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Wes Craven: adiós a uno de los pilares del terror moderno

Es complicado calibrar el alcance de los logros de la carrera de Wes Craven dentro del cine de terror moderno: hay literalmente cientos de películas que no existirían sin el éxito de La última casa a la izquierda o Pesadilla en Elm Street. Hay carreras que sencillamente no habrían arrancado sin el éxito millonario de algunas creaciones de Craven. Tanto desde el punto de vista comercial como desde el creativo, el manto de Wes Craven, fallecido el lunes a los 76 años después de tres luchando contra un cáncer cerebral, es enorme. Y eso que su carrera recaló en el cine de género casi por casualidad.

Hijo de una familia desestructurada y marcada por el fanatismo religioso baptista de su madre, Craven pasó una infancia fascinado por una serie de temas que tenía prohibido mencionar en casa –el sexo, la violencia, la mezcla de razas, la política–, lo que desató un inevitable interés morboso en todos y cada uno de ellos. Trabajó como profesor de literatura y durante muchos años, con una familia propia construida desde muy joven, vivió un tiempo frustrado porque sus aspiraciones como escritor no llegaban a ningún sitio.

Jason Zinoman detalla en su estupendo libro Pantalla sangrienta -acerca de la generación de autores jóvenes que llenarían de violencia las pantallas de los cines en los años setenta-, cómo en esta etapa inicial de su vida tuvo una desagradable experiencia que, posiblemente, marcaría su trabajo.

Para suavizar una crisis de pareja -la vida bohemia a la que aspiraba él contra la apacible existencia familiar que ansiaba su mujer-, salió a recorrer el país en moto. Él y su mujer fueron asaltados por un grupo de jóvenes en el desierto de Nevada a quienes no les gustaban sus pintas de hippies liberados. Cuando Craven amenazó con denunciarlos, estos les respondieron que podían matarles, tirar sus cadáveres a las minas de sal y nunca serían encontrados. Craven nunca olvidaría esa sensación de miedo e indefensión total, un pánico casi metafísico que intentaría plasmar una y otra vez en sus películas.

Morbo puro y pornografía de la violencia

Un tiempo después se instaló en Nueva York convencido de que podría hacer carrera como escritor o en el cine, pero al no conseguirlo, acabó claudicando. Necesitaba dinero y su primera oportunidad se la daría un amigo, el productor Sean S. Cunningham, menos preocupado por el tema artístico y más centrado en el beneficio rápido. Cunningham rodó a principios de los ochenta Viernes 13, un rentabilísimo plagio de Psicosis aderezado por la fiebre por los psycho-killers que había desatado La noche de Halloween.

Pero mucho antes, en 1969, filmó una película erótica camuflada de documental y protagonizada por la que sería más adelante superestrella del porno Marilyn Chambers. El cine pornográfico explícito aún no se había inventado, pero Craven y Cunningham ya estaban preparando el terreno. Sin embargo, Craven tenía otros intereses más allá del sexo duro en pantalla, y Cunningham le propuso que la primera película que dirigiera fuera de terror. El resultado fue La última casa a la izquierda (1972).

Batiburrillo de pánicos personales y dejes de autor que desea contar cosas importantes, la película de Craven y Cunningham es la violentísima historia de una pareja de chicas que son asaltadas y violadas por un grupo de hippies, que a su vez son masacrados por los padres de una de ellas cuando se enteran de lo que el grupo de delincuentes han hecho con sus hijas. El minúsculo presupuesto y el poco dominio de Craven de la narrativa audiovisual dan a la película un ritmo empantanado y adormecido. Las ansias de Craven de hacer arte -la película está inspirada nada menos que en un clásico de Ingmar Bergman de 1960, El manantial de la doncella- y el rabioso instinto comercial de Cunningham dan como resultado una película aún hoy difícil de ver.

Es morbo puro y pornografía de la violencia, pero a la vez, una película profundamente reaccionaria y moral, y con un subtexto corrosivo acerca de la familia como institución caduca. Bebe, cómo no, de Perros de paja (1971) y de Deliverance (1972), pero la de Craven sería la película que desataría uno de los géneros más ignominiosos y repulsivos de los setenta y ochenta: el llamado “rape & vengeance”, constituido por películas en las que la víctima de un asalto sexual acaba liquidando a sus asaltantes, y que daría pie a producciones tan turbias como esta de Craven, La violencia del sexo (1978) o Thriller (1973), y cuya difusa influencia se prolonga hasta hitos modernos como Hostel (2005).

El impacto de La última casa a la izquierda reverberaría, sin marcha atrás, en todo el cine de los setenta. Antes que él, solo La noche de los muertos vivientes (1968) se había atrevido a enfrentar a la sociedad contemporánea con miedos que ya no tenían que ver con los caserones góticos (y revitalizando además la idea del zombi, el monstruo más político del cine de terror moderno). Pero La última casa a la izquierda habló del inestable momento que la sociedad norteamericana pasaba tras el Verano del Amor con una película que precedió a El exorcista (1973) y a La matanza de Texas (1974), es decir, a la película que llevó la ultraviolencia al mainstream y a la que concibió el terror abstracto.

El mismo Craven se sumergió en su propio legado con Las colinas tienen ojos (1977) una plasmación salvaje de esa pesadilla que vivió en Nevada años antes. En ella, una familia atrapada en el desierto es atacada por un grupo de mutantes que viven en la zona: una familia de monstruos caníbales e incestuosos que son una versión asilvestrada de nosotros mismos.

Salvaje, violenta y barata, es una de las películas más aterradoras de Craven y, de acuerdo, bebe muchísimo de La matanza de Texas, pero predijo la fascinación por los parajes desérticos de las películas de Mad Max (1979) y siguió abriendo el paréntesis de la violencia con mensaje en pantalla.

Las pesadillas de los ochenta

Craven no ha tenido una carrera demasiado regular: a éxitos de taquilla demoledores, como sus dos primeras películas, se suceden encargos y films menores, como Bendición mortal (1981), Amiga mortal (1986) o La cosa del pantano (1982). Pero si los ochenta fueron de Craven fue gracias a su inmortal creación de Freddy Krueger, el hijo bastardo de mil psicópatas que ataca a un grupo de adolescentes en sus sueños como venganza por su linchamiento a manos de una masa enfurecida de padres cabreados.

La primera Pesadilla en Elm Street (1984) plantea algo con lo que el cine de terror estaba experimentando en películas de impacto muy discreto (La gran huida, 1984, Phantasma, 1979), que es el uso de los recursos audiovisuales (el montaje, el sonido, los efectos especiales) para simular la viscosa textura de una pesadilla. Esa es esencialmente la idea que subyace detrás de Pesadilla en Elm Street, y la base de su éxito: es un terror con el que todos nos podemos identificar, porque todos lo hemos vivido. Persecuciones que no acaban, saltos espaciales desconcertantes, suelos que se derriten... y todo aderezado con un asesino, Krueger, que es esencialmente una suma de los muchos psicópatas enmascarados del cine de la época en un monstruo multiforme, irónico y rebosante de una sexualidad descarada y perturbadora.

Aunque Craven tardaría en volver a asomarse a la franquicia, su impacto es espectacular dentro del cine de género comercial de los ochenta. No solo permitió que la productora, New Line Cinema (“La casa que Freddy construyó”, la llamaban) invirtiera en nuevas películas de género durante décadas. Y no solo convirtió a Freddy Krueger en una estrella que protagonizó ocho secuelas, una serie de televisión, varios videojuegos, numerosos comics y dos reboots, uno de ellos de próximo estreno. Además, perfiló el subgénero en los ochenta, llenando las pantallas de asesinos sádicos, aterradores y obsesionados con los más jóvenes, en lo que era una traducción del salvaje conflicto intergeneracional que había marcado el cine del autor anteriormente.

Curiosamente, cuando Wes Craven volvió a la serie, en 1994, lo hizo con una entrega atípica pero reveladora: La nueva pesadilla de Wes Craven trataba a Freddy Krueger como una criatura de ficción que empezaba a aparecer en las pesadillas de Heather Langenkamp, la actriz real que daba vida a la protagonista de la primera Elm Street, veinte años después. El propio Craven como director de la primera entrega y Robert Englund, el actor eternamente asociado a Krueger, hacían cameos en una película no del todo eficaz, pero muy interesante. Sobre todo porque se adelantaría a su gran éxito de los noventa: Scream.

Scream (1996) es un juego de metaficción guionizado por Kevin Williamson que aprovechó el innegable pulso y conocimiento del género de un Wes Craven ya experimentado para construir un universo en el que los personajes de una película de terror para adolescentes sabían que estaban en una película de terror para adolescentes. De ese modo, podían seguir las reglas que nunca fallan en estas películas, en una propuesta que funciona como reflexión, pero también como película de miedo.

El éxito fue de tal calibre que no solo revitalizó el cine de género (Sé lo que hicisteis el último verano, 1997, o, cómo no, la también muy exitosa serie de parodias Scary Movie, 2000, son películas nacidas a su rebufo), sino que desató una serie de secuelas (y una flamante serie de televisión). En todas se iban comentando las convenciones de las segundas, terceras y cuartas partes de las películas de terror.

Scream también sirvió para ofrecer al público el último gran villano de Craven, un asesino silencioso pero ágil hasta extremos de auténtico slapstick cuya máscara está inspirada en El grito de Munch.

El resto de la filmografía de Craven está lleno de pequeñas sorpresas para quien sepa encontrarlas. Desde la divertida desvergüenza de un Craven buscando un nuevo Freddy en Shocker (1989) al respetuoso buceo del autor en las raíces del mito zombi con La serpiente y el arco iris (1988). De la parodia más o menos lograda de Un vampiro suelto en Brooklyn (1995) a su interesante incursión en el mito del hombre-lobo La maldición (2005). Incluso llegó, cansado del género, a rodar un drama con Meryl Streep, La música del corazón (1999), pero su popularidad e ingresos estaban del lado del género: produjo películas como los estupendos remakes de La última casa a la izquierda (2009) y Las colinas tienen ojos (2006) y soberbias películas de género como Feast (2005).

Al recuperar entrevistas y declaraciones de Wes Craven, se detecta cierto cansancio de alguien completamente superado por el impacto de sus películas de los setenta o por la avasalladora presencia mediática de Freddy Krueger. Pero también el orgullo de alguien que, a través de un cine de género popular y masivo, no solo había retorcido los límites narrativos del mismo, sino que había comentado los pecados de la sociedad y sus efectos. Lo que no deja de ser, teniendo en cuenta cómo se crió, la obra de una vida.