Sony nunca ha dejado de poseer los derechos de Spider-Man, y queriendo aprovechar este privilegio para combatir la hegemonía del Universo Cinematográfico de Marvel (en manos de Disney) se ha colocado en una ambivalencia muy curiosa. Por un lado, el estudio vigila el uso que Kevin Feige pueda hacer del Peter Parker de Tom Holland —bien amenazando con retirarle de la franquicia tras Lejos de casa, bien aprovechando No Way Home como escaparate de los logros de las sagas que sí espoleó—, al tiempo que construye en torno a este personaje un miniuniverso propio. El encabezado por Venom y, en fin, Morbius.
Este miniuniverso está consagrado a los personajes secundarios de Spider-Man y solo puede crecer a la sombra del Universo de Marvel. Aunque las dos entregas de Venom que se han estrenado hasta ahora hayan triunfado en taquilla y tengan sus defensores, por lo general es una franquicia abocada al hazmerreír. La angustia por explotar una marca se topa de bruces con todo tipo de limitaciones, tomando un rumbo tan ridículo —el plan de que Bad Bunny debute próximamente con un personaje llamado “El Muerto”— como involuntariamente ilustrativo de la congestión que ha terminado atravesando la maquinaria superheroica.
Pero claro. En el marco de Sony, y aprovechando los resquicios de explotación que había dejado Marvel Studios, también nació Spider-Man: Un nuevo universo en 2018. He aquí la ambivalencia. Una de las películas de superhéroes más aclamadas de la historia, de una influencia que sobrepasa el género, y que ahora estrena una secuela capaz de amenazar su excepcionalidad para entregarla a los vicios de la industria. ¿Es lo que ha ocurrido, o Spider-Man: Cruzando el multiverso ha logrado mantenerse a salvo y seguir brillando?
Un nuevo universo (de animación)
Spider-Man: Un nuevo universo fue un milagro, pero podemos identificar las condiciones que lo hicieron posible. Por un lado, una lúcida comprensión de la mítica del personaje se alineó con el talante burlesco de la dupla Phil Lord y Chris Miller, cuyas parodias de la cultura pop siempre enmascaran un intenso cariño. Por otro, Un nuevo universo tomó forma dentro de la inquietud de Sony Animation por dejar atrás proyectos atroces como Emoji: La película, lo que derivó en una mayor apuesta por las inquietudes de los animadores y en el prometedor fichaje del español Alberto Mielgo, cuya visión del medio ha sido tan rompedora.
Mielgo abandonó Un nuevo universo no sin antes entregar unas claves estéticas por las que el filme debía transitar. La idea más celebrada fue entonces la de emular el lenguaje de cómics a través de onomatopeyas y una velocidad de frames menor a la estándar, que recordara al paso de las páginas. De este modo, solo desde la gramática visual, Un nuevo universo rendía homenaje al Spider-Man primigenio de las viñetas, cimentando una cumbre donde el lenguaje cinematográfico y el comiquero dialogaban con una armonía nunca antes vista. Y no obstante, lo que más llegó a trascender fue su contundente uso de la animación NPR.
El llamado “non-photorrealistic rendering” —que, básicamente, consiste en variar el rumbo del progreso de la animación digital para que este deje de buscar el realismo, dando media vuelta para inyectarle volumen al 2D de toda la vida— ya existía antes de Un nuevo universo, utilizado especialmente por varios videojuegos de principios de los 2000. Pero nunca había atesorado un vigor como el de este filme, una expresividad que nos descubría que la animación podía llegar a otros lugares cuando el uso de las tres dimensiones parecía condenado al valle inquietante. Así que, desde Un nuevo universo, las producciones NPR se han multiplicado.
Dentro de la misma Sony Animation, con Los Mitchell contra las máquinas. Pero también por parte de sus competidores. DreamWorks Animation ha estrenado Los tipos malos y El gato con botas: El último deseo, logrando por esta última sus mejores críticas en lustros. En el marco de League of Legends ha nacido una serie impepinable como Arcane, estrenada por Netflix. La misma plataforma que cobijó Entergalactic, un proyecto a mayor gloria del rapero Kid Cudi que hallaba legitimidad gracias a esta factura. Este 2023 Paramount lo intentará a su vez con Ninja Turtles: Caos mutante, y Disney con Wish para celebrar su 100 aniversario.
Incluso Marvel Studios ha probado suerte con la serie antológica ¿Qué pasaría si…? Tal afloración de proyectos hace pensar en Un nuevo universo como una producción al fin y al cabo coyuntural: no más que la chispa necesaria para que la industria descubriera cómo salir del estancamiento de la tradición 3D instaurada por Toy Story a mediados de los 90. Pero eso no le quita su carácter pionero, y por tanto un prestigio que ahora se ve obligada a revalidar con la secuela. Tras desencadenar una tormenta estética de tal calibre, desde Sony Animation son conscientes de las expectativas, de la necesidad de romper con lo que ya fue rompedor.
Es una responsabilidad endiablada, que por suerte Cruzando el multiverso sobrelleva con aplomo. Desde los primeros minutos, cuando la trama salta al universo de Spider Gwen y esta nos cuenta sus problemas mientras toca la batería, cunde la sensación de que Cruzando el multiverso va a ser una explosión sensorial del mismo calibre que la de 2018. El montaje guiado por las baquetas encadena planos a velocidad de vértigo pero a un ritmo muy meditado, practicando algo cercano a la hipnosis desde la saturación de estímulos. El humor de la impronta Lord/Miller fluctúa a una velocidad semejante. Y remata el éxtasis.
La filosofía seguida entonces no es muy distinta de la lógica inflacionista con la que Hollywood lleva décadas produciendo secuelas, concretada en una única palabra: más. Más acción, más universos que transitar, más estilos de animación concatenados, más Spider-gente. Todo exhibido con un rigor formal tan categórico que impele a que destaquen algunos ámbitos más pobres, como el descuidado uso de la profundidad de campo o los escenarios que rodean las facciones primorosamente vivaces de los personajes. Algo que no deja de encajar con la propuesta, por el impresionismo invocado. La obsesión por el impacto inmediato, consciente de que el stendhalazo solo se logra a base de golpes.
Un nuevo universo (de universos)
Asumiendo que Cruzando el multiverso es otro triunfo visual, queda por examinar la otra faceta del fenómeno que instauró Un nuevo universo. Sony Animation también fue pionera a la hora de ubicar el concepto “multiverso” en el mainstream audiovisual. Un concepto tan extendido como para que la última ganadora del Oscar a Mejor película, Todo a la vez en todas partes, se sumerja en él y extraiga de su entramado una preocupación por epatar desde la acumulación fulminante —no solo de imágenes, sino del caudal de referencias aparejado a las mismas— que por supuesto también practicaba Un nuevo universo.
Todo a la vez en todas partes recurría al multiverso, por otra parte, para cuestionar los “mecanismos impuestos” que marcan nuestra vida, relativizándolos según otros múltiples devenires posibles que de pronto nos apelaban y daban mayor agencia a nuestra subjetividad. No era muy distinto, en fin, a lo que pasaba con Miles, aprendiendo que “todos podemos ser Spider-Man” tras divisar la gran cantidad de Spider-Man que hay desperdigados por el cosmos. El multiverso viene a servir pues de terapia de autoayuda, dando calma a la atormentada individualidad contemporánea según la comparación y el aprendizaje.
Así lo ha entendido el superheroico posterior a Un nuevo universo, aprovechándolo además para reforzar surtidos de propiedades intelectuales. Tras Un nuevo universo Sony volvió a aliarse con Marvel Studios y estrenó No Way Home: una suerte de simulacro deshumanizado de lo que había sido la película animada. Desde inquietudes dramáticas similares, el gran atractivo pasaba a ser el reciclaje de iconos en lugar de la animación virtuosa, tan consciente de que el público conectaría con él como para planear hacer lo propio en la película sucesiva de Marvel, Doctor Strange en el multiverso de la locura.
Aquí la dirección de Sam Raimi logró que la pulsión corporativa se viera sepultada por sus propios fetiches, sin que por lo demás afectara a esa narrativa troncal de Marvel sumida en “la Saga del Multiverso”. Fuera de la Casa de las Ideas, en la convulsa DC, también se cocina en estos momentos una réplica, Flash. Quien la ha visto asegura que es tan buena como No Way Home mientras en los tráilers vemos a Michael Keaton volviendo como Batman, a Michael Shannon como Zod, y a varios Ezra Miller como distintas versiones de Flash.
Como tantas variantes de Spider-Man se presenta Cruzando el multiverso. En la secuela ocurre lo inevitable, y es que se ve infectada por este ímpetu de escaparate. Lo que en Un nuevo universo se usaba para el humor absurdo, la creatividad o el reconocimiento a cómics ignotos, en Cruzando el multiverso pasa a ser un catálogo de propiedad que se extiende a otras marcas como Lego y vuelve abiertamente sobre el legado cinematográfico del Spider-Man de Sony, tan vital para No Way Home. Aunque hay buenas noticias a este respecto. El humor absurdo sigue imperando, y también lo hace un pensamiento crítico sobrevolando todo el berenjenal.
Los personajes de Cruzando el multiverso están condicionados por un término clave: el “canon”. Sus vidas se ven orquestadas según un destino prefijado que les hará sufrir al tiempo que, se supone, les encaminará a ser Spider-Man. El canon, por supuesto, es un término extraído de la narrativa transmedia, pero aquí conecta con los mecanismos impuestos de Todo a la vez en todas partes y su desafío adquiere otra resonancia. La de creaciones que se revuelven contra un sistema que las ha absorbido, arrebatado toda magia, para meterlas en paquetes y crossovers diseñados fuera de lo que dispongan los artistas. Un malestar al que Cruzando el multiverso mira de frente y se pregunta —mediante el vértigo de la imagen y la trascendencia de un personaje que es mucho más que Marvel— si un día podrá llegar a superar.