Tanna es una isla poblada por alrededor de 30.000 personas en el Pacífico Sur. Sus pobladores tienen su propia historia de lucha anticolonial. Desde la consecución de la independencia respecto a los poderes francés y británico, su territorio forma parte de la República de Vanuatu. Hasta ahí viajaron dos documentalistas australianos, Martin Butler y Bentley Dean, que ya habían tratado los pueblos aborígenes de Oceanía en Contact, para rodar su primera película de ficción.
El proyecto debía afrontar desafíos múltiples. Uno de ellos, era conseguir una mirada que no cayese en tics habituales del cine de aventuras exóticas (como el pintoresquismo o el paternalismo), sino que estuviese fundamentada en la comprensión del pueblo que se retrataba: los yakel. Por ello, Dean vivió durante siete meses en su poblado.
Los directores contaron con un equipo de rodaje mínimo. Los dos codirectores se encargaban de la fotografía y el sonido. Les apoyaban en otras tareas un número limitadísimo de colaboradores. Entre ellos, estaban habitantes de la aldea como Jimmy Joseph Nako, el tercer puntal del proyecto en calidad de traductor, coguionista y ayudante en otras tareas técnicas. Butler y Dean también tuvieron que gestionar la inexperiencia de unos actores completamente ajenos al mundo de la interpretación.
Un drama real
Los cineastas optaron por el más difícil todavía. No rodaron un filme de historias mínimas de cotidianidad, donde es más fácil desaparecer como autores y abstraerse de las convenciones de la narrativa occidental, o al menos disimularlas. En la película, se escenifica un drama basado en hechos reales. Se abordan unos hechos, sucedidos más de dos décadas atrás, que cambiaron fuertemente la vida de la comunidad yakel.
El tema del filme se presenta en el mismo inicio, de una manera que remite al teatro griego o a la transmisión oral de historias, a menudo basada en la anticipación de acontecimientos. Un hombre canta que dos enamorados, Dain y Wawa, desafiaron la convención local del matrimonio concertado. Su negativa a separarse tiene consecuencias en los intentos de evitar una guerra entre los yakel y sus vecinos, los imdel. El intercambio de jóvenes a través del matrimonio debe servir para limar asperezas, pero el amor enrarece las negociaciones.
A diferencia de lo habitual en ficciones sobre pueblos aborígenes de la zona, desde un referente del cine australiano de los años setenta como Walkabout a una aventura colonial del Hollywood clásico como Ave del paraíso, no aparecen representantes de la civilización occidental que sirvan de nexo con la audiencia global. La inmersión en la vida de los aborígenes pretende ser completa. El resultado es una muestra de ficción accesible para un público interesado, con un fondo etnográfico y, a la vez, con una trama dinámica. En esta especie de Romeo y Julieta tribal se incluyen amor y ternura, pero también asesinatos y persecuciones filmadas de una manera elegantemente alejada de las convenciones del thriller.
Los autores ofrecen un drama histórico realizado con métodos propios del documental de creación, con actores no profesionales que interpretan roles muy parecidos a los de su vida real. A lo largo de la película, se alternan las escenas de bailes, los ritos de iniciación y los trabajos en grupo. La mirada es amable, y se destaca el sentimiento de comunidad, la lógica del apoyo mutuo y la vida en contacto con la naturaleza.
Dentro del protagonismo coral, parece detectarse una especial atención dedicada a algunos personajes femeninos. Las figuras de autoridad son siempre masculinas, porque se presenta una sociedad con divisiones sexistas del trabajo y los roles, pero Butler y Dean se fijan especialmente en Wawa, en su rebeldía hacia un matrimonio impuesto... y también en la hermana de ella, una niña cuya curiosidad facilita que la audiencia descubra con ella la vida del poblado y sus alrededores.
Paisajismo narrativo
En general, Tanna tiene algo de contemplación entregada de un paraíso perdido, sin hacer hincapié en los aspectos más cuestionables del pueblo yakel, sea por simpatía sincera o por la distancia del etnógrafo que no quiere caer en ningún tipo de supremacismo cultural.
La manera de filmar rostros, cuerpos y paisajes también tiende a la fascinación. Los responsables afrontan las dificultades de encontrar una manera de representar la naturaleza y la vida tribal que rehuya las convenciones de National Geographic o Discovery, sin acercarse al documentalismo experimental. Se impone un preciosismo dúctil. Algunos planos paisajísticos, de figuras pequeñas y espacios monumentales (como el impresionante monte volcánico Yasur), conviven con los planos cortos y los detalles de interacción entre personajes filmados con aparente naturalidad.
En paralelo, se despliega una banda sonora con atmósferas electrónicas e irrupciones vocales de una de las estrellas musicales de Oceanía: la australiana Lisa Gerrard, antigua miembro del dúo Dead Can Dance. Compositora e intérprete de bandas sonoras, en solitario o en colaboración con históricos como Ennio Morricone o Hans Zimmer, Gerrard contribuye a dotar las imágenes de una cierta belleza inquietante.
Al final, se emiten diversos mensajes. Los yakel y sus vecinos asumen que, a pesar de lo importantes que puedan ser las tradiciones y las maneras de vivir, estas deben adaptarse a los deseos y las necesidades de la gente. Un acotado drama humano les lleva a impulsar un cambio social relevante.
Por el camino, también se incluye una advertencia sobre los ciclos de venganza y sus efectos. “No podemos seguir haciéndonos cosas terribles los unos a los otros. Necesitamos vivir sin miedo”, dice la protagonista femenina con un pacifismo también pragmático. Quizá se podría tomar nota de ello.