'La trinchera infinita', magnífico retrato de una posguerra asfixiante
Hace menos de una década, 30 años de oscuridad abordó con firmeza un pedazo estremecedor de la historia de nuestro país: la vida de Manuel Cortés -interpretado mediante animación por Juan Diego-. Cortés había sido alcalde de la localidad malagueña de Mijas durante la Segunda República y tras la Guerra Civil, y le buscaban para fusilarlo. Así que pensó en abrir un hueco en una pared de su casa donde pudiera esconderse de miradas ajenas.
Pasó allí 30 años hasta que vio la luz del sol en marzo de 1969, año en el que la dictadura franquista promulgó un decreto según el cual prescribían todos los presuntos delitos cometidos antes del fin de la guerra.
La historia real inspiró a los realizadores vascos Jon Garaño, Aitor Arregi y José Mari Goenaga, responsables de Handia y Loreak. De hecho, tanto aquel documental animado dirigido por Manuel H. Martín, como el libro primorosamente documentado Los Topos de Jesús Torbado y Manu Leguineche, se podrían considerar antecedentes directos de lo que es La trinchera infinita. Un drama sólido, magníficamente construido, que nos enfrenta a fantasmas del pasado que aún pululan en nuestra sociedad.
Una intimidad pública
La trinchera infinita narra la historia de un matrimonio joven, casado pocos meses antes de que estalle la Guerra Civil. Higinio y Rosa viven en un pequeño pueblo andaluz que se convierte en un gran infierno cuando arrestan al hombre por haber sido concejal republicano. Tras conseguir zafarse de sus captores, Higinio vuelve a casa y se esconde en un pequeño hueco cavado bajo unas tinajas de aceite en la cocina. Lo que empieza siendo un escondite temporal termina siendo un zulo en el que vivirá 30 años.
Jon Garaño, Aitor Arregi y José Mari Goenaga abordan La trinchera infinita con un completo rigor narrativo: como un retrato de intimidad en el que se dirimen, sin embargo, los grandes conflictos sociopolíticos de la España de posguerra. En las carnes y las vivencias de Higinio y Rosa, el espectador vive una dictadura que nunca se ve -porque nunca salimos de las paredes de su hogar-, pero resulta igualmente opresiva.
Eficaz y muy inteligente en su apuesta por acercarse a la psicología de uno de los muchos 'topos' del franquismo, que vivieron escondidos en zulos, paredes falsas y otros escondrijos para escapar de sus captores, la cinta de los directores de Handia resulta asfixiante.
Pero no lo hace mediante el subrayado: su aparato formal sintoniza antes con Los girasoles ciegos que con Buried. La casa en la que Higinio y Rosa ven pasar los años, de hecho, dialoga con la que habitaban el encerrado Ricardo y la esforzada Elena de la bellísima novela de Alberto Méndez y la correcta adaptación que realizó José Luis Cuerda en 2008. En ambas, el espacio no solo les protege, también les cambia y les deforma las necesidades y los afectos.
La trinchera infinita es una aproximación muy particular a una historia de la que hemos escuchado muchas versiones, pero nunca una contada así. Una cinta que abunda en las ideas visuales y narrativas que la fundan -ese hogar que se torna prisión-, para generar un discurso no solo pertinente sino de una relevancia actual ciertamente audaz.
Fantasmas en vida
La relación de la pareja protagonista de La trinchera infinita - magníficos Antonio de la Torre y Belén Cuesta-, tiene un eco constante en sus vaivenes con los cambios políticos que acontecen en España a lo largo de varias décadas. Y sus directores conjugan constantemente y con habilidad sus dos niveles de exposición entre lo íntimo y lo público.
Pero, en cierto modo, Garaño, Arregi y Goenaga son capaces de armar otra interpretación, si cabe más interesante: La trinchera infinita se puede leer como un relato de terror de fantasmas.
Lo que ocurre es que los espectros de esta ficción no tienen nada que ver con maldiciones y espantos. A Higinio le dan por muerto mientras vive escondido en su casa. Y como si de un poltergeist se tratase, se encuentra irremediablemente atado a su hogar, que bien podría ser a ojos de sus vecinos una casa encantada de aquellas en las que se escuchan voces y se sienten presencias que se supone que no están.
Rosa, por su cuenta, ha tenido que construir de cara a la galería una vida en la que a su marido lo mataron en la guerra. Cuando cruza el rellano de su casa, debe vivir con el luto y el dolor de haberlo perdido. Cuando vuelve a su dulce morada el muerto sigue ahí, pero solo está vivo para ella. Para todos los demás, es cosa del pasado.
La combinación de esta narrativa de raigambre fantástica con su asentado costumbrismo genera la estimulante sensación de encontrarse ante una interpretación realmente original de la posguerra. Una que nos habla de debates no cerrados, fantasmas que nunca se fueron y trincheras de las que nunca llegamos a salir.