, ya es un ejercicio de nostalgia, de intento por capturar el pasado.
Bien optemos por una u otra, resulta más interesante que nunca hacer el ejercicio de analizar, desde la perspectiva actual, películas que nacieron en el cambio de paradigma de los ochenta. Pero si miramos hacia todos los títulos de los que hoy beben gran parte de los contenidos culturales que consumimos masivamente, La princesa prometida se nos revela como una extraordinaria rareza: no sólo no ha envejecido un ápice sino que es esquiva en su legado y absolutamente rompedora en su discurso. Inconcebible.
Transmitir el relato
El 18 de diciembre de 1987 conocimos por primera vez a ese niño, interpretado por Fred Savage, que se veía obligado a pasar las vacaciones de navidad en la cama, acechado por un buen resfriado. También a su abuelo, que acudía a hacerle compañía con un regalo bajo el brazo: un libro.
El pequeño, a quien acabábamos de ver jugando a una consola hoy primitiva, le preguntaba al señor, Peter Falk también conocido como el detective Colombo, que si el libro iba de deportes. De no ser así, poco le importaría -una visión del videojuego bastante reaccionaria, todo sea dicho-. A lo que Colombo le contestaba con una de las claves de la consistencia del relato de La princesa prometida hasta nuestros días: “Cuando yo tenía tu edad, los libros eran nuestra televisión. Y este es un libro especial. Es el libro que mi padre me leía cuando yo estaba enfermo y que yo solía leerle a tu padre. Y hoy voy a leértelo a ti”.
El libro en cuestión, obviamente, es La princesa prometida, relato satírico escrito por un tal S. Morgenstern que en realidad era el heterónimo de William Goldman. Hablamos del escritor y guionista autor de los libretos de Dos hombres y un destino, -su primer Óscar-, Todos los hombres del presidente -el segundo-, Marathon man, Misery o El indomable Will Hunting. Pero también de un hombre que estaba tan ocupado que era incapaz de pasar tiempo con sus hijas, para las que decidió escribir una novela que pudiesen leer cuando él no estuviese en casa. Dice la leyenda que Goldman les preguntó de qué querían que tratase y una dijo “princess” y la otra “bride”, y que con eso bastó para que naciese The Princess Bride, título original de la novela y película.
Así, La princesa prometida se refiere a ella misma -desde su concepción hasta su adaptación- como una historia narrada entre dos generaciones con distintas sensibilidades. Remite, con ello, a ese algo atemporal e intangible que es la narración verbal, las historias pasadas de abuelos a padres y nietos. Storytelling, vaya, en su más pura y antigua esencia, erigiendo su cuento de hadas en base a una conexión emocional que va directo al espectador de los ochenta, pero también al de hoy.
Al fin y al cabo, las aventuras de Íñigo Montoya, Buttercup y compañía se encuadran en un arco argumental que sólo va de un hombre mayor que le descubre a su nieto que la lectura también puede suponer un excitante remedio contra los malos momentos, el aburrimiento o la enfermedad. Si es no es nostalgia…
La vida es dolor pero con amor duele menos
La historia que le cuenta el abuelo a su nieto es la de Buttercup -Robin Wright- una joven que, tras ver marchar a su amor verdadero en busca de fortuna, es obligada a casarse con el príncipe del reino, Humperdinck. Sin embargo, antes de la boda será secuestrada por un hombre llamado Vizzini y sus dos esbirros, Fezzik e íñigo Montoya. A su rescate acudirá un hombre enmascarado que complicará toda la operación, y hará que nada surja como tenía que ocurrir.
“La princesa prometida es una historia de amor en la que pasan muchas cosas: gigantes, esgrima, secuestros. Pero sobre todo, es una película romántica”, decía Cary Elwes -el enmascarado en cuestión-, en su libro sobre el rodaje llamado As you wish. Y aquí se nos aparece la otra evidencia que hace que este relato no envejezca: la película de Rob Reiner nos remite constantemente, y de manera tan simple que roza el ridículo, a valores universales y fácilmente aprehensibles a cualquier generación, a saber el amor, el honor y el dolor. ¿No van de esto todas las grandes epopeyas desde que Odiseo se empeñase en volver a Ítaca?
El amor, además, se nos transmite como algo que no entiende de razas, géneros ni de nada más que de sí mismo. No en vano nos cuenta el amor de los granjeros Buttercup y Westley, pero también el de un abuelo por su nieto amor y el que existe entre Fezzik -interpretado por André el gigante-, y su inseparable amigo Íñigo Montoya -Mandy Patinkin-.
El honor, por su parte, se encarnará en la irrepetible figura del último mencionado. Un buscavidas que lleva veinte años intentando vengar la muerte de su padre, asesinado por un hombre con seis dedos en la mano derecha. Hombre de palabra, no sólo no descansará hasta alcanzar su meta y pronunciar la célebérrima frase, sino que además hará gala de unos modales excelentes como espadachín. Hasta tal punto el honor se vehicula a través de su personaje que, en una de las más hilarantes escenas del film, esperará pacientemente a que un contricante suba un acantilado, y luego conversará con él para que recupere el aliento antes de batirse en duelo a muerte. “Parecéis un hombre decente, lamentaré mataros”, dirá entonces Íñigo Montoya, caballero antes que asesino. A lo que su contrincante contestará: “Vos también parecéis un hombre decente, lamentaré morir”.
¿Y el dolor? Todo se resume en una genial frase del enmascarado que lucha por liberar a Buttercup: “La vida es dolor, alteza. Quienquiera que diga lo contrario intenta engañaros”.
Treinta años no son nada
La genial columnista de The Guardian, Hadley Freeman, reflexionaba en un ensayo de los que miran con buenos ojos la nostalgia, Time of my life publicado en España por Blackie Books, sobre la llamada regla de los treinta años: “cuando las películas (y la moda, las series de televisión y la música) que se consideraban basura en su época consiguen por fin el reconocimiento que se merecen. Cuando sus seguidores originales han madurado e insisten en que la cultura de su juventud era importante DE VERDAD y desde entonces nada es igual de bueno, pero bueno DE VERDAD”, la diferencia, opina ella, es que “los adultos de hoy que vieron de niños esas películas de los ochenta, todavía las adoran, mientras que quienes alcanzaron la mayoría de edad en los sesenta no sienten lo mismo por las películas de su juventud”.
Treinta años no son nada cuando hablamos de un clásico contemporáneo indiscutible como el de La princesa prometida. Pero si rastreamos su legado formal proyectado en el audiovisual actual, este se nos presenta esquivo y difícil de rastrear.
Por una parte, sin su autoconsciente tratamiento del concepto 'cuento de hadas', no se conciben películas como los remakes en imagen real de los clásicos Disney, juegos más o menos afortunados como Encantada, la historia de Giselle o Shrek. Si en esta un ogro busca salvar a una princesa en pos de salvar su ciénaga, en aquella un enmascarado busca salvar a una princesa prometida con el príncipe. Aunque bien es cierto que el juego con los tropos y las historias clásicas se nos presente más mordaz en la película de animación de 2001.
Por otra, el legado también corre en otros cauces, como el de la ciencia ficción, o el de la carrera de la Robin Wright real, Buttercup a los 21, enésima historia sobre estrella prematuramente lanzada a las fauces de la industria. Ari Folman reflexionó sobre la sombra de La princesa prometida en The Congress, una fascinante película que se adelantó, en 2013, a muchos de los retos que afronta la industria de Hollywood actual.
Aunque también puede que todo esto tenga una razón ulterior e inexplicable. En 2007, Neil Gaiman contaba que se las vio y se las deseó con un periodista al que le había encantado su obra Neverwhere por sus implicaciones sociales y políticas. Pero cuando leyó Stardust, el profesional en cuestión le dijo que había sacudido el libro en busca de connotaciones de algun tipo y… no había encontrado nada. No entendía que pudiese ser del mismo autor.
“¿Para qué las has escrito?”, le espetó entonces. “Es un cuento de hadas. Es como un helado. Es para que te sientas feliz cuando lo terminas”. Tal vez por eso seguimos combatiendo los momentos de bajón con tarrinas de Häagen-Dazs. Y tal vez por la misma razón seguimos admirando La princesa prometida. Inconcedible.