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Ni una palabra: cómics para leer en silencio

Pleno agosto. Cuenta la leyenda que la diáspora estival tiende a consumir en estos días libros muy voluminosos, por supuesto sin estampas y todos el mismo, según dicte la coyuntura comercial. Se trata de una tradición que va perdiendo adeptos dada la servidumbre cada vez más despótica al smartphone, pero todavía existe una resistencia, allá en la última playa, cuya actitud refrenda la paradoja: que leer supone prestigio social entre quienes no suelen hacerlo.

Lo adecuado es un volumen desmedido, con letra de sobra ande o no ande. El libro electrónico escatima reconocimiento porque no lleva lomo, y de los cómics, por mucho que se intente embaucar al personal cambiándoles el nombre, ni hablamos. Para un adulto español no hay mayor descrédito que ser visto leyendo un tebeo por otro adulto español, a lo que el prosélito, casi siempre inadaptado, suele alegar que una vez uno de unos ratones se llevó un Pulitzer, que hoy los hay dramáticos y de todas las enfermedades o que existe un guionista británico con barba que no sé qué y no sé cuántos.

Cansados como estamos de legitimar el medio en este país inerte, para no oír ni a unos ni a otros hemos decidido que lo mejor es llevar la fiesta al extremo y subir la música en los pasajes instrumentales: ahí van algunos títulos que ni siquiera tienen letra.

El fenómeno más reciente de nuestro panorama editorial en lo que se refiere a cómic mudo viene de antiguo. Se trata de Frank (Fulgencio Pimentel), una serie que tiene treinta años pero que hasta hace dos o tres permanecía inédita en nuestro país. Firmada por el norteamericano Jim Woodring, un excéntrico de ideas cósmicas y andares de roquero progresivo, narra las evoluciones de un gato antropomorfo en un ecosistema cambiante, extraviado entre la memoria infantil y cierta majestad inveterada, un lugar donde la razón y el deseo trabajan en liza y no cejan en la busca de ententes e iluminaciones. Frank es un tebeo lírico y melancólico, de dibujo ensimismado y trazo acumulativo, no tanto de misterio como misterioso, minado de presagios y corazonadas y con el potencial de inyectarse en el lector como nueva y legítima mitología.

Poco antes del desembarco de Frank, el Pinocchio de Winshluss (Ediciones La Cúpula) había merecido toda la atención de crítica y público internacional por sus cualidades heroicas. El relato de un niño blindado a la necedad de los hombres, en un mundo cruel y embrutecido más allá de Collodi, permite al francés (de quien también queda recomendado Smart Monkey) forjar una pantomima absorbente en la que Pepito Grillo ha pasado a ser una cucaracha. Una obra riquísima en recursos y airada como la mejor sátira, aquella que sabe que para combatir la mentira es conveniente entregarse a la acción.

Escribir sin palabras tiene algo de cocinar oxígeno y leer el resultado puede llegar a ser como comer música con las manos. El plato estrella en cuanto a producto autóctono es Las aventuras de un oficinista japonés (Bang Ediciones), donde el maño-gallego José Domingo practica unas dos dimensiones isométricas deudoras del lenguaje de los videojuegos y del pixel art derivado. En la primera página, un perrete echa a volar; en la segunda se desencadena un tiroteo, en la tercera un vómito cobra vida y en la cuarta una pieza de sushi gigante rueda sembrando el pánico en las calles. La epopeya de un hombre corriente, generada sin guión previo para dar pábulo a la asociación, el imprevisto y la sorpresa, supuso la revelación de un autor que toma carrerilla en las restricciones que se impone.

Más afectado es el trabajo que el australiano Shaun Tan propone en Emigrantes (Barbara Fiore Editoria), una historia que son varias y que, si bien llega contaminada de la profesión de ilustrador de su autor y resulta un

tanto rancia en su poética, logra capturar la extrañeza del que ha de marcharse para buscarse la vida en un medio ajeno.

Viaje (Apa-Apa), de Yuichi Yokoyama, es la joya de la corona, una locomotora que hace del carbón diamante, algo fuera de serie, un cómic de gramática alienígena, preciso y a la vez mercurial, futurista y primitivo como un yunque de platino. Tres hombres compran su billete y suben a un tren. No hace falta saber más. Yokoyama eleva la anécdota no sólo a categoría sino a rutilante espectáculo en este tecnothriller que se sigue como el prólogo a algo enorme y ominoso. Para leer y releer una, dos, tres, cien veces.

La del paseo es una estructura que comparten muchos títulos silentes y que Thomas Ott, orfebre suizo, traiciona para entregar sus antologías siniestras. Hellville (Ediciones La Cúpula) es un ramillete de historias macabras ejecutada mediante la técnica del esgrafiado o grattage, una inversión de los valores tradicionales que consiste en extraer los blancos rascando con buril sobre una página bañada en negro. El reverso tenebroso emerge entonces cobrando forma de noir o de terror puro y orgánico.

Si vamos retrocediendo en el tiempo nos toparemos con el misticismo enajenado del Arzach de Moebius, con el cartoon desaforado de Mattioli en Squeak the Mouse, con las peripecias del dinosaurio Gon, de Tanaka, o nos veremos sometidos al tempo lacio que el noruego Jason practica en varias de sus obras. Si escarbamos un poco podremos dar incluso con incunables como Él fue malo con ella, de Milt Gross, una historia fechada en 1930 y publicada por primera vez en “español” hace un par de años, pero por el momento baste este puñado de títulos, ideales para leer a gusto en agosto, que se sobran y se bastan para demostrar que un libro mudo es posible y que para decir bobadas, si eso, ya contamos con la literatura.