Su influencia sigue viva, solo hay que ver Stranger thingsStranger things para comprobarlo. Pero hubo un tiempo en el que Stephen King era casi un género en sí mismo, un fenómeno estructural en el cine comercial de los años 80. Desde las librerías, donde vendía millones de libros, pasó a asaltar la gran pantalla y también la televisión.
Brian De Palma abrió el fuego en 1976 con Carrie, Tobe Hoopper firmó la miniserie Regreso a Salem’s Lot y Stanley Kubrick hizo su versión de El resplandor. A partir de ahí, llegó la euforia King: Creepshow, Cujo, Christine, Ojos de fuego, Los chicos del maíz y otros filmes con menor repercusión llegaron a las pantallas en apenas tres años. En pleno éxito, el novelista se atrevió a dirigir personalmente La rebelión de las máquinas.
Entre toda esa retahíla de filmes, La zona muerta, estrenada en 1983, aparece como una rareza algo árida. Una nueva recuperación videográfica, que se beneficia de una calidad de imagen mejorada y la inclusión de pequeños documentales sobre la producción, sirve para reivindicarla como una pequeña joya, distante pero raramente emotiva. Y quizá excesivamente olvidada por resultar poco apta para estimular la nostalgia ochentera. No tenemos los protagonistas infantiles de Cuenta conmigo, las aventuras juveniles de It o las iniciaciones en la sexualidad de Christine. La película estaba protagonizada por un hombre adulto, Johnny Smith, que comienza a tener visiones del pasado y del futuro después de sufrir un accidente de coche.
Su director, David Cronenberg (Videodrome, Promesas del Este), optó además por un enfoque radicalmente sobrio. No hay sucesiones de crímenes ni grandes exhibiciones gore, sino una atmósfera de desasosiego y elegía. Entre las adaptaciones de trabajos fantásticos de King, La zona muerta destaca como una de las más cercanas al drama. Brilla la atención al retrato de personajes escueto y preciso, con tendencia a la economía narrativa y a la contención emocional. A la vez que esquivaron el melodrama, Cronenberg y compañía también rehuyeron el horror y apostaron por generar desasosiego con las profecías de Smith.
La conexión con Trump
La historia escrita por King ha inspirado una serie de televisión razonablemente exitosa (duró seis temporadas). En el último año, en cambio, las referencias a La zona muerta se han multiplicado en forma de memes de Internet y chistes realizados por críticos de Donald Trump. El mismo King se apuntó a ello y ha acabado siendo bloqueado en Twitter por el mandatario. Durante las elecciones primarias del Partido Republicano, el novelista escribió: “Los demagogos populistas como Aquel Que No Debe Ser Nombrado no son una novedad; mirad La zona muerta, publicada hace 37 años”.
El motivo de la referencia era evidente. Tanto en la novela como en la película, el protagonista tenía una visión del futuro de un político: llegaría a presidente de los Estados Unidos e iniciaría una guerra nuclear. Los pronunciamientos erráticos de Trump sobre las bombas atómicas y la proliferación nuclear justifican los paralelismos, satíricos o no.
El magnate ha puesto de nuevo de moda aquello que se dio en llamar “el botón rojo”, la señal de inicio de una confrontación atómica que estaba muy arraigada en el imaginario colectivo cuando se estrenó el filme de Cronenberg. Entonces llegaron a las pantallas otras ficciones sobre amenazas nucleares como Juegos de guerra o Testamento final. Eran tiempos de especial tensión entre los Estados Unidos y la Unión Soviética.
El político de La zona muerta, Greg Stillson, era un arribista que manda al cuerno a los mediocres y agitaba un populismo patriótico ideológicamente inconcreto que “representa a los pobres y a los bien situados, a los jóvenes y a los mayores”. King también incorporaba un elemento marca de la casa: la crítica al fundamentalismo religioso, presente en obras como Carrie o La niebla. En la visión de futuro que tiene Smith, el egocentrismo del político se mezcla con la retórica mística sobre destinos cumplidos. “Los misiles ya están en el aire, aleluya, aleluya”, dice el personaje.
En realidad, Stillson parece una versión arribista de ese Ronald Reagan que, desde el Partido Republicano y con apoyo de la derecha religiosa, consiguió llegar a la presidencia de los Estados Unidos. La película se estrenó con Reagan ya en la Casa Blanca, pero la novela fue escrita antes, en plena resaca posterior al escándalo Watergate. El original literario remitía a la desazón, a la desconfianza respecto al establishment tan explorada en el thriller estadounidense del segundo tramo de la década de los 70, a través de propuestas más o menos apegadas a la realidad (desde Todos los hombres del presidente hasta El último testigo).
La paradoja histórica, y muy real, es que un fiel representante de parte del establishment como Reagan capitalizase el enfado de una ciudadanía desencantada, apelando a un pasado mejor con su lema de “Let's make America great again” y azuzando el sentimiento antipolítico con frases como “el gobierno no es la solución a nuestro problema; el gobierno es el problema”.
¿Por qué no matamos a Hitler?
Cronenberg hizo un filme muy volcado en el punto de vista de su personaje principal. Los paisajes y la música enfatizan sus estados de ánimo, su soledad, las múltiples pérdidas que sufre a lo largo del filme. Smith está prácticamente en todo momento en pantalla.
Bajo ese prisma, Cronenberg plantea un dilema ético que se resuelve sin apenas debate: ¿es legítimo un asesinato preventivo para evitar una catástrofe de grandes proporciones? El espectador ya ha sido persuadido que las visiones de Smith se hacen realidad. El protagonista pregunta a su médico si hubiese matado a Hitler de haber tenido una oportunidad, pero ya sabe qué respuesta le dará. O quizá no le importa, porque ya ha tomado su decisión.
Cronenberg era consciente de las implicaciones de esta apuesta, de lo perturbador de legitimar el asesinato preventivo cometido por un visionario. Aún así, jugó con ellas: “Quería que el público fuese cómplice del asesinato”, declaró en un documental retrospectivo incluido en la nueva edición videográfica del filme. Lo irónico es que, si bien la trama de La zona muerta ha servido para satirizar sobre Trump, se diría que ha sido el mismo Trump quien ha fantaseado con un magnicidio: en un mitin, bromeó con que asesinaran a Hillary Clinton.