Caben pocas dudas del esfuerzo que supone la consecución de un universo creativo compartido e interconectado, a través de los 18 largometrajes que nos han llevado hasta Vengadores: Infinity War. En sus tres fases de producción desarrolladas hasta ahora, la cantidad ingente de tramas, subtramas y personajes que maneja el conocido como Universo Cinematográfico Marvel -UCM en adelante-, es casi inasible. Como lo es el dinero embolsado.
En su primera fase, las historias de origen de Capitán América, Iron Man y Thor recaudaron 370, 585 y 449 millones de dólares respectivamente. Eran títulos que sentaban las bases narrativas sobre las que luego se erigiría Los Vengadores, que se hizo con la friolera de 1.518 millones de dólares en todo el mundo. La segunda fase, iniciada con Iron Man 3 y finiquitada con Ant-Man, ampliaba el background de cada uno de los tres héroes mencionados, amén de sumar la efectividad lúdica de Guardianes de la Galaxia y la resaca de Vengadores: La era de Ultrón. Esta secuela-reunión de personajes de Marvel se hizo con 1.405 millones, a los que cabría sumar más de 3.000 millones recaudados con sendas secuelas entre 2013 y 2015. Por último, la tercera fase de sus ciclos de producción, iniciada con Capitán América: Civil War, se encargó de introducir a nuevos personajes que podríamos ver por fin, juntos y revueltos, en la película que nos ocupa.
Diez años después, Vengadores: Infinity War llega a nuestras pantallas como la culminación de un largo camino lleno de aventuras más o menos desafortunadas que, con todo, han escrito las líneas de la historia del cine-espectáculo del siglo XXI. Una pena que esta entrega del UCM sea un popurrí por momentos maravillosamente entretenido, por otros incomprensiblemente insustancial.
Antes todo tenía un propósito
Nos guste o no el género, su preponderancia en el blockbuster actual está fuera de duda. Pero eso no significa necesariamente que 'todas las películas de superhéroes sean iguales'. Es un tropo cuya vaguedad de concepto deja fuera de consideración la capacidad del género para narrar historias y transitar lenguajes de forma asombrosa. El UCM, de diferentes formas, ha construido una narrativa audiovisual convertida en marco incomparable sobre el que pintar todo tipo de lienzos.
En 2012, Los Vengadores dirigida por Joss Whedon se podía leer como una alegoría a la paranoia norteaméricana post 11-S. Al fin y al cabo, narraba la historia de cómo una amenaza inesperada e incontrolable se cernía sobre Nueva York, y cómo era necesaria la intervención de alguien que librase esa batalla por el ciudadano medio. Alguien que le protegiese de amenazas exteriores y poderosas que venían a destruir nuestra concepción del mundo.
Las tres aventuras de Iron Man nos mostraban la epopeya de un magnate con traumas que decidía dejar de vender armas para hacer el bien, pero entre líneas también se nos narraba la búsqueda de un lugar para alguien como Tony Stark, la capacidad de cometer y enmendar errores, o el dolor de una figura paterna ausente. Es más, Iron Man 3, dirigida por Shane Black, se conviertió por derecho propio en una de las películas más particulares de este universo gracias a su planteamiento en forma de alegoría en torno al alcoholismo y el síndrome de abstinencia.
Capitán América: El soldado de invierno narraba la historia de una amistad y una redención, y traducía su narración al lenguaje del thriller moderno. Pero también planteaba una serie de ideas interesantes sobre los límites éticos de la actuación de las agencias gubernamentales estadounidense en la era del espionaje masivo, Wikileaks y Edward Snowden. Amén de construir en torno a la dicotomía seguridad-libertad uno de los ejes del UCM, sobre el que volvería Capitán América: Civil War. Film que, además, añadía otra línea de discusión al exigir responsabilidades de sus actos a los superhéroes.
Podríamos poner muchos más ejemplos de narrativas realmente interesantes y su ósmosis en el filtro superheroico. Podríamos hablar de la vigencia del drama shakesperiano en Thor, de la reinserción social después de la cárcel en Ant-Man, o de la necesidad de nuevas políticas fronterizas en Black Panther en plena era Trump. Todas, en mayor o menor medida, se han convertido en espacios en los que desarrollar historias de todo tipo. Pero llegamos a Vengadores: Infinity War y todos estos esfuerzos parecen en vano.
La última película de Marvel es, posiblemente, la más vacua de cuantas se han estrenado los últimos diez años. No pretende construir ninguna alegoría, ni ofrecer reflexión alguna sobre su tiempo. No hay metáforas ni espacio para lectura entre líneas. Hay un malo malísimo, están los Vengadores, se enfrentan… y ya.
Ruido, furia y muerte
Vengadores: Infinity War son casi dos horas y media de set-pieces sin tregua. Si uno disfruta de la acción desenfrenada es difícil aburrirse con su desarrollo. Una batalla sustituye a otra a ritmo frenético, y todas resultan afortunadas dentro del canon marvelita. Los Russo engarzan distintos niveles de epicidad de forma hábil y fluida gracias a optar por una deriva galáctica más propia de la space opera que de la narrativa audiovisual de destrucción de la tierra tantas veces vista.
No falta tampoco el conocido toque humorístico de la franquicia que transita entre comentarios sobre los cambios de look de Thor y Capitán América, discusiones sobre si Footloose es la mejor película de la historia del cine, y referencias a la Saga Alien. Todos los personajes tienen su línea de guión correspondiente, su pedacito en el pastel del protagonismo de este empacho superheroico.
Sin embargo, los hermanos Russo dejan al descubierto también su mayor debilidad como ya les ocurrió con el tercer acto de Capitán América: Civil War. Son grandes creadores de escenas de acción pero su habilidad para manejar alguna sensibilidad emocional resulta calamitosa.
Vengadores: Infinity War juega, en diversas situaciones, una baza emocional que no consigue transmitir mediante los cauces apropiados. Las inevitables muertes que vienen a refrendar la idea del poder imparable de Thanos no despiertan ninguna reacción. Y su desarrollo comete el error de delegar esta responsabilidad narrativa en personajes con los que es muy difícil empatizar.
El resultado parece sacado mediante una división matemática de porcentajes de tiempo en pantalla y no mediante una realización realmente orgánica. Infinity War parece perfectamente calculada para saber en qué momento debe morir este personaje, cuándo debe soltar un chiste aquel otro, qué gran escena de acción va mejor aquí y allá. Pero es incapaz de ofrecer nada que se salga de la fórmula. Ni discurso ni emoción.
Cuando todo termina, su apoteósico tercer acto pretende dejar boquiabiertos y extasiados a los espectadores. Pero justamente en su última pirueta, los cálculos fallan: si Marvel no quería que Infinity War pareciese la primera parte de algo más grande, no lo ha conseguido. El final de esta aventura de los Vengadores parece inacabado a la espera de la siguiente entrega el año que viene. Pero esperemos que, para entonces, los hermanos Russo sepan dotar de algun trasfondo a tanto ruido, tanta furia y tanto superhéroe.