Desde que existe el arte, la violencia sexual y sexista ha sido representada en diversas obras de la literatura, de la pintura o del teatro. Muchas veces, como un ideal romántico. En eso se basa la cultura de la violación: la naturalidad, embellecimiento, erotización de la violencia sexual. La aceptación de dominación del hombre sobre la mujer que tiene como último resultado la violencia, y su justificación en todos los ámbitos de la sociedad. Uno de sus vehículos es y siempre ha sido casi desde su nacimiento el medio audiovisual. Tanto para difundirlo como, en ocasiones, para criticarlo.
Paulina, dirigida por el argentino Santiago Mitre y remake de La Patota (1960), llega el viernes a las carteleras de nuestro país como la penúltima representación de esta realidad social. La protagonista, interpretada por Dolores Fonzi, es una profesora que decide trasladarse a continuar su labor docente en poblaciones más conflictivas. Al poco tiempo, es violada por varios jóvenes, entre ellos algunos de sus alumnos. Sin denunciar, decide volver a las aulas. Mitre obtuvo este año en el Festival de Cannes el Gran Premio de la Crítica con esta película.
Hace más de 13 años que el mismo festival se estremecía ante la violencia y morbosidad de Irreversible, dirigida por el también argentino Gaspar Noé. En ella asistimos a una cruda escena de violación con lo que el filósofo y crítico cultural Eloy Fernández Porta califica como “el plano voyerista de la segunda fila”, una forma habitual de representar una violación en el cine, “con una perspectiva alejada, en plano medio, que permite al espectador acomodarse en un confortable y lejano punto intermedio”.
El huracán Baise-moi
Baise-moiUn par de años antes, en el 2000, y también en Francia, Virginie Despentes levantaba ampollas y ansias de censura con Fóllame (Baise-moi), basada en su novela homónima. Pero si la cinta de Gaspar Noé se asocia al existencialismo, la de Despentes emplea un tono punk que podría vincularse al movimiento riot grrrl. La violencia se da aquí la vuelta de manera brutal contra los hombres, con unas protagonistas a su vez fuertemente marcadas por la violencia machista. Fernández Porta explica la divergencia de opiniones que se crearon entre el público a partir de dos formas de reaccionar ante una violación: la que lo afronta como un hecho traumático, y la protagonista, Manu, que lo acepta como una forma más de violencia y casi el mal menor. “Son dos formas de reclamar el propio cuerpo”, concluye Fernández Porta.
En un impactante diálogo, el personaje Manu define el verdadero atrevimiento de Despentes: “Me la sudan sus pollas de mierda, porque antes de estas hubo muchas más. Que se jodan, es como cuando aparcas el coche, no dejas nada de valor dentro porque no podrás impedir que lo abran. Yo no puedo evitar que unos gilipollas entren en mi coño así que no dejo dentro nada de valor”.
El cortometraje español PornobrujasPornobrujas tomaba la misma idea en 2012 para actualizar la visión de la violación en el imaginario cinematográfico, al representar en diferentes personajes las diversas reacciones que una víctima puede tener ante una violación: la que quiere denunciar, la que sabe que el sistema no le va a hacer caso, la que sólo siente rabia, la que lo vive como un trauma, la que quiere continuar con su vida sin sentirse marcada por este hecho.
Parecido ocurre en la cinta de horror Felt, basada en las experiencias e imaginación de la coguionista y actriz principal, Amy Averson. Estrenada en mayo de este año, la protagonista, víctima de traumas sexuales y harta de la sociedad falocéntrica, decide crearse un alter ego en forma de grotescas figuras masculinas. “Felt no fue planeada como una crítica o análisis de la cultura de la violación”, afirmaba Averson en una entrevista. “La película comenzó como una documentación de las hostiles y misóginas actitudes que me encuentro regularmente, y se convirtió en una fantasía oscura sobre cómo arremeter contra ellas”. Y continuaba diciendo que “era mi manera de presentar a Jason Banker -el director- un sistema que continuamente devalúa mi voz y da luz a la violencia sexual que yo he resistido, y de expresar lo que quería hacer sobre ello”.
La violación es un tema muy recurrente como línea argumental o elemento secundario en todo tipo de películas a lo largo de la historia del cine. En algunas incluso con un tratamiento empoderante, como en Thelma & Louise o Millenium. El propio Fernández Porta reivindica Acusados como casi un evento generacional.
Pero, también en muchos casos, se banaliza o incluso se añade únicamente como elemento morboso (como cuando encontramos en Juego de Tronos violaciones que en la historia original eran sexo consentido). Quizá la causa tengamos que buscarla también en la invisibilización de las mujeres en el séptimo arte. Si sólo el 7% de películas están dirigidas por mujeres, si menos del 20% de los guiones tienen participación femenina, ¿cómo va a haber una representación realista de los problemas que nos atañen? Si no nos dibujamos a nosotras mismas, ¿cómo vamos a vernos reflejadas?
“Hay que buscar tías borrachas”
Pero lo que consigue perpetuar la cultura de la violación no son precisamente las películas sobre violaciones. La cultura de la violación la reafirman más actitudes como la de uno de los protagonistas de Virgen a los 40 cuando afirma que “hay que buscar tías muy borrachas”; cuando en Los dos lados de la cama se dice “acuéstate conmigo porque estoy mal, no seas egoísta”; cuando en A tres metros sobre el cielo el personaje de Mario Casas observa al de María Valverde mientras se desnuda a pesar de que ella le pide que no le mire; cuando las princesas Disney son resucitadas gracias a besos de desconocidos; cuando en 50 sombras de Grey se desvirtúa el BDSM para acabar romantizando la violencia de género; y por supuesto, también cuando en Hable con ella la violación no es sólo un acto de amor sino, además, de salvación.
Esas actitudes, en cualquier medio, son las que crean poso. En este caso, en películas dirigidas a un público desde infantil hasta cinéfilo pasando por palomitero. La representación de la violación en sí misma también puede ser peligrosa: depende del enfoque del director o directora, puede crear rechazo y concienciación o puede generar una normalización confundida entre tantos otros signos, constituyendo una forma más de morbo.
Por eso lo que indigna desde el feminismo cuando se ve un abuso sexual en Juego de Tronos no es el mero acto, entre tantas otras formas de violencia: lo que indigna es, además de la gratuidad dentro de la trama, que esté tan asumido que ni siquiera detectemos una violación como lo que es. Que nos sumerjamos en la cultura de la violación sin oxígeno.