La leyenda del trovador motero que aúlla a los lobos y lucha contra la España vacía

En la Sierra de Francia aún se escuchan armonías ancestrales. Si uno pasea de noche por los márgenes del río Tormes o por las oquedades de las montañas salmantinas, el ritmo del tambor se mezcla con el aullido de los lobos y el silbido del cuerno emplaza a unas ánimas invisibles en peligro de extinción.

Puede sonar inverosímil e incluso a ridícula leyenda de fantasmas, pero todo el escepticismo se desvanece cuando aparece en escena Eusebio Mayalde, el último trovador de Aldeatejada (Salamanca).

No es un trovador a la vieja usanza, de los que aparecen en esas imágenes barrocas y amarillentas. Este septuagenario prefiere pregonar la tradición de pueblo en pueblo cabalgando su moto chopper y vistiendo una chupa de cuero para cortar el viento de la meseta. Mayalde es el último portador de un tipo de folclore castellano-leonés que lucha por sobrevivir a las nuevas generaciones, más en sintonía con el autotune que con la música producida con objetos cotidianos.

Consciente de que le queda poco tiempo por una grave afección de garganta, Eusebio decide traspasarle todo su conocimiento a Beltrán, su nieto de siete años apodado Zaniki. Ese es también el título de la nueva película del director Gabriel Velázquez que se estrena este fin de semana en la Cineteca de Madrid y se proyectará hasta el último día de marzo. Zaniki difumina los límites de la ficción y el documental para contarnos una historia conmovedora de atavismo y de reflexión sobre nuestras costumbres olvidadas.

Hay momentos de la cinta en los que Velázquez se permite coquetear con el realismo mágico, pero su trasfondo es muy real, empezando por la familia protagonista. “Los Mayalde son muy queridos y conocidos en Salamanca. Es la leche, son profetas en su tierra”, nos cuenta el director. Capitaneada por Eusebio, esta saga familiar reproduce los sonidos de los antiguos pastores y vaqueros castellanos con cualquier utensilio de la casa que esté a su alcance.

El cineasta conoció al trovador hace ocho años mientras investigaba el folclore de su tierra para la banda sonora de su anterior película, Iceberg. Al principio iba a ser una colaboración esporádica, pero le hipnotizó tanto que decidió hacer un spin-off únicamente dedicado a su figura. “Estuve detrás de él siete años, pero siempre andaba liado haciendo bolos, grabando discos o con talleres para los niños de los pueblos”, confiesa Velázquez, que durante un tiempo tuvo la sensación de estar persiguiendo a una estrella del rock.

Gabriel ya había comprobado en primera persona lo que Eusebio era capaz de crear con apenas dos platitos de té, un serrucho y un tenedor sonando contra un cazo. Lo que no esperaba siete años después era que su nieto Gabriel (al que conoció siendo un bebé) hubiese heredado el sentido del ritmo del “chamán”, como él le llama. “Fue un regalo encontrarnos con el niño ya crecido, así que la historia cambió y pasó a tratar sobre la transmisión de la tradición a los más pequeños”, revela.

Aunque hay partes guionizadas, la preocupación por la pérdida de las raíces es muy verídica. “Eusebio se ha dedicado desde hace 40 años a visitar, pueblo por pueblo, a pastores y músicos ancianos que estaban a punto de morir para grabarles en cintas. Asimilaron las canciones, hicieron suyos los ritmos y los han tocado desde entonces en conciertos. Pero quién sabe qué ocurrirá cuando Eusebio ya no esté, si sus hijos lo mantendrán o si el público lo aceptará”, lamenta Gabriel Velázquez.

El cénit de la cinta se alcanza en esa breve excursión que abuelo y nieto emprenden a la montaña. Allí acamparán, en contra de las advertencias de las mujeres Mayalde, para que el niño inicie una conexión con la naturaleza hostil y a la vez valiosa. Él estará siempre atento de que nada le ocurra. Durante cuatro días pescan en el río Tormes, hablan con los lobos a través de flautas elaboradas con huesos de liebres, se abrazan a las encinas más antiguas del bosque y sierran otras que necesitan una tala urgente.

“¿Sabes lo que es la tradición?”, le pregunta Eusebio. “No”, contesta natural el niño. “Tradición es la obligación de contarle al siguiente lo que a uno le han contado. A lo mejor algún día vuelves aquí con tu hijo o con tu nieto, y así debe ser durante miles de años”, le encomienda alrededor del fuego justo después de haber interpretado la canción de los lobos.

“Él lo basa todo en los ancestros. Salamanca es una tierra de pastores. de vaqueros y de pobreza. Lo ha sido siempre. El vaquero lo único que tenía era estar 8 horas al día sentado en un caballo y eso se queda en la cabeza. Cualquier cosa que cantase debía tener ese ritmo. El pastor estaba solo, así que hacía instrumentos con hueso y plantas y se inventaba sus baladas”, explica Velázquez.

Zaniki es una cinta de pocas palabras y de imágenes poderosas gracias a la vista de halcón de Manuel García, director de fotografía. Las impresionantes panorámicas de la estepa castellana, los atardeceres, la siembra y las granjas de Aldeatejada son a su vez una muestra dolorosa de una realidad contra la que luchan los pueblos de Castilla y León: la España vacía.

“Queríamos reflejar de la manera más bella posible los campos de tierra, las granjas y la meseta. No tenemos tanto dinero como en el País Vasco, Catalunya o Galicia, que ahí no dejan escapar ni una tradición e invierten más dinero que en Alemania. Por eso los políticos tienen que tomar conciencia aquí también”, advierte Velázquez.

Mientras que el asfalto absorbe cada vez más metros de campo, los trovadores de lo rural se fusionan con una naturaleza abandonada. Su afecto contrasta con el expolio de un planeta que pide ayuda a gritos desesperados. Quizá Eusebio Mayalde, a través de Zaniki, logre transmitir esa herencia a mucha más gente que a su nieto Beltrán.