Como son días de relacionarse a la mesa, nada mejor para potenciar la experiencia que empezar con un manga culinario que se encuentra entre los títulos más longevos y exitosos del mercado japonés. Creado en 1983 por el dibujante Akira Hanasaki y el guionista Tetsu Kariya, Oishinbo lleva más de cien millones de tomos recopilatorios vendidos desde entonces (cien millones, no es una errata) y cuenta con un centenar de volúmenes que recorren todas las variantes de la gastronomía nipona, de ingredientes a platos y recetas pasando por técnicas, trucos, consejos y derribo de mitos y leyendas. La serie se estructura en historietas autoconclusivas y se maneja en el equilibrio de opuestos típico de la ficción ligera, aquí representados por dos personajes, ambos artistas del gusto y cada uno némesis del otro, comisionados por un periódico para crear el menú definitivo, la selección ideal. Una búsqueda épica que nos llevará por vericuetos impensables en los que un tebeo de ollas y fogones, de pronto, se convierte en lectura adictiva y apasionante.
La serie ha estado inédita en nuestro país hasta ahora, en que aparecen, con solución de continuidad, dos volúmenes temáticos: el que se ocupa de la cocina japonesa en general y el dedicado al sake. Luego vendrán el ramen y las gyoza, el sushi y el sashimi, el arroz y las verduras... De momento, estos dos primeros títulos nos garantizan que Hanasaki y Kariya no se entregan a los enunciados deportivos y empresariales que definen los concursos televisivos de moda, donde el oficio de la cocina se toma como excusa para promulgar presupuestos de competición neoliberal, y certifican que el cómic gastronómico más famoso del mundo lo es porque, aparte sus intereses didácticos, funciona tal y como lo hace la pornografía: apelando a una irrefutable reacción física. Desplazando la idea a papilas gustativas y glándulas salivares, Oishinbo vendría a ser, por tanto, un cómic sobre el deseo, y a nuestro entender solo un muerto podría resistirse a un cómic sobre el deseo.
El estado de la cuestión
Otra cosa es que muertos estemos todos y no hayamos caído en la cuenta. Al fin y al cabo así parece indicarlo una vida civil donde se manejan términos y figuras como nouvelle cuisine, “tolerancia cero”, “violencia machista” o “coach personal”. Para salir de dudas es recomendable leer Necrópolis, que ya en su título ofrece las pistas de lo que será un cóctel bien agitado de J. G. Ballard, Frank Miller, Charlie Brooker y una conga de semióticos y hermeneutas. Marcos Prior, uno de los autores a la vez más discretos y rutilantes del panorama nacional, es lo que se dice un analista: atiende los síntomas, los interpreta, los traslada al ámbito de la ficción para ponerlos en evidencia y construye con ellos una pieza entre el diagnóstico y la posibilidad.
Este Necrópolis, su libro más reciente, se subtitula Retrato de grupo con ciudad, y en él toma como contexto la campaña electoral de una urbe hipotética como la que habitamos para emprender una serie de digresiones y paisajismos que terminan por alzar el tebeo como una suerte de ensayo sociopolítico. Suena feo, pero es sátira. Lo es a partir de un dibujo entre torvo y coyuntural, siempre elocuente y basado en referencias fotográficas de las que extrae su exactitud y su parodia.
Y lo es también en el talento con que Prior aborda una imaginería viva y cambiante, publicitaria, y en cómo la completa con un muy bien fundado sentido de la especulación y la chanza. Y lo que parecía ir a ser una lectura experimental resulta en fascinante alegoría de nuestra realidad inmediata. Necrópolis es información pura, verdadera y destilada; se lee de un trago pero con un nudo en la garganta, tonifica la ideología y dispone al activismo. Es, y lo decimos en diciembre, uno de los tebeos más estimulantes del año.
En las cimas de la desesperación
Para estas fechas de alegría y cohesión familiar El hombre sin talento puede ser un excelente antídoto. Un drama abisal que, con avíos autobiográficos, narra la historia del propio autor, un dibujante que decide dejar de serlo tras una trayectoria de justeza y penurias. Sofocado por las obligaciones familiares y el entorno social, el protagonista presenta rendición artística y emprende varios negocios que van desde reparar viejas cámaras fotográficas a recolectar y vender piedras, si bien esas tareas peregrinas tampoco le sacudirán el desánimo que le invade por el mero hecho de formar parte de un mundo limitado a la transacción.
Llevado al cine en 1991, es un cómic sobre aspiraciones y logros recorrido por un rumor de tragedia pero en ningún momento rendido al nihilismo que podría deducirse de su sinopsis. Una clave para entender el delicioso “fracasar otra vez, fracasar mejor” que lo alienta puede encontrarse en el perfil biográfico de su autor, donde se nos indica que Yoshiharu Tsuge (Tokio, 1937) padece el mal de la eritrofobia, un terror patológico a ruborizarse en público que le llevó al recogimiento y a decidir su retiro hace ya treinta años. Hoy está considerado un autor de culto gracias a esta confesión triunfal que es El hombre sin talento, una laguna en nuestro mercado que Gallo Nero acaba de reparar con una edición que los libreros deberían colocar en la sección de “emprendedores”, que haberla no sería extraño que la hubiera.
La del perdedor es una figura teratológica en nuestra cultura pero basal y obsesiva en el pensamiento triunfalista norteamericano. Su idea se explica muy bien en The Lonesome Go, un safari turístico que nos da el reverso del sueño de barras y estrellas, donde dormita la realidad. Así, para que la fiesta del pesar no se detenga, saltamos a un tren de mercancías en marcha y procedemos a recorrer la mitología norteamericana más afectada de sí misma, el gran drama indómito de los EEUU, con sus pandillas de moteros, el rockabilly, los beatniks, sus santos bebedores, los hipsters originales, la sordidez rural y la alienación urbana.
A través de docenas de piezas de distinto formato, entre historietas cortas, estampas, relatos, recortables y etcétera, Tim Lee, de quien ya habíamos leído la recopilación Coches abandonados, nos propone un viaje psíquico y estrafalario de trescientas páginas donde pueden intuirse rasgos de pulp y serie negra, estándares de blues y el influjo de artistas con mano para la angustia y la extrañeza como Charles Burns, Mezzo y Pirus, nuestro Martí Riera o el Joe Coleman maestro de los diagramas mentales. The Lonesome Go es un libro aparatoso, grande y de ambición que luce su fárrago como una Pilarica sus atuendos, sin rastro de ironía, todo en un blanco y negro pulcro y afanoso por plasmar incluso aquello que no puede verse.
¡Qué bello es vivir!
Los tebeos en color pesan más que los que son en blanco y negro. Esto suena a capricho lírico pero es una cuestión científica: lo que pesan son las tintas. El lila y el azul pálidos de Por sus obras le conoceréis, sin embargo, hacen de este un álbum prácticamente ingrávido que parece ir desovando una viñeta tras otra ante nuestros ojos. En él unos dioses alienígenas juegan a los orígenes e invierten todos los valores de la creación. Firma la obra el canadiense Jesse Jacobs, cuyo estilo oscila entre el kawaii, esa tradición japonesa de criaturas adorables, y el más feroz de los positivismos. Se trata de un tebeo de arquitectura cósmica con propiedades de mandala, y su propuesta de génesis politeísta arrasará de una vez por todas con el espíritu de la Navidad sin por ello diezmar la ilusión que nos embarga en estos días de prez y conmoción.
En cualquier caso, si la melancolía navideña ha hecho fuerte en nosotros y nos ha dado a ver en su desnudez el despojo vil que somos los hombres, estamos de enhorabuena. Ahora, para procurarle algún sentido a la existencia, la única opción será despojarla de fundamento, y leer a Bendik Kaltenborn, un hombre nacido en Oslo como Papá Noel (esto es mentira), puede ser un buen auxilio para ello. Su nuevo libro se llama Me gustas mucho, y lleva en la cubierta una fiera peripuesta que es en sí un oxímoron y al final del título una coma, una pausa, una virgulilla que se descuelga en porvenir para indicarnos el débil descanso gramatical que nos aguarda en sus páginas.
Si existe la línea clara, la chunga y la regular, Me gustas mucho sería un libro de línea burlona, donde el placer del dibujo y la danza de la historieta predominan sobre cualquier literatura. Su narración es asociativa y casual, y por sus páginas se pasea un Kaltenborn con aires de gentleman, disponiendo ilustraciones, historietas dibujadas en tránsito y estúpidas tiras cómicas con las que en su momento troleó al mundo entero. Su actitud es un tanto refinada pero promueve un gozo muy fin de siglo, ebrio y fatigado, un bienestar y un confort al que contribuye la magnífica edición de Fulgencio Pimentel, que con su gramaje de banda sonora casi permite escuchar la plumilla raspando el papel.
Para terminar, una de las lecturas más descojonantes del momento, algo que hablando de manga no es poca cosa. Respuesta de una inteligencia absurda viene firmado por Shunji Enomoto, un autor al que en su día descubrimos, como a tantos, en las páginas de la revista El Víbora, y que ahora regresa con un díptico que de la chifladura hace norma y señorío. Deportistas que ejercen con la picha fuera, las mecánicas del romance, tubérculos sumidos en bretes dialécticos, orejas que hacen ruido, un detective caballo, que no es lo mismo que un caballo detective, y alguna que otra secuencia dilatada de baile. Enomoto, que nos trae aquí a la cabeza la obra del cineasta Hitoshi Matsumoto, presenta en forma de historietas cortas, en ocasiones poco más que gags, una serie de elucubraciones y acontecimientos fenoménicos que en su compilación se pretenden y se consiguen, con creces, uno de los tebeos más imbéciles del mundo. Un pasaporte, por tanto, hacia el absoluto de la felicidad.