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'Yuppies', privatizaciones y un 'sheriff' de metal: 30 años de 'RoboCop'

Fue un intento de blockbuster extraño, ácido y desagradable, una muestra raramente satírica de la vertiente más violenta del cine de los años 80. Exitoso hermanamiento de thriller policial y fantasía futurista, RoboCop tuvo su correspondiente campaña de mercadotecnia, con juguetes y videojuegos orientados a los jóvenes.

Pero sus imágenes no parecían muy aptas para el público infantil: personas deshaciéndose, ametrallamientos, extremidades estallando... En esa ocasión, además, no solo eran los villanos los que morían de manera horrible: también lo hacía el héroe de la ficción, el agente de policía Alex Murphy, que renacía como ciborg después de ser brutalmente mutilado.

De hecho, RoboCop parecía un proyecto destinado al fracaso. Algunos de sus responsables han bromeado sobre la gran cantidad de cineastas que rechazaron dirigir la película. Entre ellos estuvo Kenneth Johnson, creador de la exitosa teleserie V, que ha declarado que el guión le pareció “malintencionado, feo y ultraviolento”.

El libreto cayó en manos del holandés Paul Verhoeven, autor de filmes tan provocadores como El cuarto hombre o Delicias turcas, que había comenzado a foguearse en los resortes de Hollywood a través de la coproducción Los señores del acero.

Verhoeven no entró en el proyecto con entusiasmo. Inicialmente, el guión del filme le pareció estúpido. Pidió algunos cambios, pero dio marcha atrás: acabó respetando el trabajo de dos guionistas debutantes con simpatías izquierdistas, Edward Neumeier (con quien colaboraría de nuevo en Starship Troopers) y Michael Miner. El holandés aportó su gusto por la violencia cinematográfica y, quizá, una cierta distancia irónica respecto a la narrativa heroica estadounidense.

El resultado fue un western futurista, con componentes ciberpunk, de miedo a las grandes corporaciones y de recelo tanto a las nuevas tecnologías como a su integración en el cuerpo humano. La inclusión de mordaces minutos de televisión ficticios, en forma de telenoticias y anuncios publicitarios, sugería una crítica a la insensibilidad ante la violencia. Algunos diálogos oscuramente cómicos realzan la acidez de una película que, a su vez, satiriza un clima social de crueldad. Un directivo valora la muerte de un compañero, ametrallado por un prototipo militar, de la siguiente manera: así es la vida en la gran ciudad.

Mitad Frankenstein, mitad Jesucristo, todo policía

El Murphy de la ficción parece hecho para introducir progresivamente a la audiencia en un futuro de delincuencia desatada, tanto en las calles de la ciudad como en los rascacielos de la élite empresarial. Es el policía rubio y de ojos azules, originario de un pulcro barrio residencial, que es destinado a una zona hostil. Experimenta así el lado más salvaje de una Detroit caída en desgracia, que todavía hoy (solo hay que ver títulos recientes como It follows o No respires) sigue siendo un símbolo de los antiguos EEUU, una economía industrial desaparecida entre deslocalizaciones y control de la economía por el sector financiero.

Las limitaciones presupuestarias impusieron que el futuro de RoboCop se alejase del esteticismo depresivo de Blade Runner. Verhoven tuvo que conformarse con una pobreza más cotidiana, más cercana. Y, curiosamente, filmó una película icónica sobre Detroit... en las calles de Dallas.

En realidad, RoboCop nació de la fusión de dos proyectos. Neumeier y Miner estaban manejando dos historias propias que pusieron en común. Quizá eso facilitó la multiplicación de tonos y referencia de la película. Miner quería un filme más serio; Neumeier buscaba el humor negro. El protagonista de su filme acabó siendo, por una parte, un monstruo de Frankenstein ciberpunk, una unión entre cuerpo humano y tecnología digital. Pero la historia de muerte y resurrección de Murphy tenía, ademas, resonancias del Nuevo testamento.

La reanimación de RoboCop también tiene algo de pacto fáustico involuntario con la gran empresa que gestiona la policía de la ciudad: una entidad malvada que da nueva vida al héroe cambio de perder su alma. Se convierte en un producto, como dice uno de los ejecutivos de OCP. Con todo, los recuerdos y los sueños se abren paso: la conciencia de Murphy, su espíritu, acaba tomando el control de la máquina RoboCop.

La ingenuidad inicial del protagonista, además de sus malabarismos con pistola, remiten al western ligero en la linea de El llanero solitario. Esta vez el héroe se enfrente a enemigos muy urbanos: las bandas callejeras, juveniles o no, que aparecían en multitud de cintas de acción de la época, desde las futuristas Los guerreros de la noche y 1997: rescate en Nueva York a pesadillas de junglas de asfalto contemporáneas como El justiciero de la noche. En esta ocasión, los pandilleros se aliaban con altos ejecutivos con un objetivo común: las oportunidades de negocio derivadas de la especulación inmobiliaria.

La avaricia mata

La década de los ochenta fue la era de Ronald Reagan y de los yuppies, unos jóvenes ejecutivos que querían devorar el mundo siempre con un ojo puesto en los resultados de la Bolsa. RoboCop fue uno de los filmes que anunciaron un cambio de ciclo: poco después de su estreno, llegaría un crash bursátil que quebraría la fe en un sector financiero que parecía convertir el agua en vino. El capitalismo desregulado seguiría siendo la creencia dominante, pero perdería parte de su glamour.

Hollywood lanzó otras cornadas de manera casi simultánea: antes del final de 1987 se estrenó Wall Street, donde se explotaba la fascinación que despertaba un tiburón empresarial... que terminaba arrestado. El año siguiente, John Carpenter aportó otra mirada fantástica y satírica a la cultura de la avaricia mediante Están vivos: los yuppies son extraterrestres que empobrecen a los trabajadores y les manipulan con publicidad subliminal.

En RoboCop, la ficticia corporación OCP sirvió para lanzar dardos múltiples a la cultura económica del reaganismo, basada en la competencia desatada, la desregulación y las privatizaciones. OCP extiende sus redes a la gestión de prisiones, hospitales y cuerpos de seguridad como la policía de Detroit. Dado el carácter sociópata de los responsables de la empresa, que mutilan y asesinan sin dudarlo, la moraleja es evidente: no se pueden dejar sectores sensibles en manos de corporaciones carentes de escrúpulos, movidas solo por el ánimo de lucro.

Los guionistas subrayan esta enseñanza al poner en manos de un alto ejecutivo y de un delincuente callejero, ambos aliados, la misma frase: “Los negocios están donde se los encuentra”. En los EEUU dominados por grandes empresas no hay regulaciones legales ni cortapisas éticas que deban cortar las alas a los negocios posibles. Como es habitual, la solución planteada es un héroe individual justiciero (esta vez con placa, a diferencia de los pistoleros freelance o voluntaristas que interpretaba Charles Bronson) y solitario. Porque ha sido maltratado por unos y otros: por OCP, los pandilleros y la misma policía.

Fantasías de la privatización total

En paralelo a su crítica contra la privatización de servicios, los autores de RoboCop comenzaban a fantasear con una distopía neoliberal: la privatización de toda una ciudad. El mecanismo de consecución de este objetivo sería la deuda. El gobierno municipal no podría devolver los préstamos de OCP, que embargaría la misma urbe y tomaría el control.

Este tema sería desarrollado en las entregas posteriores, especialmente en RoboCop 3 y su relato de desplazamiento masivo de residentes de Detroit en beneficio de una nueva ciudad, Delta City: la gentrificación real se observaba a través del prisma deformante de una narración futurista. Otros filmes de la época, desde Nuestros maravillosos aliados hasta Loca Academia de Policía 6, explorarían situaciones parecidas.

A lo largo de la saga se mantuvo abierta otra trama argumental: el debate interno entre los agentes de policía, que discrepan sobre su derecho a declararse en huelga en un contexto de enorme inseguridad ciudadana. Irónicamente, los escritores de RoboCop fueron apartados de RoboCop 2 por una huelga. Neumeier y Miner se negaron a trabajar durante las protestas, Orion Pictures les despidió y contrató al reputado historietista Frank Miller (El regreso del señor de la noche, 300), que aportó sus ideas anarcocapitalistas.

Miller no se sentiría cómodo con el resultado final de las películas, pero sí aportaría una cierta mirada. La primera entrega oscilaba entre las dentelladas de crítica al reaganismo y las inercias ultraderechistas del thriller policial de los 80. Las secuelas se irían decantando hacia lo reaccionario. En RoboCop 2, por ejemplo, se apostaría por el discurso antipolítico y por la ridiculización de múltiples causas progresistas (del ecologismo a la crítica a la brutalidad policial) a través de una serie de gags contra lo políticamente correcto.

RoboCop 3 trataría de una rebelión ciudadana protagonizada por personas que toman las armas para recuperar sus hogares. Miller observaría esta insurrección violenta con simpatía, mientras que años después denostaría el pacífico movimiento Occuppy Wall Street. El remake firmado por José Padilha, por su parte, estiraría de otros hilos temáticos del filme original: la militarización de la policía y la privatización de la guerra.