La identidad es uno de los grandes temas que el cine actual se plantea de forma frecuente. El Festival de Berlín lo ha demostrado y ha colocado a dos directores españoles a hablar de formas completamente diferentes de la identidad de las personas trans. Si Paul B. Preciado lo hacía en su Orlando, ma biograhpie politique desde un cine libre, que rompe géneros cinematográficos para apostar por el fin del binarismo; Estíbaliz Urresola habla en 20.000 especies de abejas de la identidad de las mujeres de tres generaciones de una familia. La más pequeña de ellas, de ocho años, es una niña trans que no se ha atrevido a verbalizar esa identidad mientras sufre cómo sus parientes y en el colegio siguen llamándole con su nombre anterior.
Se podría definir 20.000 especies de abejas como una coming of age de esa niña hasta que convierte en palabra su sentimiento. Hasta que dice ese nombre con el que quiere ser llamada y reconocida. Una película sutil y emocionante que ha conseguido algo extraño, que un debut (en el largo de ficción) compita por el Oso de Oro. Un año después de que Carla Simón lograra el mayor premio de la Berlinale con Alcarràs, otra realizadora lo intentará con otra película que saca su historia de las grandes urbes para llevarla al pueblo y para contarla con otras lenguas.
Aquí es el euskera y un pueblo de Euskadi el escenario donde una madre —imponente Patricia López Arnaiz— escapa en verano junto a sus hijos. El reencuentro con su madre —conservadora y religiosa— y su progresista tía —una Ane Gabarain que se come sus escenas, las más hermosas del filme— hará que salgan a la luz todos los fantasmas del pasado y del presente. Todos esos fantasmas apuntan al mismo lugar, a cómo las mujeres han sido coartadas y aplastadas por los hombres. Desde la abuela, mujer de un conocido artista, a la madre, que también vive atrapada por la sombre del padre, y la niña, a la que la sociedad ni siquiera reconoce como tal.
Un proyecto que nació cuando Urresola conoció el caso de Ekai, un niño trans de 16 años que se suicidó tras luchar por un tratamiento hormonal que nunca logró. “Dejó una carta y me conmovió”, recuerda la directora. “Era una carta de despedida, pero al mismo tiempo me conmovió la esperanza que proyectaba él en esa carta hacia la generación de las niñas y los niños que vinieran detrás de él, que vivieran un escenario de más aceptación y donde lo tuvieran más fácil que él. Recuerdo que, a raíz del caso de Ekai, hubo un despertar, por lo menos en la sociedad vasca, sobre esta temática, que yo creo que no formaba parte de la agenda social ni del imaginario. No pensábamos que lo trans pudiera estar ya presente desde las infancias más tiernas”, explica sobre el inicio del proyecto.
Un despertar que luego se multiplicó por toda España y que también provocó movimientos reaccionarios como “ese autobús naranja que intentaba preservar los pensamientos más rígidos de la idea del género y de las identidades”. “Creo que justamente lo que logró ese autobús fue dar mucha más repercusión y altavoz a esta realidad”, dice la autora sobre la campaña que impulsó HazteOír. 20.000 especies de abejas nació en 2018, cuando Urresola comienza el proceso de investigación y las entrevistas a las familias de niñas y niños trans. Su proceso de creación ha ido en paralelo con la evolución de la sociedad española que ha concluido en la aprobación de la ley trans que coincide en el tiempo con la presentación del filme en la Berlinale.
“En 2020 me di cuenta de que todo estaba cambiando tanto y tan rápido que necesitaba actualizarme. Por lo tanto, volví a hacer otra incursión en una asociación y a entrevistar a todas las familias nuevas que habían entrado en el último año, que eran bastantes, para ver cómo se habían vivido esas transiciones, para sentirme segura de que estaba siendo todavía un relato vigente, o al menos la forma o los conceptos que planteo. No quería quedarme en lo conservador o en lo carca”, dice sobre su proceso de creación.
Los padres y las madres me decían que el tránsito no lo habían hecho los niños, sino que lo habían tenido que hacer ellos al cambiar sus miradas
Su mirada se centra en esa niña, pero el proceso de transición también lo vive su madre, que se niega a aceptar la realidad y tarda en entender lo que está pasando. Fue ese proceso de los padres lo que más llamó la atención cuando se reunió con las familias. “Los padres y las madres me decían que el tránsito no lo habían hecho los niños, sino que lo habían tenido que hacer ellos al cambiar sus miradas. Un cambio de miradas que les había hecho también reflexionar sobre su propia identidad y sobre hasta qué punto su identidad de género había influido, condicionado, limitado o ayudado en su experiencia de vida, en el desarrollo de su identidad”, explica. “Esa reflexión que hacían los padres y las madres me parecía superinteresante y tenía mucho que ver con cosas que yo ya venía trabajando en mis anteriores trabajos y que tienen que ver con si la identidad es realmente una instancia que nos pertenece única y exclusivamente a uno o a una. Si es una vivencia íntima y personal que solo una puede nombrar o que está indefectiblemente condicionada y afectada por la mirada del otro y por cómo nos tratan y cómo nos legitiman”, añade Urresola.
Esa mirada del otro aparece de forma natural “en la dimensión familiar, que es la primera instancia a la que accedemos”. Se trata de un filme que habla sobre la identidad de esa niña, pero también de la identidad de las mujeres que la acompañan. “Un retrato intergeneracional de mujeres para las que el hecho de ser mujer ha representado cosas muy distintas, y para las que su experiencia vital está total y absolutamente condicionada por la cuestión de la identidad del género, que es lo mismo que le está pasando también al menor de los personajes, pero de forma distinta”, explica la cineasta. “Independientemente de la generación, de la edad o de la naturaleza de sus genitales, todas estas mujeres tienen algo en común y es el sentimiento de vergüenza y de pudor inherente, y cómo eso ha sido utilizado en la sociedad como mecanismo de control para que las mujeres no accedan a sus deseos, no los ejecuten, no caminen hacia ellos, no se desarrollen”, apunta.
En su película, al contrario que en la de Paul B. Preciado, no aparece la etiqueta trans, y fue porque en la investigación no aparecía en estas familias, pero ella cree que aunque las etiquetas “por una parte son reduccionistas y limitantes, por otra hay un momento en el que son necesarias porque están poniendo el foco en algo que si no, no se ve”, explica, y recurre al ejemplo de otra categorización, la de la “directora mujer”: “La usamos porque, si no, no se nos ve”. “Estos niños y estas niñas, cuando dan el paso con las herramientas o la fuerza suficiente para expresar quiénes son, nunca dicen 'soy una niña trans'. Ellos, en todo caso, expresan lo que sienten. Pero la palabra trans no aparece en sus bocas. Es una palabra que pertenece más al ámbito de lo discursivo o de lo adulto y que creo que es necesaria cuando se trata de garantizar los derechos de un colectivo de personas que han sido invisibles hasta ahora”, zanja.
La sutileza es uno de los rasgos más importantes de un guion que en montaje también pulió cualquier subrayado y que cuenta con metáforas visuales como el momento hermoso donde las dos niñas se cambian sus bañadores. La cámara de Urresola rueda la escena desde detrás y con distancia. Las dos niñas son iguales. No hay diferencias. Es el primer momento en el que Lucía dice su nombre, donde “se consagra y se pronuncia a sí misma por primera vez con el nombre que ha elegido y es aceptada”. “Creo que la infancia está mucho más preparada para aceptar de una forma mucho más natural toda la plasticidad de posibilidades, de identidades, de cuerpos, de combinaciones, de expresiones de género que el mundo adulto, que nos vamos solidificando y volviendo cada vez más duros de mollera”, cuenta Urresola, que ha debutado en el largo de ficción de la mejor forma posible y que continuará en Málaga su viaje con un filme del que se hablará mucho este año.