Una de las películas a competición en el actual Festival Internacional de Sitges, In the earth, traslada al espectador a un mundo afectado por una pandemia derivada de la propagación de un virus respiratorio. El prestigioso guionista y realizador Ben Whatley (High-Rise) no ofrece demasiados detalles: muestra las correspondientes medidas de prevención (mascarillas, pruebas, cuarentenas) y alude a problemas de desabastecimiento alimentario. La audiencia no llega a saber hasta qué punto el golpe ha sido duro, porque la ficción se sitúa en un lugar controlado y apartado, pero apunta a que está en marcha un proceso de reconstrucción social con visos de éxito.
Con este planteamiento, Wheatley se aleja así de la lógica tremendista habitual en las ficciones sobre pandemias. Si el audiovisual tiende a relatar dramáticos hundimientos civilizatorios, In the earth acerca lo que hemos estado viviendo con la pandemia de la COVID-19. El coronavirus ha sacudido fuertemente la vida cotidiana, las interacciones sociales, la salud mental y el tejido económico. Ha provocado un gran número de muertos (cuatro millones y medio de fallecidos, según las cifras oficiales) y muchísimo dolor, pero la vida, y las redes institucionales de una cierta protección (para algunos), se han ido abriendo paso.
In the earth escenifica esta capacidad de resistencia de las estructuras organizadas, contrapuesta a una cierta inercia del audiovisual a representar hundimientos civilizatorios. Uno de los personajes del filme incluso anticipa que todo lo vivido se olvidará, que volverán las antiguas costumbres. En paralelo, la irrupción de pinceladas de terror ecológico parece señalarnos que quizá habría que extraer alguna enseñanza ambientalista de nuestro no-fin del mundo. Otra obra vista en el festival catalán, The feast, es mucho más explícita: la relación entre los humanos y el planeta se acerca al cine de rape and revenge cuando que un espíritu se alza violentamente contra el extractivismo depredador de recursos.
Wheatley, por su parte, parece alentar la reconexión con una naturaleza con la que quizá la humanidad no se podrá entender por mucho que intente expandir sus capacidades perceptivas. El realizador recupera elementos del folk horror en contacto con la cultura hippie que representaron películas como El hombre de mimbre o La garra de Satán, y enfatiza su componente lisérgico. Los malos, en todo caso, siguen siendo los humanos. Y su autor consigue una película que puede aparecer en el palmarés final por el cuidado estético mostrado, por la creación de imágenes potencialmente fascinantes acompañadas (de manera quizá incluso demasiado preponderante, pero muy atractiva) o por la música de Clint Mansell.
Visionaria y limitada parábola sobre la sociedad de las pantallas
También ha tratado sobre las resistencias a la catástrofe A nuvem rosa, una peculiar mezcla de drama familiar, parábola social y filme sobre choques civilizatorios encajados con chocante calmosidad. La realizadora brasileña Iuli Gerbase se anticipó al confinamiento derivado de la pandemia de COVID-19 con una modesta pero visionaria obra sobre la aparición de unas inexplicadas y letales nubes rosas. Respirar el aire de los espacios abiertos se convierte en mortal, así que las personas se ven obligadas a permanecer en espacios interiores.
El planteamiento podría recordarnos a una especie de versión cotidiana, sin elementos de thriller, de aquel apocalipsis agorafóbico de producción española que fue Los últimos días. Más allá de los personajes secundarios que asoman por las diferentes pantallas de ordenadores y teléfonos móviles, Gerbase atiende básicamente a dos protagonistas. Un romance de una noche se convierte en una convivencia forzosa. Tras el correspondiente periodo de pragmática paciencia, la vivencia de ambos se va bifurcando: él opta por resignarse a la reclusión forzosa; ella comienza a desesperarse, busca experiencias, cambios e incluso se recluye en las expansiones artificiales proporcionadas por unas gafas de realidad virtual.
Puede cuestionarse la verosimilitud de la propuesta de A nuvem rosa, que requiere dejar pasar un buen número de problemas de lógica interna. Su autora no presta atención a los problemas logísticos, de organización, de producción de alimentos, sino que atiende a otras cosas. Se pregunta sobre la capacidad de las comunicaciones telemáticas para cumplir la necesidad humana de interacción social, de amistad, de afecto. Y cuestiona los límites posibles, o deseables, de adaptarse a unas circunstancias que pueden considerarse abiertamente inhumanas.
La cineasta también plantea si una nueva generación, crecida durante un confinamiento total basado en la comunicación virtual, puede vivir de esa manera entendiéndola como plena, sin nostalgias ni frustraciones derivadas de perder posibilidades que no han llegado a experimentar nunca. En este aspecto, la película pone encima de la mesa la posibilidad de que la resiliencia no sea algo positivo que nos ayuda a continuar, sino también algo inquietante porque posibilita aceptaciones acríticas de indeseables estados de las cosas. Con sus inconsistencias, sus morosidades, sus limitaciones y redundancias, la propuesta de la autora lanza cuestiones interesantes vestidas con un dispositivo visual elegante.
¿Y los niños, es que nadie va a pensar en los niños?
Otro relato de zozobras civilizatorias, y quizá una de las obras más sólidas vistas hasta el momento en la actual edición del festival de Sitges, es La terra dei figli. El realizador italiano Claudio Cupellini ha firmado un drama postapocalíptico con elementos de acción sin artificios. Y también se pregunta si las generaciones crecidas tras una fortísima sacudida social pueden acostumbrarse a la situación sobrevenida. En la ficción, una enfermedad ha diezmado de manera radical la población humana y ha convertido la Tierra en un espacio hostil.
En este contexto, un hombre vive con su hijo en una zona apartada y en cierta medida aislada: un lago en el que intentar pescar y trocar objetos con un par de supervivientes más. El protagonista es el joven, asilvestrado pero aun así afectado por la dureza de un padre severo que parece odiarle. O que, quizá, solo quiere endurecer su carácter para que no sea una persona indefensa en un mundo donde ha desaparecido toda red de apoyo y algunos depredadores campan a sus anchas.
A diferencia de In the earth o A nuvem rosa, La terra dei figli tiene un pie en el fantástico de aventura y entretenimiento. La narrativa de peripecias, con aventuras y enfrentamientos a vida o muerte que permiten alinear la propuesta con el cine de entretenimiento, convive con un tono abatido y un cierto aliento meditativo. Se nos impulsa a reflexionar sobre la insatisfacción causada por una vida sin apegos. El resultado también podría leerse como una metáfora de nuestra sociedad de competitividad de todos contra todos, con la familia nuclear como único o casi único espacio seguro. Incluso se retrata una versión monstruosa de este repliegue en círculos reducidísimos al mostrarse un grupo de siete supervivientes dispuestos a devorar a quienes puedan.
El protagonista podría haberse convertido en una máquina de sobrevivir, gracias a su escaso cultivo de la empatía que incluye la capacidad de matar. A la vez, no deja de ser un chico ingenuo que se arriesga para descubrir qué escribía su padre sobre él en un diario personal. Descubrir un mundo de crueldad extrema más allá del lago no evita que se abra la puerta a nuevos afectos. Entre bloqueos emocionales, los sentimientos consiguen abrirse camino en el relato de supervivencia. Y esa es otra manera de comenzar a reconstruir los círculos de apoyo del mundo preapocalíptico, de apuntar la posibilidad de un reinicio.
Vendrán otros apocalipsis (fílmicos)
El programa del festival de Sitges también incluye cintas apocalípticas que siguen de manera clara la dinámica tremendista de los finales del mundo fílmicos. En el último tramo del certamen se proyectará Prisoners of the Ghostland, una presumiblemente chiflada colaboración entre el radical cineasta japonés Sion Sono y el actor Nicolas Cage. Mientras tanto, se ha proyectado otra muestra de cine zombi como Wyrmwood Apocalypse, un tanto alejada de aquellos marcos conceptuales socialdemócratas de las perdurablemente influyentes películas de George Romero (La noche de los muertos vivientes, Zombi), un cineasta en contacto con la contracultura y el izquierdismo.
En el ensayo El hombre superfluo, el escritor Ilija Trojanow identificaba los futuros de desastre como propios de una cultura reaccionaria. Tomado como una regla infalible, el planteamiento resulta discutible: el mismo Romero mostraba escenarios de hundimiento, quizá para representar la necesidad de instituciones vertebradoras que ayudasen a la buena gente a protegerse de los depredadores. Con todo, la fascinación audiovisual por el fin del mundo, más allá del buen momento comercial que ha vivido el cine fantástico o el género zombi, sí puede verse como una emanación de un presente neoliberal de desconfianza en el individuo, de menosprecio de las instituciones y de cosmovisiones de competitividad extrema.
Quizá, solo quizá, la experiencia de la pandemia de la COVID-19 facilitará la proliferación de otras maneras de imaginar los fines del mundo. El relato de procesos menos unívocos y menos desatadamente catastróficos, más sutiles y, a poder ser, más complejos y relacionados con lo real. La asunción de esta resistencia del estado de las cosas puede leerse en clave optimista y reconfortante, pero también puede (¿y debe?) servir para reflexionar sobre la capacidad de persistencia de aspectos indeseables de la realidad.
Obras como In the Earth o A nuvem rosa nos recuerdan que lo que entendemos como civilización, un capitalismo articulado a través de unos estados que devienen absolutamente necesarios en tiempos de crac y necesidad, no se acaba fácilmente. Pero también pueden servir para señalar que esa persistencia no es positiva en todos los aspectos. Solo hay que observar los indicadores de desigualdad posteriores al estallido pandémico, la gestión mundial de la vacunación y otras vergüenzas de la gestión de la crisis.