El combate maestro
Recuerdo bien la noche del combate; fue la noche de una derrota. Desde la lejanía, como espectador, aprendí que existen pocas sensaciones tan humillantes como la del fracaso cuando el fracaso queda reducido a espectáculo.
Fue un 27 de julio de 1991, de madrugada, cuando llegué a casa después de haber visto por televisión a Poli Díaz humillado por Sweet Pea. El púgil de Norfolk puso al vallecano contra las cuerdas más de una vez. Y en uno de los últimos asaltos, le perdonó el noqueo a la manera de Maquiavelo, señalándole el centro del cuadrilátero, demostrando que cuando el mal se dosifica hace más daño que cuando se aplica de inmediato. “No te perdono la vida, Potro, te la voy a quitar; pero no de golpe; me gusta verte sufrir, vamos al centro”, parece que le decía Pernell Whitaker a Poli Diaz, que miraba grogui, agotado de pegar tantos puñetazos al aire. Si hay un titular que acertó en las crónicas fue aquel que dijo que, aquella noche, frente a Pernell Whitaker, el bueno de Poli Diaz hizo guantes contra el vacío.
El combate de Poli Díaz contra Pernell Whitaker vino a partir el mundo en dos mitades. A partir de aquel momento, todo empezó a ocurrir más deprisa de la cuenta. El racionalismo y su versión pragmática, es decir, el mercado, triunfaron frente a la pasión y los humores de la sangre. A partir de entonces, a partir de aquella noche, empezamos a nadar en las gélidas aguas del cálculo egoísta. Un año después, Urtain se lanzaba al vacío, estrellando su cuerpo contra el asfalto caliente de la mañana. Tenía 49 años y una montonera de deudas. Acosado por los atrasos, Urtain atravesó el vértigo y se dejó caer desde el décimo piso. El Morrosko de Cestona no merecía aquel final, como tampoco Poli Díaz mereció perder aquel combate donde el latido de sus puños se enfrentó a la razón de un mercado que acabaría con él, de poquito a poco.
Años después de la derrota me encontré con Poli en los servicios de un club brasilero que había por Callao; sostenía un espejo roto en una de sus manos y perseguía con los ojos la línea blanca que cruzaba el Madrid de entonces. Era a finales de los años 90, y juntos recorrimos la misma línea que le llevó a alquilarme una tienda de campaña en los márgenes de un descampado, junto al poblado chabolista que sirvió como escenario para mi primera novela: Sed de champán.
Han pasado veinticinco años de aquello, pero el recuerdo sigue vivo igual a una de esas ficciones que proyecta la vida cuando la vida te sonríe con los dientes mochos, culpa del guantazo de un púgil tan frío como las fluctuaciones del mercado. Hoy recuerdo el silencio que siguió a la derrota, el aire lento en mi cuarto y el balcón de par en par, dejando paso a la hora gris de la mañana. Fue un 27 de julio de 1991, cuando aprendí que la derrota, además de un sentimiento, es el ingrediente que la memoria necesita para hacer literatura.
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