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¡No molesten al señor Watterson!

Al padre de Calvin y Hobbes se le ha de estar atolondrando el retiro desde la concesión, a principios de este año, del Gran Premio en el certamen de cómic más prestigioso del mundo, el de Angouleme. También con los libros y documentales hagiográficos que se le están dedicando a su obra y figura y con la cantinela insistente de que nos encontramos ante un excéntrico, un superdotado, tal vez un genio. Como reacción, solo alcanzamos a imaginarle sonriente y sentado a su tablero de dibujo, tal y como posaba en la fotografía que alguien le tomó a mediados de los ochenta, más que nada porque hoy sigue siendo el último retrato oficial que se le conoce.

Un niño y un tigre

En un mes como éste pero de hace treinta años aparecía la primera tira de dos personajes sencillos y sin complicaciones, un niño de seis y años y un tigre de peluche que le daría la réplica a voluntad siempre que no hubiera nadie delante. En menos de un año se estaba publicando en doscientos cincuenta periódicos y tres después eran más de seiscientos los que festoneaban las desgracias y especulaciones de sus páginas con las tiras benditas de Calvin y Hobbes, que debían sus nombres, en efecto, a los padres del calvinismo y el absolutismo respectivamente. Hoy, cuando la prensa es casi un animal mitológico, la tira permanece en más de dos mil quinientos periódicos y lleva vendidos unos cuarenta y cinco millones de libros solo en Estados Unidos.

Todo esto no son más que números y como tales pueden estar equivocados, porque el arte no puede degradarse en ciencia, pero el caso es que Bill Watterson (Washington, D.C., 1958) nunca se ha explicado semejante éxito y concede que, de acuerdo, tal vez tiene un don para conectar con el gusto de a pie, aunque eso no deja de resultarle un poco deprimente.

A mediados de los años noventa, tras una década trabajando en esa tira que le granjeó el éxito y que hoy recordamos una vez más, Watterson, que había empezado su carrera como dibujante político y publicitario, escribía una carta de agradecimiento a sus editores para irse por donde había venido. Apabullado por la presión de fanáticos y mercaderes y temeroso de perder algún derecho que pudiera dañar la pureza de un trabajo personal y autónomo, Watterson anunció el cese de la serie aduciendo un cambio de intereses y se retiró a pintar paisajes, sin más ambición comercial, a Chagrin Falls, en Ohio, el lugar donde pasó su infancia. Se cuenta que, en la sensata creencia de que los primeros quinientos son práctica y ejercicio, quema cada uno de los cuadros que pinta y de los que, ciertamente, nadie ha visto nunca ninguno.

Calvin y Hobbes sigue siendo la última obra conocida de Watterson hasta el momento, una tira heredera de los Peanuts de Schulz, el Pogo de Walt Kelly y de clásicos como el Krazy Kat de George Herriman. Una tira que, como aquéllas, hoy podemos considerar fundamental sin precauciones ni temor a que se devalúe, porque el último día del año 1995 se despedía de los lectores para siempre, con la pareja protagonista descendiendo la nieve en trineo mientras el niño, a voz en grito, exaltaba a su viejo amigo: “¡Es un mundo mágico, Hobbes, explorémoslo!”.

No hay peluche que valga

Es difícil imaginar un personaje de ficción más ideal y mejor diseñado para contar con su muñeco de peluche en el mercado que Hobbes, el tigre que acompaña a Calvin. Hace ya mucho tiempo, un fabricante de juguetes envió a Watterson, con visas a seducirle, una caja con prototipos de lo que sería el peluche del felino. Cuenta la leyenda que el dibujante les prendió fuego de inmediato a los muñecos, leyenda que él mismo desmentiría diciendo que lo único que prendió en llamas fue su corazón.

América esto no puede entenderlo. En tiempos de popularidad a granel se hace más incomprensible que nunca que un artista decline las molestias del éxito y con ellas una fortuna que se especula podría alcanzar varios cientos de millones de dólares. América esto no puede entenderlo y es por ello que eleva a Watterson a la condición de mito, para neutralizar a ese individuo que oscila entre el ejemplo de dignidad, el enfermo del control y tal vez el marciano antinacionalista e insolidario, pero que únicamente es alguien que siempre tuvo claro que su compromiso era con el arte y nunca con el público, y que licenciar las imágenes de sus personajes (a los que se resiste también a convertir en dibujos animados) significaría corromper el alma de la obra.

Lo que nunca fue no puede volver

En el documental, sentido pero algo pocho, Dear Mr. Watterson, que puede verse en plataformas como Filmin, un testimonio afirma que nunca ha conocido a nadie a quien no le gustase Calvin y Hobbes. Nosotros tampoco, y si existe no queremos nada con él porque nuestro corazón está estos días en los mentideros, donde se vitorea la vuelta de un eremita que ayer mismo entregaba el cartel del próximo Festival International de la Bande Dessinée de Angouleme, a celebrar a principios de 2015. Por tradición, la concesión del Gran Premio en la edición anterior suele conllevar el comisariado de la siguiente, pero Watterson, en su onda, limitará su colaboración a enviar unos originales para nutrir la exposición que se dedicará a su obra y seguirá marcha cotidiana, él mismo con su mecanismo.

En The Cheapening of Comics, un discurso que dio en el contexto del Festival of Cartoon Art celebrado en la universidad de Ohio en 1989, el dibujante se refería al medio de la historieta como un vehículo no sólo para la belleza artística sino como lenguaje serio y de poder para comprender mejor el absurdo que nos rodea y del que formamos parte, a la vez que lamentaba que en el olvido de los clásicos hubiéramos ido distrayendo algunas de la cualidades que hacen grande el cómic, porque “los cómics no sólo pueden ser mejores de lo que son hoy, es que ya han sido mejores de lo que son hoy”.

Con los años y el trabajo de los nuevos editores se han ido reparando esos descuidos y hoy contamos con algunas ediciones excelentes del trabajo de los ancestros que Watterson echaba de menos. En adelante, ya con la lección aprendida, sabemos que nadie va a olvidar tampoco la obra de alguien que, como él, ha tenido la habilidad de hacer pasar por sencillo algo tan difícil como hacer de una tira de cómic mucho más que un chiste, de poner en evidencia que en cuatro viñetas cabe a veces más hondura filosófica que en las trescientas páginas de un tratado y de certificar, con un niño de seis años y un tigre de peluche, que la historieta, el cómic, los tebeos o como les queramos llamar, son un lenguaje de extraordinaria y todavía insondable madurez.