'Wonder Woman 1984': un episodio de relleno en la vida fílmica de la amazona

Ignasi Franch

18 de diciembre de 2020 23:05 h

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Vuelve la amazona de Temiscira, a la que ya vimos en Batman v. Superman, Wonder Woman y Liga de la Justicia, y lo hace con su desafío más complicado: estimular la exhibición en salas de cine durante estos tiempos pandémicos. Con la actriz Gal Gadot retomando su papel, y con la realizadora Patty Jenkins de nuevo en tareas de dirección (y esta vez como co-guionista), Wonder Woman 1984 es la nueva apuesta del universo cinematográfico poblado por los superhéroes de DC Comics. Una factoria audiovisual que sigue necesitada de buenas noticias, a pesar de la recepción más o menos positiva de la primera Wonder Woman o ¡Shazam!, y del éxito comercial cosechado mediante Aquaman.

En esta ocasión, Diana Prince se enfrenta a un villano que hace uso de un objeto mágico. Maxwell Lord es un vendehumos empresarial que, para evitar la quiebra, busca un antiquísimo objeto que promete satisfacer un deseo de aquellas personas que lo toquen. Evidentemente, el procedimiento tiene su reverso tenebroso: cumplir cada anhelo implica alguna pérdida. Y una astucia del pícaro Maxwell Lord no hace más que empeorar la situación.

A lo largo de la película, emergerá otra antagonista que podría interpretarse malévolamente como una imagen deformada del feminismo más igualitarista, contemplado desde la perspectiva de lo que se ha dado en denominar feminismo liberal. Y lo hace de una manera reminiscente de aquel Killmonger de Black panther, que representaba un antirracismo indeseable por usar métodos violentos, por ser demasiado radical, demasiado panafricanista. Cheetah representa una cierta envidia, el deseo de ser como esa bella profesional... que resulta ser una aristócrata hija de los antiguos dioses. Los actos de esta semivillana encajan con la narrativa general del filme (¡ten cuidado con lo que deseas!) pero también, suponemos que indeseadamente, con la idea de que el poder debe ser detentado por unos pocos escogidos de alta alcurnia.

Todo ello tiene lugar en los Estados Unidos de los años ochenta. El guiño nostálgico podía ser ganador dentro de nuestro interminable bucle nostálgico, de esta cultura pop que parece haberse quedado atrapada en una década (¿será este el auténtico fin de la historia neoliberal?). Jenkins y compañía nos ofrecen gags a costa del estilismo de la época, de las chaquetas a lo Corrupción en Miami, de las culturas urbanas del momento. También ofrece un espectáculo que intenta cultivar la cercanía hacia los personajes, además de ofrecer las correspondientes dosis de acción digital. ¿Es Wonder Woman 1984 una propuesta arrebatadora, a prueba de críticas? Seguramente no.

Un guion de riesgo

Quizá el uso de un artefacto mágico como propulsor de la trama no es el mejor punto de partida para levantar un blockbuster a prueba de miradas cínicas. Tampoco lo es que se resucita a un personaje previamente fallecido. Sus responsables tampoco definen especialmente a unos protagonistas arquetípicos, a un dúo romántico que apenas se conoce, aunque sí les ofrecen tiempo de pantalla para que gocen de momentos más allá de la acción violenta. En otro aspecto remarcable, el filme cuenta con un villano de rostro humano, en lugar de los digitalísimos antagonistas de Thor: el mundo oscuro o la mencionada Liga de la justicia. Incluso puede verse algún dardo crítico en ese Lord que provoca desastres mientras apela al pensamiento positivo, aplicando una variante supernatural (y algo caricaturesca) de ese “la avaricia es buena” propio de la era Reagan.

La advertencia sobre los riesgos de cumplir los deseos remite a clásicos de la literatura fantástica como La pata de mono (explícitamente mencionado en la película) o a referentes cinematográficos como Wishmaster o Siete deseos. De manera más explícita que otras obras recientes (véase el thriller La invitación), Wonder Woman 1984 puede servir de recordatorio de la absurdidad fundamental del querer es poder, de esa idea según la cual todo el mundo puede cumplir sus anhelos, como si estos no friccionasen a menudo con las vidas y los planes de otras personas. Aunque la advertencia también suponga lanzar un mensaje posible de resignación y conformismo.

En todo caso, parece difícil que Wonder Woman 1984 vaya a despertar pasiones indiscutidas en una audiencia transversal. Porque el resultado es agradable, pero también puede resultar hinchado (ronda las dos horas y media de duración) y un poco ñoño (o un poco para niños, como dirían Albert Serra o J. J. Abrams). De alguna manera, se han potenciado los hilos de cursilería moderada que podía tener la primera entrega, aunque parezca que se hayan querido reencauzar (a través de caminos un poco extraños) algunas situaciones discutidas del filme original mediante una cierta matización de la importancia del amor romántico.

También puede verse un cierto desajuste entre este tono ligero y la situación de apocalipsis civilizatorio que se retrata. En la linea de X-Men: primera generación, el equipo del filme usa la historia como telón de fondo con una cierta importancia narrativa. Y no solo nos enseña chaquetas horteras o break dance, sino que también nos habla del miedo a la guerra nuclear que traslució en tantas películas eighties (de El día después a Juegos de guerra, pasando por 70 minutos para huir). Esta amenaza realísima, eso sí, acaba desvaneciéndose tan mágicamente como mágicamente se había exacerbado.

El desenlace de la obra quizá no es demasiado vistoso, pero parece reivindicable porque no deriva del consabido intercambio de mamporros e incorpora un cierto factor humano. Pero unas imágenes finales desatadamente felices no ayudan a valorarlo positivamente. Si el inicio de Batman v. Superman o Capitán América: Civil War lanzaban hilos a una concepción más realista de los cataclismos que contemplamos en la acción superheroica, Wonder Woman 1984 da un poco la espalda a esos intentos.

Su historia sobre la asunción de responsabilidades más allá del individualismo se contradice un poco con su apuesta por el disfrute inocuo, por una cierta inocencia reminiscente del Superman setentero de Richard Donner. Aunque los gestos tenebristas de películas como El hombre de acero no eran necesariamente más maduros que este caramelo dulzón que fija a su protagonista en un rol similar al de Superman: invitarnos a ser mejores de lo que somos, a actuar en beneficio de una colectividad, o (como se subraya al inicio) a no hacer trampas aunque seas la hija de la reina.

A causa de su planteamiento argumental, de su emplazamiento en un momento cronológico alejado de películas hermanas como Batman v. Superman, Wonder Woman 1984 remite a una realidad propia del cómic. La película tiene un cierto aspecto de fill-in, de uno de esos números de relleno preparados con antelación para cubrir posibles retrasos de los guionistas y dibujantes oficiales de una cabecera de tebeos. Por su propia naturaleza, relataban historias autoconclusivas y más bien atemporales, concebidas para cubrir un vacío con dignidad artística pero sin afectar demasiado la continuidad de la serie donde eran publicadas.

Wonder Woman 1984 es como un fill-in cinematográfico, una obra de transición para un personaje bien diseñado y bien encarnado que sigue a la espera de un filme que le haga total justicia. Quizá es un efecto de la falta de un camino concreto para el Universo DC, o quizá precisamente se ha asumido que el camino es producir unas narraciones más cerradas en sí mismas. Esta autoconclusividad también tiene sus bondades. La serialidad de muchos blockbusters franquiciados puede llegar a agotar: algunos desenlaces parecen perseguir por encima de todo que quieras ver otra película más, a costa de descuidar la película que ya estás viendo. En este aspecto, el visionado de Wonder Woman 1984 tiene algo de liberador. No parece nacida para forzarte a comprar la entrada de otro proyecto todavía por realizarse.