Mucho antes de que las adaptaciones de videojuegos manufacturadas por Hollywood estuvieran a la orden del día, en 1994 se estrenaron hasta dos películas basadas en Street Fighter II. La obra de Capcom estaba arrasando en las salas de recreativos de medio mundo, hasta el punto de impulsar dos producciones simultáneas: una de origen estadounidense y otra japonés, como japonesa era la empresa originaria. La estadounidense, titulada Street Fighter: La última batalla, llegó en Navidades protagonizada por Jean-Claude Van Damme, y era una película lo bastante desastrosa como para convertirse en título de culto. La japonesa, más ajustadamente titulada Street Fighter II: La película, se había estrenado con alcance internacional ese mismo verano. Tuvo una acogida mucho mejor, y lo interesante del asunto es que era una película de dibujos animados.
La Street Fighter anime de Gisaburô Sugi ha sido considerada durante años como una de las mejores películas basadas en un videojuego, dentro de los márgenes de un estado de opinión que solía despachar estas argucias industriales con los más furibundos reproches. Antes del Super Mario Bros. de Illumination o la serie de The Last of Us, se solía hablar de una maldición que impedía que los videojuegos saltaran al cine de forma solvente, sin irritar a jugadores y críticos. Street Fighter II fue una excepción desde el principio, según un juicio incipiente que declaraba a la animación como el medio más apropiado para llevar los píxeles a otros tipos de pantalla. Frente a la ridiculez de Street Fighter: La última batalla se imponía la solidez formal de Street Fighter II y su fidelidad a los personajes originales. Este planteamiento se puede seguir rastreando, 30 años después, en la gigantesca franquicia de Transformers.
Transformers nació en 1983 como una línea de juguetes de Hasbro, que al igual que G.I. Joe —la otra gran licencia de esta multinacional, inaugurada en los 60 como competidora masculina a las Barbies de Mattel— no tardó en expandirse a otros medios. Cómics, cromos, pero también una serie animada y su correspondiente película, dirigida en 1986 por Nelson Shin. La eterna batalla entre Autobots y Decepticons, robots alienígenas capaces de camuflarse como vehículos reconocibles para los humanos, forjó un sólido fandom mucho antes de que en el siglo XXI se quisiera adaptar sus historias a acción real. Ahora, con el estreno de Transformers One, la saga quiere volver al pasado, y remontarse a la animación de los 80. Lo hace con la certeza de que esas mismas películas de acción real han terminado por producir hastío. No llegando a los extremos estrafalarios de Street Fighter: La última batalla, pero no porque Michael Bay no lo haya intentado.
Animación como legitimación
Los intentos de adaptar videojuegos mediante animación suelen rendir bien, con la obvia cima de Arcane en 2021. Esta serie de Netflix explota una fuente tan exitosa y masificada como League of Legends, y planea estrenar su segunda temporada en noviembre. Ha recibido el aplauso del público, dentro asimismo del creciente arraigo que ha venido experimentando en Hollywood la animación NPR: esto es, Non-Photorealistic Rendering, que combina los acabados 2D y 3D. Puestos a seguir rastreando el entendimiento de la animación como forma de revitalizar una propiedad intelectual a la estela de lo que fue Street Fighter II, la escuela NPR es fundamental. Eclosionó en 2018 con Spider-Man: Un nuevo universo, dándole un prestigio a las producciones superheroicas de Sony que no tienen ni por asomo sus otras películas —Venom, Morbius, Madame Web—, y que el propio Spider-Man en acción real también viene perdiendo dentro del Universo de Marvel.
Más allá de su secuela Cruzando el multiverso, el NPR ha servido para legitimar otras marcas. En 2022 tomó el maltrecho legado de Shrek para darle un gran lavado de cara con El gato con botas: El último deseo. El año pasado, la misma Paramount que está aliada con Hasbro para seguir desarrollando Transformers como franquicia fílmica estrenó Ninja Turtles: Caso mutante. A través del estímulo NPR, el Gato con Botas y las Tortugas Ninja exhibieron un rompedor atractivo, refrendado por la crítica. Cambiar la forma de animar no tiene nada que ver con escribir buenos guiones, claro, pero de alguna forma parecía que este arrojo formal traía consigo una nueva energía, que definía las películas por completo. Haciéndolas más ágiles, divertidas y emocionantes.
Al NPR, entonces, no le ha quedado más remedio que convertirse en un fetiche. Tanta respetabilidad ha ganado en tan pocos años, que parte de la industria cree que es suficiente para realzar sus proyectos con un cosmético soplo de aire fresco. No hay mejor ejemplo de esto que Wish: El poder de los deseos, estrenada el año pasado para celebrar el centenario de Disney. Wish recurrió a un cutre NPR en la creencia de que bastaría para maquillar un producto puramente corporativo, abonado a vender la marca a través de narraciones prototípicas y cameos. Transformers One, en fin, no utiliza animación NPR —se decanta por unas creaciones digitales más convencionales—, pero suscribe todas las lógicas descritas. Como con Ninja Turtles, la animación se entiende en Transformers One como estrategia vistosa para refrescar una saga ciertamente quemada.
Desde 2007 se han estrenado siete películas de Transformers de acción real. Cinco de ellas dirigidas por Michael Bay, ofreciendo Bumblebee en 2018 un viraje al que Transformers One se sigue ajustando. Cuando Bay estaba al frente, las películas de Transformers se alejaban bastante de la vocación infantil de juguetes, cómics y producciones animadas previas. Eran películas histriónicas, grotescas, puramente de autor —de un autor tan peculiar como Bay—, que a partir de Bumblebee intentarían devolver las aguas a su cauce en transición hacia el consumo familiar sin sobresaltos. El reciente estreno de El despertar de las bestias, ambientada en los años 90 para introducir a los Maximals (Transformers animales), fue el esfuerzo más determinante en este sentido, por cómo limó a las películas de cualquier punto problemático para entregar su versión más depurada.
Transformers One es una precuela ambientada en Cybertron, planeta natal de los Transformers. Cuenta cómo Orion Pax y D-16 se convirtieron en el heroico Optimus Prime y el malvado Megatrón, pasando de ser aliados a enemigos acérrimos. En la trama no hay humanos a la vista, y su desarrollo retrotrae por entero a los Transformers animados de hace 40 años. La saga ha regresado a sus raíces, solo que con un ingrediente extra que la industria ochentera aún no tenía dominado.
El escaparate eterno
Al teórico anticapitalista Mark Fisher le perturbaba enormemente la saga Toy Story. Sobre todo por la presencia en sus películas del Señor Patata, uno de los juguetes más antiguos de la misma Hasbro que gestiona el legado Transformer. “Las versiones digitalizadas de viejos juguetes aparecen junto a nuevos y ficcionalizados juguetes”, escribió en Constructos flatline sobre Toy Story. “Una ficcionalización que no tiene tanto que ver con un carácter fantástico inalcanzable sino con lo contrario: los juguetes que aparecen en pantalla están disponibles, de inmediato, como objetos de consumo al salir del cine. Es un patrón cada vez más familiar: la película funciona como un anuncio de juguetes, los cuales funcionan como publicidad para ella en una espiral cada vez más estrecha”.
Resulta que el director de Transformers One es Josh Cooley, un veterano de Pixar que en 2019 estrenó Toy Story 4 con gran acogida comercial. Por lo que sea, Paramount ha pensado que Cooley es la persona más indicada para pilotar Transformers en una fase especialmente delicada del fenómeno, tanto por lo que respecta a la saga como a la propia Paramount. La major de Hollywood gestiona su asociación con Hasbro en los momentos más precarios de su historia —ha estado a punto de ser absorbida por Sony, librándose finalmente pero a cambio de una complicada fusión con Skydance—, mientras que Transformers necesita reinventarse cuanto antes de forma sostenible, luego de que El despertar de las bestias no fuera todo lo bien que debiera en taquilla.
Justamente El despertar de las bestias insinuaba, en su escena poscréditos, una futura película que uniera las dos grandes marcas de Hasbro que acostumbra a explotar Paramount: Transformers con G.I. Joe, en un crossover que lleva insinuándose años pero que tratará de ser llevado a la práctica cuanto más aprieta la desesperación por la relevancia mediática. Los universos cinematográficos, en ese sentido y por más que los superhéroes puedan afrontar su declive, parecen seguir siendo la mejor opción, al igual que la planificación preventiva de ciclos narrativos: Transformers One se anuncia como la primera de tres películas, inaugurando una historia que terminaría con el exilio de los robots a la Tierra. Transformers One no es tanto una película, entonces, como el anuncio incombustible de nuevos productos. Juguetes ficcionalizados para seguir consumiendo hasta el infinito.
Este carácter de artefacto, donde la promoción se confunde con la ficción, encaja con los rasgos centrales de la película. La animación es sólida —no necesita del fetiche NPR para retener una expresividad propia, muy afortunada sobre todo en la descripción geográfica de Cybertron y en las omnipresentes transformaciones—, pero el argumento no puede ser más formulaico y previsible. Sobrellevado con un humor de público indeterminado, entre lo adolescente y lo infantil —esto es, humor Marvel Studios—, la totalidad de Transformers One es aséptica y adocenada. Sobrevuela un esfuerzo perceptible por minimizar cualquier estridencia y que el entretenimiento fluya ordenadamente, perfilando una suerte de lugar feliz fantasmal que nos remita a los dibujos de los sábados por la mañana. Estos programas solían estar divididos por anuncios donde se vendían cereales, o las versiones de plástico de los Transformers. La auténtica originalidad de Transformers One estriba, al final, en que ofrece exactamente lo mismo sin pausas publicitarias distinguibles.