En 2016, La cocina abría sus puertas en el Teatro Valle Inclán. La adaptación de la obra de Arnold Wesker, dirigida por Sergio Peris-Mencheta, se convertía en un fenómeno de crítica y público. Lo hacía gracias a su puesta en escena de 360 grados, su ritmo vertiginoso, el trabajo de su increíble reparto, pero sobre todo porque conectaba con una sociedad cansada, explotada, que había dicho basta. Las consecuencias de la crisis económica se habían notado en la calle, en forma de manifestaciones y un movimiento fundamental como el 15M y en la irrupción de un partido político que había ascendido de forma meteórica hasta ser tercera fuerza en las elecciones meses antes del estreno de la obra.
Peris-Mencheta no había tenido ni siquiera que actualizar el texto original. Aquel retrato de cómo el trabajo engulle a las personas hasta hacerlas desaparecer se ambientaba en el Londres de los años 50, en plena posguerra, el mismo marco elegido por Wesker, que escribió el texto basándose en sus propias experiencias como cocinero en la época. En esta cocina ficticia, 35 trabajadores de distintos países; un alemán, un chipriota, un italiano, una francesa y un irlandés, además de los británicos, se movían por las tablas en una coreografía virtuosa que escenificaba los problemas laborales del siglo XXI, demasiado parecidos a los de los años post Segunda Guerra Mundial.
Ocho años después, La cocina sigue abierta y vigente. Ahora en el cine, gracias a la adaptación que ha hecho el cineasta mexicano Alonso Ruizpalacios, un director habitual en la Berlinale que vuelve a optar al Oso de Oro por el que ya compitió con Una película de policías y Museo, con la que ganó el premio al mejor guion. Ruizpalacios ofrece la misma sensación que sentía el espectador en la obra. Lo mete de lleno en esa sala de máquinas de un restaurante para que sude, sufra y sienta lo mismo que esos trabajadores obligados a una rutina de explotación por cuatro duros.
Para ello usa (y a veces abusa) el plano secuencia, con momentos virtuosos y tensos apoyados en un excelente uso del montaje, cuando toca, y la música. Pero Ruizpalacios sí que adapta el texto y se lo lleva a su terreno. A su experiencia como mexicano. El Londres de los años 50 se convierte ahora en el Nueva York de la actualidad. Un restaurante en medio de Times Square donde los trabajadores son, en su mayoría, latinos, y donde todos trabajan por la promesa de unos papeles que nunca llegan.
Hay mexicanos, colombianos, francesas de origen árabe, albaneses… una representación del mundo donde también hay anglosajones. Son ellos los que miran por encima del hombro. Los que acusan a los latinos de robar, de ser vagos, de quitarles lo suyo… La actualización hace que La cocina se sienta más presente y que uno se dé cuenta de que en ciertos temas no se ha avanzado, sino que se ha ido a peor. Alonso Ruizpalacios ha metido el racismo de EEUU y la explotación laboral entre fogones y lo ha cocinado en un plato que bien le puede valer un Oso de Oro.
Le sobran ciertos arrebatos de ‘director’. Su apuesta por el blanco y negro se rompe en ciertas ocasiones, pero más que por un motivo narrativo lo hace por una mera cuestión estética. Efectismos que lastran en vez de sumar la potente apuesta del director, que también logra momentos de una belleza aplastante y otros que funcionan como precisas metáforas del capitalismo que critica, como ese mar de coca-cola donde acaban trabajando todos ellos.
Donde también acierta es en abandonar por momentos el apartado coral para centrarse más en el personaje de Pedro como hilo conductor. Un personaje tan empático como miserable. Tan solidario con los suyos como hijo del capitalismo que ya ha mamado en EEUU. Lo interpreta de forma colosal el mexicano Raúl Briones, quien ya había trabajado con Ruizpalacios en su anterior filme y que aquí se come la pantalla con una fuerza y un carisma que podrían hacerle merecedor del premio de interpretación. A su lado, Rooney Mara. La estrella de Hollywood interpreta a uno de los pocos personajes de EEUU y que se ha llevado todos los focos de la jornada.
La cocina es una película pesimista, que atiza al sueño americano e incluso a la propia terminología, porque América, como recuerda el protagonista en varios momentos, no es un país. Una acepción eminentemente colonialista contra la que se revuelve Ruizpalacios, que tenía claro que no quería hacer una película sobre “la lucha por llegar a EEUU, de esas ya hay muchísimas”. “Yo estaba interesado en retratar el después, qué pasa una vez se ha logrado. ¿Qué sucede con los migrantes cuando han alcanzado el destino?, ¿cómo les va?, ¿cuál es el precio que han pagado?”, añadía desde la rueda de prensa y junto a su equipo, entre ellos un Raúl Briones que empuñaba a modo de guante una bandera palestina. Briones ha calificado en esa rueda de prensa a ese “sueño” americano como también “una gran mentira”.
Hay también en la película un retrato de masculinidades tóxicas, que quieren marcar las agendas de las mujeres y sus decisiones, que sexualizan a sus compañeras. De hecho, Raúl Briones contó en la rueda de prensa que el rodaje del filme coincidió con su “transición a persona no binaria” y su cuestionamiento a lo que significa ser un hombre. “Los hombres bajo esta toxicidad no tienen otro destino posible que no sea un final trágico. Destruirse a sí mismos. Interpretando esta masculinidad en la película, en las últimas escenas incluso me rompí un dedo y me pregunté qué estaba haciendo. ¿Por qué los hombres tienen que defenderse de esa forma tan violenta? No tengo otra respuesta que por los roles que tienen, por lo que se espera de ser un hombre. Cuando llegué a mi casa con el cuerpo destrozado me dije: si este es el precio de ser un hombre, algo tiene que cambiar en esa construcción en torno a la masculinidad, porque si no, seremos nuestros peores enemigos”, explicó sobre una de las muchas capas de un filme que debería tener hueco en el palmarés.