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La vida de los otros

Desde Dioses y monstruos (1998), Bill Condon estuvo buscando en todos los guiones que llegaban a sus manos la oportunidad de volver a dirigir a Ian McKellen. Si el dueto había triunfado en el amargo retrato del cineasta James Whale en el mundo del Hollywood clásico y sus glorias venidas a menos, ahora les ha unido otro personaje conocido. Esta vez, sin embargo, salido de la ficción: de la literatura, primero, del cine e incluso la televisión después, donde Sherlock Holmes ha encontrado otro espacio en el que morar, sin ir más lejos en la serie de éxito en la que, de la mano de Benedict Cumberbatch, el detective da un salto en el tiempo hasta el siglo XXI.

El Sherlock propuesto por Mr. Holmes, presentada a competición en el Festival de Berlín, da otra pirueta en el tiempo, pero esta vez hasta su propia jubilación. Por el camino ha perdido el “Sherlock”, al Doctor Watson, el domicilio en Baker Street, su memoria e incluso la sombra de Sir Arhtur Conan Doyle, su creador, aunque haya ganado las artes de quien le interpreta, Sir Ian McKellen, en lo más alto en cuanto alcurnia actoral británica se refiere.

En el film de Bill Condon, Holmes es un señor de 93 años, un personaje real que se queja de la imagen que el público se ha forjado de él gracias a las novelas de su amigo Watson. Curiosos lazos los que traza el oficio del cine y que el Watson televisivo esté encarnado por Martin Freeman, compañero de metraje y fatigas en la Tierra Media con Ian McKellen en la trilogía de El Hobbit.

Mr. Holmes, pues, es un detective perspicaz, sí, pero que reniega de su carga icónica, de la pipa al sombrero. Su imagen no encaja con la que el público espera, como si a McKellen se le pudiera esperar sólo con el atuendo y las barbas de Gandalf, olvidando que, como el actor se encargó de recordar en la rueda de prensa en Berlín, lleva interpretados ya más de 200 personajes entre cine y teatro a lo largo de su carrera.

La película se toma al pie de la letra La vida privada de Sherlock Holmes el título con el que Billy Wilder se enfrentó al detective de Baker Street en 1970. Bill Condon lo presenta luchando contra la pérdida de memoria, los achaques de salud y el intento de reconciliarse con el recuerdo de una mujer, su último caso. Fuera del hábitat refinado en Londres, Holmes vuelve a “casa”, al campo. Le esperan su casera (Laura Linney) su hijo (Milo Parker), sus colmenas y las heridas aún visibles en el paisaje de la Segunda Guerra Mundial.

“Es un Sherlock Holmes que no es Sherlock Holmes”, resume el actor, que vuelve a dar prueba de su calibre como actor. En él y en el trabajo de Linney reside el principal atractivo de Mr Holmes. Un caso de realidad versus ficción, de humanización del mito, no del todo resuelto.

La acogida del film fue tibia y las cosas en la sección oficial competitiva de este tramo del festival no mejoraron con la anticipadísima reaparición de Terrence Malick con Knight of Cups. Es sabido que Malick, escurridizo como su cámara, elude a la prensa pero sus películas siguen lanzándose en los festivales de cine internacionales como el de Cannes, Venecia y ahora Berlín, donde ya tuvo su première El nuevo mundo (2005).

La excelencia de su obra, de Malas tierras (1973) a Días del cielo (1978) o La delgada línea roja (1998), y los silencios entre ellas le han dado a sus estrenos el aire de un avistamiento del cometa Halley. Pero las cosas han cambiado, las colas en la proyección de prensa y el sentimiento de agitación y expectativa en Berlín fueron las habituales, lo que vino después, harina de otro costal.

El bonsai de la vida

El árbol de la vida (2011) suscitó el aplauso de la crítica, quizá no unánime pero abriendo un debate apasionado, en To the Wonder (2012) hubo más bajas. Y, después del paso por la Berlinale, la crítica que aplaude Knight of Cups ha quedado aún más diezmada.

La soledad, el vacío de la vida de un actor de éxito en Hollywood (Christian Bale), que pasa de los hiperactivos brazos de una mujer 10 a otra (de Cate Blanchett a Natalie Portman, Imogen Poots o Freida Pinto) y se cruza con el recuerdo de un padre agresivo, un hermano problemático, y una larga de lista de cameos como el de Antonio Banderas, es lo que Malick propone en Knight of Cups. La voz en off, los silencios, la fascinación por el cuerpo, la sinfonía de la vida y sus coreografías, la religión, la problemática presencia del padre, la gestión de un pasado en un presente sin rumbo son marca de la casa. Pero lo que en El árbol de la vida llegaba a alcanzar resortes profundos aquí entra en un bucle de diseño y unos personajes que a pesar de andar descalzos, no tocan de pies en el suelo, perdidos en piscinas, residencias y fiestas con derroche de lujo. Da la impresión que Malick acabó con las existencias de las agencias de modelos en Los Ángeles y de cloro de las piscinas de Beverly Hills, para contar algo que él mismo y otros (Sorrentino y La gran belleza, por ejemplo) contaron antes y mejor.

Lujos y lujos: dos películas a tener en cuenta

Entre los títulos que dejarán poso de ésta Berlinale está la chilena El club, de Pablo Larraín. Después de Tony Manero (2007), presentado en la Quinzena de Realizadores en Cannes, Post mortem (2010) a competición en Venecia y No, nominada al Óscar a mejor film en lengua no inglesa en 2012, su nuevo trabajo como director se ha posicionado como una de las candidatas fuertes al palmarés berlinés.

La película arranca con el bíblico “y se hizo la luz”, pero luz, luz hay poca en esta dura historia de curas en retiro carcelario en una casa al borde del mar y otros precipicios. Los adorables “curitas” que se nos presenta al principio esconden un pasado de pecados muy graves por los que no han rendido cuentas ante la justicia. La Iglesia “administra” la cuestión con una supuesta penitencia, un descenso a los infiernos con más de un desvío inesperado que ha arrancado aplausos en la Berlinale.

Confrontar a las víctimas con sus verdugos es lo que hace también desde el terreno del documental el norteamericano Joshua Oppenheimer. Tras la magnífica y premiada The Act of Killing, vuelve a Indonesia y la masacre perpetrada por su régimen militar en 1965 con The Look of Silence, una película que opera a modo de contra plano de la primera. Si en una los asesinos detallaban con trivial y macabra precisión las matanzas que cometieron ante la atónita mirada de Oppenheimer, aquí los mismos asesinos confrontan con más incomodidad al familiar de una de las víctimas. Su hermano fue torturado y asesinado, uno de los nombres propios de los millares y millares de personas víctimas de la represión interna de Indonesia.

The Look of Silence le acompaña en su encuentro con algunos de los responsables políticos y materiales de la masacre, más incómodos ante la justificación moral de sus crímenes que ante la posibilidad de hacerse la foto en el lugar del crimen, como si de una cacería se hubiera tratado. El sereno rostro del hermano de la víctima intentado entender el por qué de tanta barbarie, y buscando una sombra de arrepentimiento en los ojos de sus interlocutores se cuenta, sin duda, entre el cine más interesante de ésta Berlinale. Rara vez la mirada hacia el otro ha sido tan elocuente en su silencio. Tras su paso aplaudido paso por Venecia participa fuera de competición.