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Crítica
Nueva película de Christopher Nolan

'Tenet': un desastre digno de ver en cines

John David Washington es el elegante protagonista de 'Tenet'

Francesc Miró

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Es justo afirmar que la nueva película de Christopher Nolan se enfrentaba al juicio del público y la crítica en una situación francamente difícil. En el fondo, 2020 nos ha deparado tantas y tan desagradables sorpresas que plantearle algo realmente sorprendente resultaba ser una labor titánica.  

A la dramática situación cabría sumar el hecho de que tanto Warner como el propio Nolan han decidido conscientemente ser la avanzadilla de una industria sumida en una profunda crisis. Han puesto la otra mejilla. Tenet es el primer gran estreno mundial desde marzo y su promoción estaba definida por esa sola idea: esta debiera ser la película gracias a la cual el público supere sus reticencias a volver a las salas de cine.

A Tenet no le bastaba con convencer a los fans del brillante realizador británico: tenía que ‘salvar’ a la industria de este annus horribilis. Un ejercicio en el que muchos agentes coinciden: sin grandes estrenos es realmente difícil volver a convocar a la audiencia. Warner no lo tenía nada fácil. Pero al fin y al cabo, Nolan es Nolan, ¿no?

La ignorancia te protege, espectador

Estando las cosas como están también sería justo reconocer de entrada que si, como servidor, no se ha pisado un cine en varios meses, Tenet cumple exactamente con lo que promete: ofrece un espectáculo visual y sonoro —muy sonoro— que merece la pena vivir en una sala de cine. Es la reconciliación con la experiencia cinematográfica que mucho necesitábamos. Pero eso no implica necesariamente que estemos ante un gran filme. 

En pocas palabras, decir más es en cierto modo arruinarla, Tenet cuenta la historia de un agente secreto que debe dar con un traficante de armas cuya mercancía es de lo más peligrosa: armamento capaz de ‘invertir’ el tiempo tal y como lo conocemos. 

No entraremos en más detalles sobre la ‘inversión’ ni sobre el gusto por la física cuántica de Nolan, pero baste el apunte para comprender que en manos de este realizador el material era de lo más jugoso. El tiempo, como experiencia maleable a partir del cual vigorizar sucintas tramas en sala de montaje, era un elemento fundamental de Memento, Origen, Interstellar o Dunkerque

Sin embargo, resulta una agradable sorpresa comprobar que durante la primera hora de Tenet lo que mejor funciona no son las manías de este realizador sino su amor por un género: el thriller de espionaje clásico. El desarrollo narrativo de algo más del primer tercio de este filme es ciertamente impecable. 

Una espectacular operación de rescate en una ópera, en la que bien podría haberse interpretado la Turandot que se escucha en Misión Imposible 5 y que tanto recordaba a El hombre que sabía demasiado, marca el punto de partida de una aventura que se mantiene tensa, rara y elegante. Especial mención al porte que demuestra John David Washington como protagonista de esta función, capaz de imponer con el gesto mínimo de ajustarse el traje después de una sucia pelea. 

Pero tras el electrizante arranque, Tenet opta por explotar a fondo la ‘inversión’. Y en cuanto este elemento entra en juego de forma arrolladora, tras un memorable atraco sobre ruedas, la película empieza a perder fuelle como thriller de acción y a ganar como vehículo de lucimiento nolaniano. 

Los elementos iniciales están ahí: la atronadora banda sonora de Ludwig Göransson —ciertamente continuista con Hans Zimmer—, el clímax perpetuo y preciso del inteligente montaje de Jennifer Lame, el carisma de Washington, la presencia perturbadora y tranquilizadora al mismo tiempo de Robert Pattinson… pero todo queda sepultado por una lluvia de ideas, verborrea y explosiones que hacen que el conjunto pierda interés. 

Nolan insiste a través de varios de sus personajes en un concepto que bien pareciera aplicar a muchos de sus espectadores: la ignorancia es protección. Para los espías de la cinta ignorar su futuro o el destinatario último de una operación, les protege frente a las dudas que podrían conllevar sus acciones moralmente reprobables. Para los espectadores su desconocimiento en asuntos de mecánica y física cuántica, así como el difuminado mapa de hacia dónde va la trama y por qué los personajes están acometiendo tal o tal maniobra, les protege frente a la intelectualización y les permite abandonarse hedonistamente a una acción sin pausa. 

Arquitecturas imposibles para sostener... ¿qué?

Se puede argumentar, y se argumentará, que sin un segundo visionado Tenet no se puede comprender. O que si no la has disfrutado es, probablemente, por eso mismo: no la habrás entendido. Pero lo cierto es que la última película de Nolan enfrenta otros problemas más allá de su enrevesado aparato narrativo.

Los hallazgos que sostenían las arquitecturas narrativas de sus obras solían tener, en el fondo, un sentido dramático. El clímax de Interstellar perseguía el reencuentro y reconciliación paternofilial. Una relación previamente desarrollada y estupendamente defendida por Matthew McConaughey y Jessica Chastain. 

Lo mismo ocurría con el protagonista de Origen, que no solo debía reencontrarse con sus vástagos, sino también superar la muerte de su esposa: perdonarse a sí mismo por los errores que cometió y enfrentar un trauma que pone en peligro a quienes le rodean.

Tenet, en cambio, relega su clímax emocional en un personaje secundario: una madre que, de nuevo, tiene que reencontrarse con su hijo —qué tendrá Nolan con este tema—. Aún obviando que una lectura de género dejaría a este único personaje femenino con cierta entidad —interpretado Elizabeth Debicki—, como una dama en apuros, víctima de un maltratador, madre sufridora y ‘zorra vengativa’, como se autodefine, resulta ser que la mayoría de personajes carecen de arco dramático alguno. Son funciones narrativas en perpetuo movimiento. 

El protagonista, que no tiene ni nombre —literalmente se llama ‘protagonista’—, se nos presenta como alguien ciertamente noble al inicio del filme. Pero tras esa pequeña pincelada lo único que sabemos de él es que le encanta hacer dominadas supinas. Sus actos no están motivados por nada en concreto: simplemente los lleva a cabo porque, ya se sabe, es el protagonista y debe impulsar la acción. Ah, y evitar un supuesto apocalipsis que jamás se siente como tal. 

Bien es cierto que la precariedad de asideros emocionales no es algo que preocupe especialmente a Nolan, como se puede ver en películas como Dunkerque. Pero es que más allá de ser una película fría, Tenet adolece de un potencial formal desaprovechado. O, por lo menos, no a la altura de otras películas de su director. 

La ‘inversión’ resulta ser una idea visualmente atractiva que nunca termina de elevarse. En Tenet cunde una acción confusa ambientada en anodinos pasillos, impersonales aeropuertos o desolados eriales. No hay confusiones entre montañas y olas gigantes, ni acercamientos a agujeros negros, ni ciudades que se pliegan sobre sí mismas: solo personas que caminan raro. A los Monty Python les encantaría. 

Acorde con los tiempos pandémicos que vivimos, Frank Capra decía que el cine era una como una enfermedad: “cuando infecta tu sangre, se apodera de tu cuerpo hasta llegar a tu mente y, al igual que la heroína, el antídoto para el cine es más cine”. Y justo de infecciones hablaba también DiCaprio en Origen cuando decía que el parásito más resistente que existe es una idea. 

El cine se nutre de esas ideas y, con suerte, permanece y trasciende su medio. Pero lo que propone Nolan en Tenet está lejos de sus hallazgos anteriores: ha perdido capacidad de fascinación. Y eso es decir mucho en una película que repite el término ‘posteridad’ de forma insistente.

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