“Va de un avión que se estrella y los que viajan en él se comen entre ellos”. Esta era la referencia que Valentina, Claudia y Marta, tres chicas de 12 años, tenían de La sociedad de la nieve antes de ir a verla al cine el domingo pasado. Su amiga Carla lo había intentado... pero se quedó a la mitad. “Es que iba en el coche, y me mareé un poco”, reconoce. “¡Ay! A ver si te vas a desmayar ahora”, preguntan el resto preocupadas al enterarse. “No, no. Nunca me ha pasado”, les tranquiliza ella, riéndose.
La quinta integrante del grupo es Eleonor. Una de las tantas 'víctimas' de la película de Juan Antonio Bayona que, una vez vista, se ha obsesionado con el accidente de los Andes, sus protagonistas reales y el elenco del filme que aspira a alzarse con el Oscar a Mejor película internacional y a Mejor maquillaje y peluquería en la gala que se celebrará este fin de semana.
Después de dos visionados en casa del filme, sumó dos documentales y también se ha comprado el libro de Pablo Vierci que el largometraje toma como referencia, aunque todavía no se lo ha leído. Lo siguiente fue convencer a su pandilla para que su tercera vez fueran juntas, en pantalla grande. “Supongo que en la sala será otra experiencia”, intuye minutos antes de entrar en los madrileños mk2 Cines Paz donde, cerca de tres meses después del estreno de la cinta, continúan proyectándola.
La última película que la mayoría había visto en sala era Wonka; el filme sobre el origen del personaje de Charlie y la fábrica de chocolateliderado por Timothée Chalamet, que aterrizó en la taquilla en diciembre. Y lo hicieron por separado. No suelen ir al cine las cinco, aunque reconocen que, dependiendo de qué peli, “alguna sí que es mejor verla en pantalla grande”. Sobre todo teniendo en cuenta que, en casa, la alternativa es verlas “en pequeño”, casi siempre en sus tabletas.
Las amigas comparten un elemento en común con los protagonistas de La sociedad de la nieve. Forman parte del mismo equipo de baloncesto. No se visualizan teniendo un accidente similar al del filme, pero en todo caso les tranquiliza saber que “los aviones de hoy en día [el de la película se estrelló en 1972], están mucho mejor preparados”.
“Ahora van provistos de comida, y tenemos teléfonos móviles”, comentan. Pese a que la primera reacción al imaginarse sobreviviendo por alimentarse de alguna de sus amigas es “asco”, pronto el apetito aparece en escena para generar que más de una recule. “Si me dan el cacho ya cortado y me estoy muriendo de hambre”, valoran. Pero claro, alguien tendría que cortar. Coinciden en señalar a Valentina como posible candidata, aunque ella no parece para nada convencida.
Abrazos, un grito y aplauso
18:05. Llega la hora de la verdad. Las cinco amigas, provistas de palomitas, se disponen a la aventura sentadas en la séptima fila de la sala dos. Aprovechan un asiento vacío para dejar unos abrigos que pronto volverán a hacer falta, una vez el frío que amenaza la vida de los personajes traspase la pantalla e irrumpa en sus carnes.
Bayona tiene especial habilidad para controlar los niveles de emoción y desasosiego en sus películas. Ejemplo de ello es que para cuando llega la exasperante escena del accidente, el filme ya ha dado las suficientes pinceladas sobre los personajes como para que importen, para haberles cogido un mínimo de cariño en lo que parece el inicio de una prometedora excursión de amigos veinteañeros.
La alegría y la exaltación duran poco. En seguida llega la secuencia en mayúsculas, dejando clara la experiencia física, cruda, inmersiva e impactante que va a suponer el visionado. El avión se parte en dos, hay cuerpos que vuelan por los aires, otros que se intentan aferrar a sus cinturones, caen maletas, se doblan asientos –y con ellos piernas, tobillos, pies y caderas–, se rompen cristales, hay sangre. Se deslizan por la nieve, frenan. Se hace el silencio. Se escuchan suspiros, respiraciones muy fuertes. A las chicas les cuesta pestañear, se han agarrado entre ellas, alguna tiene las manos en la cabeza, hundidas en el asiento, absolutamente impactadas. “Me pasa eso y me muero”, se escucha murmurar a una.
El viaje físico y visceral que propone Bayona continúa. Y sí, la gestión de la comida en seguida genera el despliegue de unas cuantas onomatopeyas con las que muestran su desconcierto por asistir a la necesidad de comer hasta cigarrillos, dientes que se debilitan y mueven, la orina que se vuelve de color negro. La empatía se apodera de ellas. “¡Pobrecitos!”, exclaman tras otra de las escenas más descorazonadoras del largometraje, en la que tras varios días en la montaña, los pasajeros escuchan por una radio que rescatan que el Gobierno ha dejado de buscarles. Han dado la operación de rescate por perdida.
Desazón e inquietud vuelven a desatarse con el alud que llega en el primer atisbo de respiro que ofrece el metraje, y que provoca el grito de una de las protagonistas de este reportaje. “Me estoy traumatizando”, comenta otra de ellas. “¿Quieres que salgamos un rato?”, le pregunta una de sus amigas, preocupada. “Igual sí”, responde. Y ambas salen, cuidándose. Las otras tres se juntan para que no queden butacas vacías entre ellas. A los minutos regresan las dos ausentes y el grupo recupera su alineación inicial. Mientras tanto, en la pantalla, los jugadores de rugby siguen luchando por sobrevivir.
“¡Eso es Granada!”, exclama Eleonor en uno de los numerosos planos generales que muestran la magnitud de la cordillera. La joven experta en todo lo que rodea a La sociedad de la nieve aprovecha para aportar contexto a sus amigas. Y es que en efecto, el largometraje se filmó en Sierra Nevada, donde enclaves como Pradollano y la Hoya de la Moya sirvieron para emular el Valle de las Lágrimas; el glaciar en el que los pasajeros quedaron atrapados en la frontera entre Chile y Argentina.
También explica a sus amigas que algunos de los personajes que se ven en pantalla, una vez rescatados, son los supervivientes reales, desde Carlos Páez (Felipe González en la cinta) a Nando Parrado (Agustín Pardella). Y con todo ello llegan al desenlace, que demuestra la maestría de Bayona para conseguir que, incluso tras dos horas y media de calvario, generar un alivio que funciona como un abrazo. Muy fuerte. Al que el grupo de amigas suma un aplauso para drenar el nerviosismo, la desazón y la euforia provocada por la experiencia tan sumamente física a la que acaban de asistir y sentir en primera persona.
“Me ha gustado mucho”
Las cinco, todavía nerviosas, salen a la calle, enganchadas. Fuera ha caído la noche y hace frío. No tanto como en los Andes, pero sí el suficiente como para acabar encorvándose y juntándose para darse calor en el banco en el que nos sentamos a comentar qué les ha parecido el filme. “Me ha gustado mucho”, responden al unísono. Les cuesta identificar qué es lo que más. Siguen impactadas, en mayor o menor medida. “Es muy fuerte lo que pasa”, describe en seguida Valentina. “Me ha dado mucha pena cuando se muere Enzo Vogrincic”, indica Carla sobre el intérprete del personaje de Numa, al que el filme le ha convertido en todo un fenómeno.
Eleonor tiene claro que volvería a verla en el cine. Carla también, ahora que sabe cuáles son las escenas más impactantes, “para no mirar”. El resto duda, piensan que en el cine seguro que no, pero en casa igual sí. “No le habríamos hecho tanto caso”, confiesan sobre qué habría pasado si el plan hubiera sido en el salón de alguna de ellas. Auguran que seguramente más de una se habría quedado dormida. Algo imposible en la sala. “Aquí estaba tan alto el sonido...”, apunta Valentina sobre el contraste del tipo de visionado. No recuerdan una experiencia que les hubiera impresionado tanto. “Muchas veces voy al cine con mi primas pequeñas y no vemos cosas así”, explica Marta. Pero sí que consideran que lo vivido gracias a La sociedad de la nieve invita a querer ir más.
Tras arrasar en los Premios Goya, el propio Bayona celebró que la audiencia joven no esté viendo su película solamente en Netflix, porque defendió que eran “el público del futuro”. Y de más películas españolas. “Son diferentes a las inglesas”, sostiene el grupo en general, aunque la primera referencia de cine patrio que mencionan es Padre no hay más que uno, de Santiago Segura. Solamente Eleonor conocía otra obra del director catalán, Lo imposible, que también le gustó, aunque no le obsesionó. Ahora tienen claro que el cineasta les cae “genial” y esperan que el domingo gane el Oscar.
“¿Pero de verdad que esto pasó en la vida real?”, plantea de repente Claudia, impresionada por la cantidad de obstáculos que tuvieron que sortear los jugadores para sobrevivir, y que incluso una parte de ellos lo lograron. Al constatar que sí, la historia le impacta aún más. Les enseñamos en el teléfono móvil las fotografías de los supervivientes reales que el director ha replicado en el cine, y se amplía el asombro generalizado. “Lo tiene todo superestudiado”, aplauden sobre la labor de Bayona. Sorprendentemente, los aviones, con la tecnología actual, siguen sin darles miedo. “Un barco también se puede hundir, mira el Titanic”, valora Eleonor. Lo único, eso sí, con bien de víveres y mantas, por si acaso.
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